Publicamos la carta
de Monseñor Agustín Di Noia enviada a los sacerdotes de la FSSPX, la cual, llegó a manos
de estos, mediante la Casa General. Y efectivamente, nos confirman que esta carta
fue enviada a los sacerdotes la semana pasada, por lo tanto ya no es un “rumor”. Por el momento, desconocemos si
ha sido enviada con una nota explicativa de parte de las autoridades de la
FSSPX.
Podemos ver que en
la carta hay una reprimenda, tanto para las autoridades de la FSSPX como para
los sacerdotes, dirigida con una astuta inteligencia e intentando abordar el
tema desde el plano espiritual, omitiendo cualquier discusión teológica.
Tomamos la traducción
realizada por Non Possumus del
original en inglés que se puede aquí.
Adviento 2012
Su Excelencia y estimados hermanos Sacerdotes de la FSSPX:
Nuestra reciente declaración (28
de octubre de 2012) afirmó de manera pública y autorizada que las relaciones de
la Santa Sede con la Fraternidad Sacerdotal San Pio X permanecían abiertas y
plenas de esperanza. Hasta ahora, aparte de sus pronunciamientos oficiales, la
Santa Sede, por varias razones, se ha abstenido de corregir ciertas
afirmaciones inexactas acerca de su conducta y su competencia en estas interacciones.
Sin embargo se acerca el tiempo en que, en interés de la verdad, la Santa Sede
estará obligada a abordar algunas de estas inexactitudes. Particularmente
dolorosos son las declaraciones que impugnan el oficio y la persona del Santo
Padre y esto, en cierto punto, pediría una respuesta.
Recientes aseveraciones de
personas que ocupan posiciones significativas de autoridad en la Fraternidad no
pueden sino causar preocupación acerca de posibilidad efectiva de una
reconciliación. Pensamos en particular en las entrevistas dadas por el Superior
del Distrito de Alemania, antiguo Superior General de la Fraternidad (18 de
septiembre de 2012) y por el Primer Asistente de la Fraternidad (16 de octubre
de 2012), y un sermón reciente del Superior General (1° de Noviembre de 2012).
El tono y el contenido de estas intervenciones han ocasionado cierta
perplejidad acerca de la seriedad e incluso, de la posibilidad efectiva de una
conversación directa entre nosotros. Mientras la Santa Sede pacientemente
espera una respuesta oficial de la Fraternidad, algunos de sus superiores
emplean, en sus comunicaciones no-oficiales, un lenguaje que ante todo el mundo
parece rechazar las disposiciones necesarias para la reconciliación y la regularización
canónica de la Fraternidad con la Iglesia Católica, asumiendo que están todavía
bajo estudio.
Lo que es más, revisando la
historia de nuestras relaciones desde 1970, nos lleva a darnos cuenta de que
los términos de nuestro desacuerdo concernientes al Vaticano II, permanecen, en
efecto, sin cambio. Con autoridad magisterial, la Santa Sede ha mantenido
consistentemente que los documentos del Concilio deben ser interpretados a la
luz de la Tradición y del Magisterio y no vice-versa, mientras que la Fraternidad
ha insistido de que ciertas enseñanzas del Concilio son erróneas y por lo tanto
no son susceptibles de interpretación de acuerdo con la Tradición y el
Magisterio. A través de los años, este punto muerto ha permanecido más o menos
en su lugar. Los tres años de diálogos doctrinales que acaban de concluir, si
bien permitieron un fructuoso intercambio de puntos de vista sobre temas
específicos, no alteraron de manera fundamental esta situación.
En estas circunstancias, mientras
que la esperanza sigue fuerte, está claro que algo nuevo debe ser inyectado en
nuestras conversaciones si no queremos aparecer ante la Iglesia, ante el
público en general y ante nosotros mismos, como comprometidos en un intercambio
cortés pero sin final y sin fruto. Algunas nuevas consideraciones de naturaleza
más espiritual y teológica son necesarias, consideraciones que trascienden los
desacuerdos importantes pero aparentemente insuperable sobre la autoridad e
interpretación del Concilio Vaticano II que ahora nos divide, consideraciones
que se enfocan más en nuestro deber de preservar y apreciar la divinamente
querida unidad y paz en la Iglesia.
Parece oportuno que yo deba
introducir estas nuevas consideraciones bajo la forma de una carta personal de
Adviento dirigida tanto a ustedes como a los miembros de la Fraternidad.
Lo que está en juego es nada menos que la unidad de la Iglesia.
