Por Mons. Dr. Paul W.
von Keppler
«Porque
la palabra de la cruz, para los que se pierden es locura; mas para nosotros,
los que nos salvamos, es virtud de Dios.»
Verbum
enim crucis pereuntibus quidem stul- titia est: iis autem qui salvi fiunt, id
est nobis, Dei virtus est. (1 Cor. 1, 18.)
La
pena y el dolor que lleva consigo el Viernes Santo, la esperanza y la gracia
que promete, el recuerdo de tristes hechos y el mensaje de salud que trae, todo
está sintetizado y como personificado en un emblema, en una señal: la señal de
la Cruz.
Cuando
allá en tierra de infieles, después de las primeras instrucciones, el
misionero levanta en alto la cruz, causa esta señal profunda impresión en los
que la ven por vez primera. La contemplan con temeroso respeto y sienten a su
vista singular atracción y repulsión al mismo tiempo.
Nosotros,
acostumbrados a verla desde nuestra infancia, la llevamos impresa en la
retina, y no podemos recordar cuándo ni dónde la vimos la primera vez.
Hallárnosla
en todas partes, en casa, en la iglesia, en el campo, en los caminos; y se nos
ofrece bajo todos aspectos, figuras y formas. Es ya para nosotros cosa tan
cotidiana, que ninguna impresión especial nos produce.
Hoy
es cabalmente el día en que debemos fijar bien nuestra mirada en esta cotidiana
señal, para que conmueva profundamente nuestro espíritu y nuestro corazón.
Fijad vuestra atención en la cruz. ¿Puede haber cosa más llana y sencilla que
esas dos líneas que se cruzan, ese palo enhiesto con su travesaño en el centro?
Figura simplicísima, exacta, regular, y sin embargo es la imagen de la más
radical contrariedad y oposición; el símbolo más expresivo del dolor, de la
pena, de la muerte; árbol seco, sin hojas ni ramas; con sus dos brazos cortados
y escuetos: y así y todo es la cruz en su forma fuertemente trabada, la imagen
de aspiraciones vigorosas, de tesón firmísimo; la imagen de la fortaleza y de
la vida.
Como
imagen del dolor y de la muerte, como expresión de fuerza y de vida, escogió
Dios y señaló la cruz para que fuera el instrumento de la redención. Como señal
de muerte y señal de vida también, hállase predominando en la vida de Jesús, y
debe también presidir y gobernar los actos de nuestra vida. Esto querría demostraros
hoy; y así toda mi exhortación se encerrará en una sola palabra, en la palabra
«Cruz», de la cual dice el Apóstol que es como una necedad a los ojos de los
que se pierden; mas para los que se salvan, esto es, para nosotros, es la
virtud y poder de Dios. Ojalá por la gracia del Crucificado y por la mediación
de su Madre dolorosa, sea la cruz para todos nosotros verdadera virtud divina.
La
cruz, con sus duras y severas líneas y su figura triste y desapacible; la cruz,
como señal de martirio, dominó constantemente todos los actos de la vida del
Salvador, no sólo en los últimos años de su vida, sino en toda ella. Suelen
representarse en estampas y grabados algunas escenas de la vida de Jesús, en
que el divino Niño juega en el taller de su padre nutricio, haciendo, muy
significativamente, crucecitas de madera y mostrándolas a su Madre o al pequeño
Juan. Y aunque esto no pase de ser una piadosa ficción, es cierto que ya
entonces el Niño divino veía, en la cumbre del Calvario, con su divina
omnisciencia, la cruz que le esperaba. La persecución de Herodes, que
intentaba ya matarlo, la huida a Egipto, la vida en el destierro, la pobreza y
humillaciones en Nazaret, eran ya sombras que la cruz enviaba sobre los
primeros años del Salvador. Estas sombras iban haciéndose mayores cada día en
la vida pública y en sus ministerios, y oprimían su corazón. Mucho más de cerca
y con más rígidos contornos vió la cruz el Salvador delante de sí en el Huerto,
donde su inminente presencia le causó tal horror y espanto, que el corazón
lanzó con ímpetu vigoroso la sangre y la hizo salir por los poros con gran
violencia.
Al
día siguiente le presentan, pues, la cruz; aquella cruz que por tanto tiempo
había previsto y contemplado; y la toma y carga con su peso gravísimo, incomportable,
y la lleva camino del Calvario; y allá arriba se deja enclavar en el áspero
madero. Ya está unido a la cruz, con lazo indisoluble de espiritual desposorio,
mediante el martirio de una muerte tan cruel, que los mismos romanos, gente sin
entrañas ni sentimientos humanitarios, la consideran como el más atroz y horrendo
linaje de muerte. Y con serlo tanto, nunca se había ejecutado con mayor
crueldad y más lujo de tormentos, ni en cuerpo más delicado y sensible. Con
enormes clavos, de grosor y dureza proverbial, es clavado en el basto madero
el cuerpo de Jesús, lleno todo ya de heridas, abiertas por los azotes y por la
corona de espinas. Y entonces empieza un martirio que pasa más allá de lo que
se puede pensar e imaginar.
