miércoles, 16 de marzo de 2016

LA MORTIFICACIÓN - SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO





Sin mortificación no hay perfección

En nuestro corazón, como en los jardines, nacen siempre hierbas salvajes y venenosas; es, pues, nece­sario tener siempre en la mano el zarcillo de la santa mortificación, para arrancarlas y arrojarlas fuera del jardín, de lo contrario, el alma acabará por conver­tirse en un campo de maleza y de espinas.

“Véncete a ti mismo”. Ese era el gran principio de San Ignacio de Loyola y el asunto ordinario de las conferencias familiares a sus religiosos: venced el amor propio, quebrad la propia voluntad. Y asegu­raba que muy pocas, aun entre las almas de oración, se hacían santas, porque eran muy pocas las que se aplicaban a vencerse a sí mismas. “De cien personas de oración -solía decir-, más de noventa obran por propia voluntad”. Y consecuente con sus principios, daba más importancia a un acto de mortificación de la propia voluntad que a muchas horas de oración rebosantes de consuelos espirituales.

“¿Qué gana una plaza con tener las puertas cerra­das -dice Gilberto-, si dentro está el gran enemigo, el hambre, cubriéndola de luto?” ¿De qué sirve morti­ficar los sentidos externos y hacer muchas devocio­nes, si se fomenta en el corazón aquella pasión, aquel culto a la propia voluntad, aquel rencor, o cualquier otro enemigo que lo va arruinando?”.

 Decía San Francisco de Borja que la oración intro­duce en el corazón el amor divino; pero la mortificación es la que lo prepara, sacando de él la tierra que le impediría entrar.

Si uno va a la fuente por agua, necesita desocupar antes de tierra el cántaro, si no quiere llevar barro en vez de agua.

El padre Baltasar Álvarez escribió esta gran sentencia: “Ejercicios o actos de oración sin mortifica­ción, o son ilusorios o no son de duración”. Y San Ignacio de Loyola decía “que más se une con Dios el alma mortificada en un cuarto de hora de oración que la no mortificada en largas horas”: y cuando oía que alababan a alguno como alma de mucha oración, concluía: “Es señal de que tendrá también mucha mortificación”.

Hay personas que abundan en oraciones, medita­ciones, comuniones, ayunos y otras penitencias cor­porales; pero dejan a un lado el vencimiento propio y el de sus pasioncillas, resentimientos, aversiones, curiosidad, aficiones peligrosas; no saben sufrir las contrariedades, o despegarse de ciertas personas, o sujetar su voluntad a la obediencia o a la divina voluntad. ¿Qué progresos podrán hacer tales perso­nas en las vías de la perfección? Se hallan siempre con los mismos defectos y “corriendo fuera del camino”, como dijo San Agustín; corren, o mejor dicho, tienen la ilusión de que corren, practicando sus ejer­cicios de piedad; pero en realidad están siempre fuera de la senda de la perfección, que consiste en vencer­se a sí mismo, según aquellas palabras de Tomás de Kempis: “Tanto adelantarás cuanta sea la violencia que te hagas”.


No es que yo menosprecie las oraciones vocales, ni las penitencias, ni ningún otro ejercicio espiritual; pero todos ellos deben servir para ayudar al alma en la lucha contra las pasiones, pues no son otra cosa que medios para practicar la virtud, y por eso las comuniones, oraciones, visitas al Santísimo y demás ejercicios, deben servirnos para pedir al Señor que nos dé fuerzas para ser humildes, mortificados, obe­dientes y dóciles al querer divino. Obrar sin más motivo que la propia satisfacción no es lícito a ningún cristiano. Pero mucho menos a un religioso, que hace especial profesión de mortificarse y hacerse perfecto.

“Dios -escribe Lactancio- llama a la vida por el dolor; el demonio nos llama a la muerte por el pla­cer”; es decir, que Dios nos llama al cielo por la mortificación, y el demonio al infierno por la propia satisfacción.

En qué consiste la mortificación interior

Debemos tener el ánimo desprendido hasta de las cosas espirituales, de tal forma que cuando no las acompañe el éxito o se oponga a ella la obediencia, sepamos prescindir de ellas de buen grado y sin nin­guna inquietud. Todo apego a nosotros mismos nos impide la perfecta unión con Dios. Tomemos, pues, con voluntad resuelta el asunto de contrariar nuestras pasiones y de no dejarnos nunca dominar por ellas.