La preservación de la Unidad en la Iglesia
La preservación de la Unidad en la Iglesia
En este contexto, las palabras de San Pablo vienen a la mente: “Os exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos”. (Efesios 4, 1-6)
Con estas palabras, el Apóstol
Pablo nos amonesta a mantener la unidad de la Iglesia, la unidad que es dada
por el Espíritu y la cual nos une al único Dios “que está sobre todos, actúa
por todos y está en todos” (Efesios, 4, 6). La verdadera unidad es un don del
Espíritu, no es algo de nuestra propia creación.
Sin embargo, a través de nuestras
acciones y decisiones nosotros somos capaces de cooperar en la unidad del
Espíritu, o de actuar en contra de las inspiraciones del Espíritu. Por lo tanto,
San Pablo nos exhorta a “vivir de manera digna de la vocación con que han sido
llamados” (Efesios 4:1) para vivir preservando este precioso don de la unidad.
Para perseverar en la unidad de
la Iglesia, Santo Tomás de Aquino dice que, de acuerdo con San Pablo, “cuatro
virtudes deben ser cultivadas, y los cuatro vicios opuestos deben ser evitados”
(Comentario a la Epístola a los Efesios, §191). ¿Qué se interpone en el camino
de la unidad? Orgullo, ira, impaciencia y celo excesivo. De acuerdo a Santo
Tomás de Aquino, “el primer vicio que San Pablo rechaza es el orgullo. Cuando
una persona arrogante decide mandar a otros mientras que los otros individuos
orgullosos no quieren someterse, el desacuerdo surge en la sociedad y
desaparece la paz… La ira es el segundo vicio. Una persona iracunda está
inclinada a infringir injuria, sea verbal o física, de la cual nacen los
disturbios. El tercero es la impaciencia. Ocasionalmente, alguien que es
humilde y suave, que se abstiene de causar problemas, sin embargo no aguantará
pacientemente el intento o el verdadero mal hecho en su contra… Un celo
excesivo es el cuarto vicio. El celo excesivo para todo, el hombre hará juicio
a cualquier cosa que vea, no esperando el tiempo y el lugar apropiados, y la
confusión surge en la sociedad (ibíd.)
¿Cómo se vencen estos vicios? San
Pablo dice: “con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a
otros por amor” (Efesios 4:2).
De acuerdo a Santo Tomás, la
humildad se adquiere: reconociendo la bondad en otros y reconociendo nuestras
propias fuerzas y debilidades, nos ayuda a evitar enfrentamientos en nuestras
interacciones con otros. La afabilidad “ablanda argumentos y preserva la paz”
(Comentario a la Epístola a los Efesios, §191). Esto nos ayuda a evitar
excesiva muestra de cólera dándonos serenidad para hacer lo que somos llamados
a hacer en un espíritu de ecuanimidad y paz. La paciencia nos permite
sobrellevar el sufrimiento cuando es necesario en aras del bien que buscamos,
especialmente en el caso de un bien difícil o arduo o cuando las circunstancias
externas militan en contra de lograr la meta. La Caridad expulsa el celo
excesivo permitiendo soportándonos uno a otro en la caridad, “tolerando
mutuamente los defectos de otros en la caridad” (ibíd.). Santo Tomás aconseja: “Cuando
alguien cae, no debe ser corregido inmediatamente –a menos que sea el tiempo y
el lugar para hacerlo. Con misericordia esto debe esperar ya que la caridad
soporta todo (1 Corp. 13:7). No que estas cosas sean toleradas con negligencia
o consentimiento, ni por familiaridad o amistad carnal, sino con caridad…
Ahora, los que somos más fuertes debemos soportar las enfermedades de los
débiles” (Rom. 15:1) (ibídem).
El consejo prudente de Santo
Tomás puede ayudarnos si nosotros podemos permitirnos ser formados por su
sabiduría. En los últimos 40 años, ¿ha habido a veces falta de humildad,
mansedumbre, paciencia y caridad en nuestras relaciones mutuas?
