“Más fuerte es el niño que en la tempestad se agarra a
las rocas, que el hombre abandonado al vaivén de las olas”.
Dom Columba Marmion, “Jesucristo, ideal del monje”.
Hay
una imagen a la que suele recurrir Monseñor Fellay, tanto en sus conferencias
como en sus escritos, una imagen infortunada con la que intenta describir y
transmitir su optimismo con respecto a la Roma conciliar. Es la que sigue, en
sus propias palabras: “La situación de la
Iglesia se parece cada vez más a un mar agitado, en todos los sentidos. En él
vemos olas que pretenden cada vez más hacer zozobrar la barca de Pedro,
arrastrándola a abismos sin fin. Desde el Concilio Vaticano II parece que una
ola quiere llevarse consigo todo hacia el fondo, no dejando sino un montón de
ruinas y un desierto espiritual, al que los propios Papas han denominado una
apostasía (…) Volviendo a nuestra imagen, parece que desde hace algún tiempo,
más o menos desde la subida al pontificado del Papa Benedicto XVI, ha
aparecido una nueva ola, mucho más modesta que la primera, pero no
obstante bastante persistente como para que la podamos percibir y que,
contra todo pronóstico, parece ir contra el sentido de la primera. Los
indicios son suficientemente variados y numerosos como para poder afirmar que este
nuevo movimiento de reforma o de restauración es algo real” (Carta a
los amigos y benefactores Nº 76, 1 de mayo de 2010).
Sigue
luego el Superior General con su ejemplo: “Aunque
en nuestros medios se estime, con razón, que estos esfuerzos son aún
insuficientes para frenar la decadencia y la crisis de la Iglesia,
particularmente al ver cierto número de actos que se sitúan en la triste línea
de su predecesor, como las visitas a la sinagoga y al templo protestante, con
todo, en los medios progresistas ha sonado la hora de zafarrancho de combate.
La gran ola se enfrenta con la pequeña con una violencia sorprendente. No es de
extrañar que el encuentro de ambas olas, tan desiguales, cause tantos remolinos
y tumultos, y provoque una situación muy confusa, en la que es muy
difícil distinguir y predecir cuál de las dos olas va a prevalecer. No
obstante, se trata de algo nuevo, y merece ser saludado” (Idem).
En
otra ocasión, también recurría a esta metáfora: “Tengo una imagen para describir esta situación: es como el encuentro de
dos olas. Una es la del Concilio, cuya consecuencia es la decadencia de la
Iglesia, una destrucción de la Iglesia, de la cual no se puede esperar una
resurrección humanamente hablando, porque hay tanto mal que ha sido hecho y que
continúa, como por ejemplo la disminución de las vocaciones, de los sacerdotes,
de las órdenes religiosas (…) Y claro que hay obispos que van a hacer todo lo
que puedan para impedir la otra ola que ya se acerca, y que se nota
especialmente en la juventud. También en los seminarios modernos (…) Y en
situación vemos que poco a poco hay un progreso y esta nueva ola que
empieza, que es un inicio, no espectacular, pequeña pero real y que se ve en
todo el mundo. Esto es impresionante. Y ahora podemos decir que
asistimos al encuentro de esta ola que sale, que cae, con otra que quiere
subir, lo que significa muchas tribulaciones y confusión” (Sermón
pronunciado en Madrid, 15 de noviembre de 2009).
Estas
mismas palabras, poco más, poco menos, serían escuchadas también en una
conferencia en Buenos Aires, como parte de un repertorio ya conocido para
convencer a los oyentes de esperanzarse, o por lo menos mirar con simpatías el
pontificado actual. A pesar de cositas menores, claro, como las visitas a las
sinagogas o el templo protestante.
Pero
veamos. ¿Por qué Monseñor Fellay usa e insiste en usar repetidamente esta
imagen? Pues porque es la más perfecta e inconsciente imagen de su propio pensamiento,
ambiguo, confuso y contradictorio, contaminado por el lenguaje liberal de los
modernistas “nuevaoleros”*.