Las
heridas incontables, renovadas al arrancarle sus vestidos, y exacerbadas al
contacto del aire, encienden más la viveza del dolor, que se agrava por manera
intolerable. Cuatro nuevas y grandes heridas añádense a las otras; y en las
llagas, abiertas por los clavos en las manos y pies, debe apoyarse y gravitar
todo el peso del cuerpo, mientras el esquinado hierro de los clavos rasga y
atormenta sin cesar la carne viva de las llagas. Espantosa es e insufrible la
posición del cuerpo violentamente estirado y extendido en la cruz, donde el
menor movimiento le causa vivísimos dolores. Auméntanse las heridas y
atormentan todos los miembros del cuerpo sin un momento de alivio. A la
extremada tensión de los músculos destrozados y rasgados, acompaña una
calentura subidísima, que sumerge todo su cuerpo en un hervor de fuego que en
las heridas arde, y produce, con la pérdida de sangre, una sed abrasadora, que
le agota las fuerzas y le consume.
Y
con todo esto, por grande que sea el martirio del cuerpo, aun es mayor el
tormento del alma. Porque siendo él, como es, la misma inocencia, la misma
pureza y santidad, sufre todos estos dolores tan acerbos, y esta muerte
cruelísima, no suavizada y endulzada por el sentimiento de inocencia como
sufren tantos mártires y santos: él sufre no la muerte del inocente, sino la muerte
del criminal. «Al que no conoció pecado», dice el Apóstol, «le hizo por
nosotros pecado; para que fuésemos hechos nosotros justicia de Dios en él» — Eum qui non noverai peccatum, pro nobis
peccatum fecit, ut nos
efficeremur justitia Dei in ipso (2 Cor. 5, 21). Él es el gran pecador, cargado con
los pecados de todo el mundo. Por esto retírase de él la idea consoladora de
tener a Dios cabe sí, y le oímos lanzar aquel grito lastimero y angustioso:
«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?» — Deus meus, Deus meus,
ut quid
dereliquisti me? (Matth. 27, 46.)
¿No
dice San Juan Crisóstomo, con
razón, que la muerte de Jesús en la cruz fue más que muerte? Fue una muerte
donde se juntaron todos los dolores, penas y angustias de todos los que
murieron y morirán en el mundo. La cruz significa en realidad el resumen y
conjunto, el extremo y el colmo de todos los padecimientos y dolores de la
vida de Jesús. Es el símbolo adecuado de las más atormentadoras contrariedades
y repugnancias. Como los dos travesaños de la cruz se encuentran y contraponen,
y con opuesta dirección se cortan y cruzan mutuamente, así en los dolores y en
la muerte de Jesús se oponen y cruzan las mayores contradicciones y antítesis
más repugnantes entre sí: celestial inocencia y horrendo padecimiento;
inmortalidad divina y mortalidad humana; el pecado de los hombres y la gracia
de Dios; la más divina nobleza y el abatimiento más ignominioso; filiación
divina y desamparo de Dios.
Mas,
por haber sido estas cosas tan opuestas entre sí, enclavadas juntas en la cruz,
hanse trocado en bendición para todos los hombres, y con una extraña y
prodigiosa compensación, han quedado concertadas y allanadas entre sí: la culpa
borrada por la inocencia, el pecado vencido por la gracia, la ignominia trocada
en gloria, la debilidad en fortaleza, el sufrimiento abatido en resonante
triunfo, la muerte en vida.
En
ninguna parte obró el Salvador mayores hazañas como en la cruz, donde no podía
mover ni pies ni manos. Nunca hizo milagros tan estupendos como cuando,
suspendido en la cruz, era todo él una pura llaga. Durante su vida resucitó
algunos muertos, curó algunos enfermos, perdonó algunos pecadores, ganó algunos
discípulos, lanzó acá o allá los demonios de los cuerpos; pero al morir tan
dolorosamente en la cruz, venció a la muerte misma, borró el pecado, redimió el
dolor, triunfó del infierno, subyugó al mundo y atrajo a sí al humano linaje.
Entonces
tuvo principio su realeza, entonces comenzó a reinar sobre el mundo desde el leño
de la cruz, entonces empezó él a cumplir la profecía: «Si fuere yo levantado
sobre la tierra, todas las cosas traeré a mí mismo»—Et ego si exaltatus fuero a térra, omnia traham ad meipsum (Jo. 12,
32).