Consideren las palabras que el
Papa Benedicto escribió a sus hermanos obispos para explicarles el por qué promulgó
el Motu Proprio Summorum Pontificum: “Mirando al pasado, a las divisiones que a
lo largo de los siglos han desgarrado el Cuerpo de Cristo, se tiene
continuamente la impresión de que en momentos críticos en los que la división
estaba naciendo, no se ha hecho lo suficiente por parte de los responsables de
la Iglesia para conservar o conquistar la reconciliación y la unidad; se tiene
la impresión de que las omisiones de la Iglesia han tenido su parte de culpa en
el hecho de que estas divisiones hayan podido consolidarse. Esta mirada al
pasado nos impone hoy una obligación: hacer todos los esfuerzos para que a
todos aquellos que tienen verdaderamente el deseo de la unidad se les haga
posible permanecer en esta unidad o reencontrarla de nuevo” (Carta del 7 de
julio de 2007).
¿Cómo pueden las virtudes de
humildad, mansedumbre, paciencia y caridad dar forma a nuestros
pensamientos y acciones? Primero, tratando de reconocer la bondad que existe en
otros con quienes estamos en desacuerdo, incluso en cuestiones aparentemente
fundamentales, estamos en condiciones de abordar las cuestiones controvertidas
con un espíritu de apertura y buena fe. Segundo, practicando la verdadera
mansedumbre mantendremos un espíritu de serenidad, evitando la introducción de
un tono divisivo o declaraciones imprudentes que ofenden más que promueven la
paz y entendimiento mutuo. Tercero, por la verdadera paciencia reconoceremos
que en nuestro esfuerzo por el bien arduo que buscamos, debemos estar
dispuestos, si es necesario, para aceptar el sufrimiento mientras esperamos.
Por último, aun cuando todavía sentimos la necesidad de corregir a nuestros
hermanos, debe ser con la caridad, en el momento y lugar apropiados.
En la vida de la Iglesia, todas
estas virtudes tienen por objeto preservar “la unidad del Espíritu mediante el
vínculo de la paz” (Efesios, 4:3). Si nuestras relaciones están marcadas por el
orgullo, ira, impaciencia y celo excesivo, nuestro desmedido esfuerzo no
llevará más que a la amargura. Si, por el otro lado, por la gracia de Dios
crecemos en la verdadera humildad, mansedumbre, paciencia y caridad, nuestra unidad
en el Espíritu será mantenida y creceremos profundamente en nuestro amor a Dios
y al prójimo, cumpliendo completamente la ley de Dios para nosotros.
Ponemos tal énfasis en la unidad
de la Iglesia porque refleja y está constituida por la comunión de la Santísima
Trinidad. Como leemos en un sermón de San Agustín: “Ambos, el Padre y el Hijo
quieren que tengamos comunión tanto con ellos como entre nosotros; por este don,
que ambos poseen como uno, ellos quieren que nos reunamos y que nos hagamos
uno, por el Espíritu Santo quien es Dios y el don de Dios” (Sermón 71.18).
La Unidad de la Iglesia no es
algo que nosotros alcancemos con nuestro propio poder, sino que es un don de la
divina gracia. Es en reconocimiento de este don que Agustín dice: “Pero aquél
que es enemigo de la unidad, no tiene participación en el amor de Dios. Por lo
tanto, aquellos que están fuera de la Iglesia no tienen al Espíritu Santo”
(Epístola 185 §50). Estas palabras son escalofriantes: aquel que es enemigo de
la unidad se convierte en enemigo de Dios, porque rechaza el regalo que Dios
nos ha dado. “¿Qué prueba hay de que amamos la hermandad?” Pregunta San
Agustín. “Que no rompemos su unidad porque nosotros mantenemos la caridad”
(Homilías de la Primera Carta de San Juan, 2.3). Escuchen lo que San Agustín
dice de los que dividen la Iglesia: “Ustedes no tienen caridad porque, en aras
de su honor, causan divisiones a la unidad. Entiendan con esto, entonces, que
el Espíritu es de Dios… Ustedes se están separando de la unidad del mundo,
ustedes están dividiendo a la Iglesia con cismas, ustedes están destrozando el
Cuerpo de Cristo. El se hizo carne para reconciliarlo, ustedes claman por
dispersarlo” (ibídem 6.13). ¿Cómo podemos evitar ser enemigos de Dios? “Que
cada uno pregunte a su corazón. Si una persona ama a su hermano, el Espíritu de
Dios permanece en él. Que mire, que se pruebe a sí mismo ante los ojos de Dios.