El
mar es el símbolo de lo móvil e indeterminado, de las fuerzas caóticas del
mundo de donde ha de surgir el Leviatán. “El
mar es la imagen de este siglo cuyas olas se levantan en el constante alboroto
de las hostilidades y en el cual nada el demonio bajo el nombre de Leviatán,
devorando una multitud de almas” (Honorio de Autún, De paschali die, PL
172, 937; cit. por G. Gueydan de Roussel, “Las
potencias marítimas, el Leviatán y el estado moderno”). Las aguas simbolizan
lo informe, pero también las virtualidades posibles ya que el mar es
ambivalente y de la sumersión en las aguas por el bautismo viene la muerte pero
también la regeneración. Claro que esto es obra de Dios. Los hombres no pueden
sino luchar contra el mar sin capacidad de manipulación. Y Dios se sirve de las
aguas para que lo estable se beneficie (por ejemplo con el agua de la lluvia).
Es
en el mar del mundo donde los Apóstoles hacen su pesca de hombres, pero es por sobre
él que deben mantenerse en la barca. Moisés y los israelitas cruzaron el mar
rojo cuando sus aguas fueron abiertas, sobre el suelo firme, aguas que luego
devoraron a los egipcios. Los Apóstoles soportaron la furia del mar hasta que
Nuestro Señor lo calmó. San Pablo vivió peligros y naufragio en el mar. Escribió
San Gregorio Magno que “el lenguaje del
mar es la ciencia de las doctrinas del siglo, que el Señor ha destruido por su
Encarnación” (Cfr. “El misterio de la francmasonería – Valor simbólico de
los elementos”, G. Gueydan de Roussel). Y afirma Gueydan de Roussel que “el movimiento generado por el mar se ha
transmitido a toda la vida moderna bajo el nombre de progresismo. Los
progresistas reprochan a sus adversarios de ser “fósiles”, “petrificados”, “cristalizados”,
es decir, escapados a la liquefacción” (Idem ant.).
En
definitiva, el mar donde las olas de lo inconstante, de lo mudable, se mueven
sin intervención de los hombres -quienes sólo pueden limitarse a servirse de él
sin dominarlo-, ese mar inspirador de la filosofía de los siglos XVII y XVIII, no
puede volverse contra sí y dejar de ser lo que es, sino ir al choque contra la
tierra firme que al fin lo refrene. Una ola contra otra ola, en el ejemplo dado
por Mons. Fellay, no pueden producir sino, como dice, la confusión, y no la
ansiada paz y la restauración del orden. Entonces, no puede proponerse vencer
la agitación de la herejía modernista con otra agitación que Mons. Fellay ni
siquiera es capaz de identificar, ni en sus características ni en sus orígenes.
No se funda en lo sólido para vencer lo mudable e indeterminado. No se basa
Mons. Fellay en lo que no cambia (la Fe) sino en lo que cambia, una ola, es
decir, un movimiento, ¿movido por quién? Supuestamente por el Papa, el que es
movido por los errores del Concilio Vaticano II.
Que ese día no nos halle
inmersos en la confusión de las olas, por no habernos aferrado como un niño a
las rocas.
*
Curas “nuevaoleros” llamaba por ejemplo el Padre Castellani, a los curas
modernistas de la década del ’60, imbuidos de las novedades del Vaticano II y
de una retórica marxista indisimulada. El término “Nueva Ola” se utilizó para
identificar varias cosas. En la Argentina y otros países sudamericanos,
señalaba a una serie de músicos populares que habían adoptado ritmos y aspectos o "looks" estereotipados importados de USA e Inglaterra, con la consiguiente degradación
de las propias raíces en algún momento invocadas. Posteriormente en los años
’80, se le llamó “New Wave” a una serie de músicos rockeros ingleses que
fusionaron el punk con el pop y obtuvieron una gran difusión internacional. En
el cine, por su lado, la famosa “Nueva Ola” o Nouvelle Vague” francesa supuso
una renovación en los años ’50 que más bien anticipó los años ’60 con su afán
de rebeldía y desdén por lo anterior. En lo religioso, si tenemos en cuenta que
Benedicto XVI es la misma persona que el Cardenal Ratzinger, antiguo modernista
empeñado en seguir el derrotero del sesentista Vaticano II, podemos decir
entonces que lo que Monseñor Fellay señala como “una nueva ola” es algo verdaderamente
viejo y ya pasado de moda, si a cuestiones temporales apuntamos. Nada nuevo –nuevo
como es el Nuevo Testamento, nuevo y perenne, que no novedoso- viene de Roma y
sus curas o Papas “nuevaoleros”.