Lo mismo la mortificación externa que la interna son necesarias para la perfección, pero con esta dife­rencia: que en la externa nos debe guiar la discre­ción; pero para la interna no hace falta discreción sino fervor. ¿De qué sirve castigar al cuerpo, si no se castigan las pasiones del alma? “¿De qué sirve -pregunta San Jerónimo- extenuarse con ayunos, si el alma está hinchada de soberbia? ¿De qué sirve privarse de vino, si el corazón está borracho de odio?” ¿Para qué los ayunos, si se alimenta el alma de sober­bia, no pudiendo sufrir una palabra de desprecio o una negativa? ¿Para qué abstenerse de vino, si se em­briaga uno de ira contra el primero que le injuria o le hace alguna oposición?

Con razón compadecía San Bernardo a los religio­sos que visten muy pobremente, pero acarician y fomentan en el alma las pasiones: “Estos -decía- no se desnudan de sus vicios, sino que los cubren con hábitos de penitencia”.

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En cambio, tratando ante todo de mortificar el amor propio, en poco tiempo nos podemos hacer santos, sin peligro de quebrantar la salud ni de sentir movimientos de soberbia, pues sólo Dios es testigo de los actos internos. ¡Qué hermosa cosecha de actos de virtud y de méritos proporciona el ahogar antes de que nazcan los vanos deseos, y vencer los apegos, las enemistades, la curiosidad, el afán de ser gracioso y cosas semejantes!

Cuando contradicen vuestra palabra, ceded con gusto, mientras no esté interesada la gloria de Dios; con aquel puntillo de honra haced un sacrificio para Jesucristo. Si recibís una carta, refrenad las ansias de abrirla, y no la leáis hasta dentro de un rato. En la lectura de un libro, ¿os apasiona el desenlace de un episodio? dejadlo para después. ¿Tenéis deseos de soltar un chiste, o de arrancar una flor, o de conser­var tal objeto? Privaos de ello por amor a Jesús. Actos como éstos se pueden hacer por miles cada día.

Refiere San Leonardo de Puerto Mauricio que una sierva de Dios hizo ocho actos de mortificación en la insignificante acción de tomar un huevo, y vio en revelación que con ellos había ganado ocho grados de gracia. Y sabemos que San Dositeo llegó a gran altu­ra de perfección en poco tiempo con la práctica de la mortificación, pues siendo de una complexión enfer­miza no podía ayudar ni practicar otros ejercicios de comunidad: como, a pesar de eso, le veían los mon­jes adelantado en la unión con Dios, le preguntaron un día, llenos de admiración, cuáles eran sus ejerci­cios de virtud. Respondió que su gran ejercicio era la mortificación de su propia voluntad.

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“El día que se pasa sin alguna mortificación es día perdido”, decía Santa María Magdalena de Pazzi.

Para enseñarnos cuán necesaria nos es la mortifica­ción, quiso Jesucristo llevar una vida mortificada, privada de todo alivio sensible y abundante en penas e ignominias; por lo que Isaías lo pudo llamar Varón de dolores. Bien pudo el divino Redentor salvar al mundo sin privarse de honores y deleites; pero prefi­rió redimirlo con dolores y desprecios: habiéndosele propuesto una vida de alegría, renunció a ella, para darnos ejemplo, y se abrazó con la Cruz (Heb. 12.2).

Ya San Bernardo, o más probablemente San Bue­naventura, escribió: “Por más que revuelvas la vida de Jesucristo, nunca lo encontrarás sino en la Cruz”. El mismo Jesucristo reveló a Santa Catalina de Bolonia que desde el seno de María comenzó a sufrir los dolores de su pasión. Para nacer escoge el tiem­po, el lugar y la hora que más le hicieran sufrir; para su vida, el estado de vida pobre, oscuro y desdeñado, y para morir, la muerte más dolorosa, más afrentosa y más desolada que podía escoger. Decía Santa Catalina de Sena que Jesucristo se abrazó a los dolo­res de su vida para sanarnos a nosotros, pobres enfer­mos, como una madre toma medicinas amargas para que cure, al tomar el pecho, su niño enfermo.

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Escuchemos la palabra de Jesucristo, que nos dice: Yo voy al monte de la mirra, (Cant. 4,6), y aceptemos la invitación que nos hace de seguir sus pisadas: “¿Vienes al Crucificado?” - pregunta San Pedro Damiano-. Pues debes venir crucificado o dispuesto a ser crucificado”. Y el mismo Jesucristo, hablando especialmente de sus esposas las vírgenes, dijo a la beata Bautista Varani: “El Esposo Crucificado quie­re la esposa crucificada”.


San Alfonso María de Ligorio, “El que quiera venirse conmigo”, Ed. Apostolado Mariano.