Que vea si hay en él el amor a la paz y la unidad, el amor a la Iglesia
extendida por toda la tierra” (ibíd. 6.10)
¿Y acerca de aquéllos con quienes
la comunión es difícil? Escuchen a San Agustín: “Ama a tus enemigos de tal modo
que desees que sean tus hermanos; ama a tus enemigos de tal modo que ellos sean
llevados a tu comunidad” (ibídem 1.9). Para Agustín, esta forma auténtica
de amor puede venir solamente como un don de Dios: “Pidan a Dios el amarse unos
a otros. Deben amar a todos, incluso a sus enemigos, no porque sean sus
hermanos sino para que se conviertan en sus hermanos, entonces ustedes siempre
deben estar inflamados de amor fraternal, ya sea hacia su hermano o hacia su
enemigo, para que al amarlo se convierta en su hermano” (ibídem 10.7).
El ejemplo de amar a nuestros
enemigos para que se conviertan en nuestros amigos viene del mismo
Cristo: “Amémonos porque El nos amó primero (4:19). ¿Pero cómo podríamos
amarnos si El no nos hubiera amado primero? Por su amor nos convertimos en sus
amigos, pero él nos amó como enemigos para que nos hiciéramos sus amigos. El
nos amó primero y nos otorgó los medios de amarlo” (ibídem 9.9).
Para San Agustín, entonces, la
unidad de la Iglesia emana de la comunión de la Santísima Trinidad y debe
mantenerse si queremos permanecer en comunión con el mismo Dios. Por la gracia
de Dios, debemos preservar esta unidad con gran determinación, incluso si
involucra sufrimiento y resistir pacientemente: “Resistamos al mundo,
resistamos las tribulaciones, resistamos los escándalos de las pruebas. No nos
salgamos del camino. Aferrémonos a la unidad de la Iglesia, aferrémonos a
Cristo, aferrémonos a la caridad. No seamos arrancados de los miembros de su
esposa, no seamos arrancados de la fe, para que nos gloriemos en su presencia y
permanezcamos seguros en El, ahora por la fe y luego por la vista, la promesa
que tenemos como don del Espíritu Santo” (ibídem 9.11).
El lugar de la Fraternidad Sacerdotal en la Iglesia
Entonces, ¿qué es lo que se le pide a la Fraternidad en la presente situación? No abandonar el celo de su fundador, Monseñor Lefebvre. ¡Lejos de eso! Más bien se les pide renovar la flama de su celo ardiente para formar sacerdotes de Jesucristo. Sin duda, ha llegado el momento de abandonar la retórica dura y contraproducente que ha surgido en los últimos años.
Ese carisma original confiado a
Monseñor Lefebvre debe recuperarse, el carisma de la formación de los
sacerdotes en la plenitud de la tradición católica en aras de realizar un
apostolado con los fieles que fluya de esta formación sacerdotal. Este fue el
carisma que la Iglesia discernió cuando la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X
fue aprobada por primera vez en 1970. Recordamos el juicio favorable del
Cardenal Gagnon de su seminario en Ecône en 1987.
El auténtico carisma de la
Fraternidad es la formación de sacerdotes para el servicio del pueblo de Dios,
no la usurpación del cargo de juzgar y corregir la teología o la disciplina de
otros dentro de la Iglesia. Su atención debe centrarse en la profunda formación
filosófica, teológica, pastoral, espiritual y humana de sus candidatos para que
puedan predicar la palabra de Cristo y actuar como instrumentos de la gracia de
Dios en el mundo, especialmente a través de la celebración solemne del Santo
Sacrificio de la Misa.
Ciertamente debe ponerse atención
a los pasajes del Magisterio que parecen difíciles de reconciliar con la
enseñanza magisterial, pero estas cuestiones teológicas no deben ser el centro
de su predicación o de su formación.
Con respecto a la competencia
para corregir, consideraríamos el ejemplo de San Pio X y sus intervenciones en
la cuestión de la música sacra. En 1903, San Pio X promulgó el famoso Motu
Proprio Tra le sollecitudini, promoviendo en la Iglesia una reforma de la
música eclesial. Este documento, sin embargo, fue en el sentido de la culminación
de dos iniciativas anteriores del entonces Giuseppe Sarto: un votum de música
sacra escrito por solicitud de la Congregación de Ritos Sagrados en 1893, y una
carta pastoral sobre la reforma de la música sacra para la Iglesia de Venecia,
publicada en 1895.
Estos tres documentos contenían
esencialmente el mismo mensaje, sin embargo la primera fue una sugerencia de la
Curia Romana, la siguiente fue una instrucción para los fieles bajo su
jurisdicción como Patriarca de Venecia, y la tercera fue una orden para la
Iglesia Universal. Como el Papa, San Pío X tenía la autoridad para abordar los
abusos en la música eclesiástica en todo el mundo, mientras que como obispo
sólo podía intervenir en su diócesis. San Pío X pudo abordar los problemas de
la iglesia a nivel universal en sus prescripciones disciplinarias y
doctrinales, precisamente a causa de su autoridad universal.