Esta
realeza se prolonga en el decurso de todos los siglos; esta fuerza de
atracción, que ha tenido siempre la cruz de Cristo, permanece hoy todavía en su
mismo vigor. La cruz se ha trocado en otra cosa enteramente distinta de lo que
fué: de patíbulo en trono, de palo de maldición en señal de bendición, de
instrumento de muerte en árbol de vida. Este árbol de la cruz seco, sin hojas y
muerto, sobrepuja y vence a todos los árboles de la tierra, en fuerza
germinativa, en pomposo follaje, en expansiva potencia, en abundancia de
frutos: ha echado raíces hondas en todas partes y por doquiera se reproduce y
da frutos de vida. Hay en la cruz, es verdad, mucho dolor, mucha aflicción,
mucha ignominia; pero también hay en ella mucha sublimidad y alteza, mucha
pujanza y fuerza triunfadora. Por esto, si parece necedad, es tan solamente
para los necios, para los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es,
para nosotros, es ella la virtud y el poder de Dios.
Y
sólo puede participar de la vida, virtud y potencia salvadora de la cruz de
Jesús el que toma parte también del dolor y del peso de esta cruz. ¿Cómo
habernos de participar de ella? En muchas maneras. Primera, llevando en el
corazón la cruz de Jesús con sentimientos de compasión. Segunda, cargando con
nuestra propia cruz. Tercera, enclavando en la cruz nuestros apetitos
desordenados.
Siempre
en la cristiandad se ha considerado como una obligación sagrada el compadecerse
de los padecimientos del Salvador, y nunca tal compasión falta en la vida de
los santos. Al calor de estos nobles sentimientos han nacido muchísimas
devociones, como son, el Vía Crucis, el culto de las Cinco Llagas, el de la
Preciosísima Sangre, la Corona Dolorosa....Esta compasión comenzó a tener vida
en el alma de la Madre del Salvador, al pie de la cruz; ella penetra de nuevo
con fuerza, todos los Viernes Santos, en el corazón de la Iglesia y le arranca
las tiernas lamentaciones que hoy hemos escuchado.
Compasión
piden las llagas abiertas del Salvador; compasión del que sufrió tan
horriblemente por nosotros; algunas lágrimas de compasión piden las gotas de
sangre que brotan de sus heridas; la mirada lánguida de sus quebrados ojos y su
boca sedienta, reclaman siquiera un poco de compasión. No podemos, no debemos
negársela, cristianos, pues no la pide a favor suyo, como si él tuviera
necesidad de esta compasión; nos la pide porque nosotros somos quien la
necesitamos. Por este sentimiento compasivo debe establecerse una corriente de
comunicación entre nuestra alma y los dolores de Jesús, para que pasen desde
sus llagas a nuestro corazón las penas amarguísimas del suyo, y ellas nos den
fuerza para vivir una vida cristiana y santa. Esta compasión nos vigoriza y
robustece el alma, la purifica, la preserva de pecado, le infunde santas
inspiraciones y la enardece para acometer y realizar grandes sacrificios y
grandes hazañas.
Pero
este compadecerse de Cristo, debe ser un padecer formalmente con Cristo; el
venerar la cruz ha de ser propiamente llevar la cruz, como lo demanda el mismo
Salvador, y es lo que a todos exige: «Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»—Si
quis vult post me venire, ab- neget semetipsum, et tollat crucem suam et
sequatur me (Matth. 16, 24). «El que no toma su cruz y me sigue, no es
digno de mí» — Qui non accipit crucem suam
et sequitur me, non est me dignus (Matth. 10, 36).
Ésta
es la magna ley de su reino, a la cual debe acomodarse todo, sin que se exima
de esta ley nadie absolutamente. Y el Príncipe de los apóstoles dice:
«Habiendo, pues, Cristo padecido en carne, armaos vosotros también de la misma
consideración» — Christo igitur passo in
carne, et vos eadem cogitatione arma mini (1 Petri 4, 1). Quiere decir: No
esperéis otra cosa que padecimientos, y estad apercibidos para sufrirlos como
él, con buena voluntad.
Recibid
todas las penas, grandes y pequeñas, toda inquietud, molestia y enfermedad de
toda la vida y de Cada día, creyendo que ellas forman la cruz que os ha
preparado el mismo Dios, y ha tenido cuidado de acomodarla a vuestras fuerzas.
