domingo, 20 de marzo de 2016

EN JERUSALÉN



"Una voz vino del Cielo: Lo he glorificado y lo glorificaré todavía más
 (Juan, 12, 28).


I  LA ÚNICA PREOCUPACIÓN DE JESÚS


Nuestro Señor acaba de hacer en Jerusalén una entrada triunfal en medio de las aclamaciones en­tusiastas de la muchedumbre. Pero no se detiene en el pensamiento de su gloria personal, sino que dice a su Padre: “Padre, glorifica tu nombre…”

La glorificación del Padre, tal es la única pre­ocupación de Jesús. Más aún, Él debe pasar por el sufrimiento y la muerte antes de entrar en la gloria del Padre.

Una primera visión del cáliz se presenta a Él, como luego sucederá en Getsemaní. En su carne humana, Jesús tiembla. "Ahora mi alma se ha conturbado, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de es­ta hora?” Mas ¡no! sus padecimientos no lo de­tendrán. Antes, por el contrario, Él la quiere, esa Pasión que se aproxima: "Para eso he llegado a esta hora”, porque debe servir para hacer cono­cer a los hombres el infinito amor del Padre.

Oh Padre, líbrame de todo repliegue sobre mí mismo. No permitas que me detenga en mi su­frimiento personal. Una sola cosa debe importarme: ¡Tu gloria!


II  LA VOZ DEL PADRE


¿La gloria del Padre? Únicamente al Padre corresponde hacerla triunfar a la hora señalada por Él en sus eternos designios. "Yo lo he glori­ficado (ese nombre de Padre) y lo glorificaré todavía más”, responde la voz del Padre.

¡Qué poder y qué majestad en esas palabras que resuenan de repente como viniendo "del cielo”!

En la muchedumbre que oye la voz, hay quienes se imaginan haber oído un trueno. Otros se figuran que un Ángel les ha hablado. Todos es­tán dominados por una impresión de grandeza sobrehumana. Y sin embargo el cielo está en calma, y no hay, como en Getsemaní, la voz de un Ángel: es la voz misma del Padre.

Cuando los hombres se imaginan estar traman­do una conjuración, con la ilusión de ser los due­ños de las circunstancias, el alma experimenta la necesidad de sumirse en una profunda adora­ción ante esta Majestad del Padre, que afirma en la serenidad de los Cielos su derecho absoluto y su poder de conducir los acontecimientos del modo como los tiene fijados de antemano en su plan divino y de asegurar, cuando lo quiera, la glorificación de su nombre.

Oh Divino Padre, sin duda me he figurado ne­ciamente más de una vez que yo podía trabajar para tu gloria como yo lo haría por alguna per­sonalidad genial, conquistándole con mis esfuer­zos admiradores entusiastas. Ahora yo reconozco que sólo existe para mí un medio de ser el instrumento de tu gloria: entregarme a Ti, como Jesús y con Jesús, en un impulso generoso de mi alma hecha dócilmente filial, a fin de que no en­contrando ya obstáculo en mí, puedas Tú, a través de mí, revelar tus perfecciones infinitas y servirte de mi vida y de mi muerte para manifes­tar tu gloria por medio de tu Amor Misericor­dioso de Padre.



(Mons. Emile Guerry, “Hacia el Padre”, Ed. Desclée de Brouwer, Bs. As. 1947)