Incluso si estamos convencidos de
que nuestra perspectiva en una cuestión particular disputada es la verdadera,
no podemos usurpar el oficio del pontífice universal presumiendo públicamente
el corregir a otros dentro de la Iglesia. Podemos proponer y tratar de ejercer
influencia, pero no debes ser irrespetuosos o actuar en contra de las
autoridades legítimas locales. Debemos respetar las instancias propias de los
diferentes tipos de cuestiones: es la fe la que debe ser predicada desde
nuestros púlpitos, no la última interpretación de lo que vemos como problemático
en un documento magisterial.
Ha sido un error tomar cada punto
difícil de la interpretación teológica del Vaticano II como una cuestión de
controversia pública, tratando de de influir en aquellos que no son
teológicamente sofisticados a adoptar el propio punto de vista acerca de
sutiles cuestiones teológicas.
La instrucción Donum Veritatis
sobre la Vocación Eclesial del Teólogo (Congregación para la Doctrina de la Fe
1990) establece que el teólogo “puede plantear cuestiones relativas a la
oportunidad, la forma, o incluso el contenido de las intervenciones
magisteriales” (§ 24) aunque “la voluntad de someterse lealmente a la enseñanza
del Magisterio en materia per se no irreformable debe ser la regla”. Pero el
teólogo no debe “presentar sus propias opiniones o hipótesis divergentes como
si fueran conclusiones no discutibles. Respeto a la verdad tanto como al pueblo
de Dios requiere esta discreción (cf. Rom. 14:1-15, 1 Cor. 8, 10:23-33). Por
las mismas razones, el teólogo se abstendrán de dar expresión pública prematura
a ellos” (§ 27).
Si, después de una intensa
reflexión sobre por parte de un teólogo, las dificultades persisten, él “tiene
el deber de dar a conocer a las autoridades magisteriales los problemas
suscitados por la enseñanza en sí misma, con los argumentos propuestos para
justificarla, o incluso en la manera en la cual es presentada. Debe hacerlo con
espíritu evangélico y con un profundo deseo de resolver las dificultades. Sus
objeciones podrían entonces contribuir al progreso real y proveer un estímulo
al Magisterio para que proponga la enseñanza de la Iglesia en mayor profundidad
y con una presentación más clara de los argumentos. En casos como estos, el
teólogo debe evitar dirigirse a los medios masivos de comunicación, sino que
debe recurrir a la autoridad responsable, ya que no es ejerciendo presión por
la opinión pública que se contribuye a la aclaración de cuestiones doctrinales
y se rinde servicio a la verdad” (§30).
Esta parte de la tarea de un
teólogo, actuando con un espíritu leal, animada por el amor a la Iglesia, a
veces puede ser una prueba difícil. “Puede ser un llamado a sufrir por la
verdad, en el silencio y la oración, pero con la certeza de que es realmente la
verdad que está en juego, prevalecerá ésta en última instancia” (§ 31).
Sin embargo, el compromiso
crítico con los actos del Magisterio nunca debe convertirse en una especie de “magisterio
paralelo” de los teólogos (cf. § 34), ya que debe ser sometida al juicio del
Sumo Pontífice, que tiene “el deber de salvaguardar la unidad de la Iglesia con
la preocupación de ofrecer ayuda a todos a fin de responder adecuadamente a
esta vocación y gracia divina” (carta apostólica Ecclesiae Unitatem, § 1).
Así, podemos ver que para
aquellos en la Iglesia que tienen el mandato canónico o la misión de enseñar,
hay espacio para un compromiso verdaderamente teológico y no polémico con el
Magisterio. Intelectualmente hablando, sin embargo, no podemos estar
satisfechos sólo con la generación y el mantenimiento de la controversia.
Difíciles problemas teológicos sólo pueden tratarse adecuadamente a través de
la analogía de la fe, es decir, la síntesis de todo lo que el Señor nos ha
revelado. Tenemos que ver cada doctrina y dogma de fe como apoyo las demás, y
aprender a entender las conexiones internas entre cada elemento de nuestra fe.