No la sacudáis de vuestros hombros, no intentéis evadirla, porque será en
vano: por muy áspera y pesada que os parezca e incomportable, tomadla
generosamente, caminad con ella detrás del Salvador, ponedla en contacto con la
suya, unidos a él en espíritu de sacrificio y penitencia, pacientes y
resignados como él. Si hacéis esto, saldrá de la cruz de Cristo una corriente
maravillosa, como de fluido eléctrico, de gracia fortificante, que os hará
vuestra carga ligera.
Viene,
por fin, lo más arduo, que a la vez es precisamente lo más necesario. No basta
llevar cada uno la cruz, es preciso clavar la propia carne en la cruz, esto es,
el apetito desordenado que en nuestra carne vive y se arraiga, de quien habla
muchas veces el santo Apóstol, y con las más duras expresiones: «Los que son de
Cristo», dice, «crucificaron su propia carne con sus vicios y concupiscencias»—Quisunt Christi, carnem suam crucifixerunt
cmn vitiis et concupiscentiis (Gal. 5, 24). Y en otra parte recuerda que
nuestro hombre viejo debe ser crucificado juntamente con Cristo, para que
«...no sirva ya más al pecado»—Vetus homo
noster simul crucifixus est, ut ...ultra non servíannos peccato (Rom. 6,
6). Y de sí mismo dice que está «crucificado con Cristo»—Christo confixus sum cruci (Gal. 2,19)—, que «traía siempre la mortificación
de Jesús en su cuerpo»—semper
mortificationem Jesu in cor por e nostro circumferentes (2 Cor. 4, 10) —, y
que «el mundo está crucificado para él, y él para el mundo»— Mihi mundus crucifixus est et ego mundo (Gal. 6,14).
Muchos
cristianos oyen esto; pero no quieren tomarlo en serio: creen que son estas
palabras expresiones de oratoria exagerada, o prácticas propias tan sólo de
religiosos o sacerdotes, mas no para gente seglar. Y por no tomar de veras esta
crucifixión personal, no llegan a dominar en toda su vida los apetitos de la
carne y los instintos de la concupiscencia, quedando esclavos así de sus
perversas costumbres; y tales estragos causan en su vida sus pasiones y
codicias, que acaban por arruinar y perder definitivamente sus almas y sus
cuerpos.
No,
no son meras palabras la mortificación y la crucifixión de que nos habla el
Apóstol; son ciertamente una obligación rigurosa para todo cristiano. Cuando la
pasión desordenada se deja sentir y con representaciones malas y deseos
perversos enciende la carne y hace bullir la sangre, hay que reprimirla y
enclavarla en la cruz sin reparos ni tardanza. Pongamos la consideración en el
Salvador crucificado, que con su sangre y sus llagas paga la pena merecida por
los pecados carnales; y contemplándole a él, y por amor a su corazón amable,
sepamos refrenarnos, vencernos, mortificarnos, pereza, la flojedad, la
indiferencia, la desgana en la oración entorpecen nuestras fuerzas, debilitan
nuestra vida espiritual, ¡crucifiquemos estos defectos!
Contemplemos
al Salvador que en el trance de la muerte hizo tanto por nosotros. Por amor a
él y fortalecidos con su virtud, comencemos con nuevos fervores y bríos a
cumplir con nuestros deberes religiosos, a trabajar, obrar y reñir batallas por
la salvación de nuestra alma. Si en el corazón brotan encendidos el odio, la
ira, los deseos de venganza, arranquémoslos de allí y clavémoslos en la cruz,
mirando al Salvador pendiente de ella, y escuchemos sus palabras y súplicas de
perdón. ¡Padre! exclama, yo los perdono; ¡perdónalos también tú! Si los malos
hábitos de la intemperancia y de la lujuria quieren aprisionarnos con sus cadenas
ignominiosas y emponzoñar y acortar nuestra vida, corramos hacia la cruz y
roguemos al Crucificado, con todo el fervor de nuestra alma, nos conceda
copiosa gracia para dominar nuestras pasiones y mortificarlas, y, con la
práctica del bien obrar, salir victoriosos en todos los encuentros.
Así
debe ser podado, con implacable cuchillo, el árbol de nuestra vida, y expurgado
de todo brote silvestre, hasta que sea semejante al árbol de la cruz, y quede
injertado en él, y con él vaya creciendo. Entonces recibirá en sí la misma
savia vital de la cruz, y comenzará a fructificar vigorosamente, y producirá
flores fragantes de gozo y paz interior y preciosos frutos de buenas obras, de
santas costumbres y excelentes virtudes: flores y frutos que no perecen con la
muerte, antes llevan en sí germen fecundo de vida eterna y a la vida eterna
conducen. Amén.
(Sermones
de la Pasión, Ed. Herder, Friburgo, 1929).