Para involucrarse en el estudio
de la teología, hay que tener una formación cultural adecuada, bíblica y
filosófica. Pienso, por ejemplo en un pasaje del Código de Derecho Canónico de
1917 que está impreso en la introducción a la edición 1947 de Benziger
edición en Inglés de la Summa Theologiae: “Los Religiosos que ya han estudiado
las humanidades deberían dedicarse durante dos años por lo menos a la
filosofía, y cuatro años de teología, siguiendo las enseñanzas de Santo Tomás
de acuerdo con las instrucciones de la Santa Sede” (CIC 1917, lata 589). Consideren
la sabiduría incorporada en esta directiva: la teología ha de ser emprendida
sólo por aquellos que han sido adecuadamente formados tanto en las humanidades
como en la filosofía. Recientemente, la Congregación para la Educación Católica
ha requerido que el estudio de la filosofía continúe por tres años durante la
formación sacerdotal. Sin esta amplitud de aprendizaje, nuestra búsqueda
teológica no tendrá el suelo rico de la cultura en la que la fe se arraigó y
que es indispensable para la plena comprensión tanto de los conceptos
filosóficos como de los conceptos que subyacen en las formulaciones doctrinales
de la Iglesia.
Si nos centramos sólo en las más
difíciles y controversiales preguntas -que, por supuesto, necesitan recibir una
atención cuidadosa- nosotros con el tiempo perderíamos el sentido de la
analogía de la fe y empezaríamos a ver la teología principalmente como una
especie de dialéctica intelectual de competencia de afirmaciones, más que como
un compromiso sapiencial con el Dios vivo, que se ha revelado a nosotros en
Jesucristo y que inspira nuestro estudio, nuestra predicación, nuestra atención
pastoral a través del Espíritu Santo.
Conclusión
Conclusión
El Papa Benedicto XVI, en su magnánimo ejercicio de la munus Petrinum, se esfuerza por superar las tensiones que han existido entre la Iglesia y su Fraternidad. ¿Lograría una reconciliación eclesial plena poner fin de inmediato a la sensación de sospecha y malos sentimientos que hemos experimentado? Tal vez no sea tan fácil.
Pero lo que estamos buscando no
es una obra humana: estamos buscando la reconciliación y la curación por la
gracia de Dios bajo la guía amorosa del Espíritu Santo. Recordemos los efectos
de la gracia articuladas por Santo Tomás: sanar el alma, desear lo bueno,
llevar a efecto el bien propuesto, perseverar en el bien, y por último,
alcanzar la gloria (cf. Summa Theologiae 1a.2ae, 111, 3).
Nuestras almas necesitan primero
ser sanadas, para ser limpiadas de la amargura y el resentimiento que viene de
treinta años de desconfianza y angustia en ambas partes. Tenemos que orar para
que el Señor nos sane de cualquier imperfección que se haya producido
precisamente por las dificultades, sobre todo el deseo de una autonomía que
está, de hecho, fuera de las formas tradicionales de gobierno de la Iglesia. El
Señor nos da la gracia de desear ciertos bienes, en este caso el bien de la
unidad y comunión eclesial plena. Este es un deseo que muchos de nosotros
compartimos humanamente hablando, pero lo que necesitamos del Señor es para él
dejar que este deseo inunde nuestras almas, para que podamos desear con el mismo
deseo de Cristo ut unum sint.
Sólo entonces la gracia de Dios
nos permite llevar a efecto el bien propuesto. Es Él quien nos impulsa a buscar
la reconciliación y la lleva hasta su cumplimiento.
Este es un momento de gracia
tremenda: abracémosla con todo nuestro corazón y mente. Mientras nos preparamos
para la venida del Salvador del mundo durante este tiempo de Adviento del Año
de la fe, vamos a orar y esperar confiadamente: ¿no podemos también anticipar
la ansiada reconciliación de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X con la Sede
de Pedro?
El único futuro imaginable para
la Fraternidad Sacerdotal se encuentra en el camino de la plena comunión con la
Santa Sede, con la aceptación de una incondicional profesión de fe en su
plenitud, y por lo tanto con una bien ordenada vida eclesial, sacramental y
pastoral.
Habiendo recibido del Sucesor de
Pedro, este cargo de ser un instrumento en la reconciliación de la Fraternidad
Sacerdotal, me atrevo a hacer mías las palabras del apóstol Pablo instándonos a
“vivir de una manera digna del llamamiento que han recibido, con toda humildad
y mansedumbre, con paciencia, soportándoos unos a otros por medio del amor,
esforzándose por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la
paz”.
Sinceramente suyo en Cristo,
+ J.
Augustine Di Noia, O.P.