martes, 22 de enero de 2013

CARTA COMPLETA DE MONSEÑOR AGUSTÍN DI NOIA A LOS SACERDOTES DE LA FSSPX EN ESPAÑOL




Publicamos la carta de Monseñor Agustín Di Noia enviada a los sacerdotes de la FSSPX, la cual, llegó a manos de estos, mediante la Casa General. Y efectivamente, nos confirman que esta carta fue enviada a los sacerdotes la semana pasada, por lo tanto ya no es un “rumor”. Por el momento, desconocemos si ha sido enviada con una nota explicativa de parte de las autoridades de la FSSPX.

Podemos ver que en la carta hay una reprimenda, tanto para las autoridades de la FSSPX como para los sacerdotes, dirigida con una astuta inteligencia e intentando abordar el tema desde el plano espiritual, omitiendo cualquier discusión teológica.

Tomamos la traducción realizada por Non Possumus del original en inglés que se puede aquí.



Adviento 2012

Su Excelencia y estimados hermanos Sacerdotes de la FSSPX:

Nuestra reciente declaración (28 de octubre de 2012) afirmó de manera pública y autorizada que las relaciones de la Santa Sede con la Fraternidad Sacerdotal San Pio X permanecían abiertas y plenas de esperanza. Hasta ahora, aparte de sus pronunciamientos oficiales, la Santa Sede, por varias razones, se ha abstenido de corregir ciertas afirmaciones inexactas acerca de su conducta y su competencia en estas interacciones. Sin embargo se acerca el tiempo en que, en interés de la verdad, la Santa Sede estará obligada a abordar algunas de estas inexactitudes. Particularmente dolorosos son las declaraciones que impugnan el oficio y la persona del Santo Padre y esto, en cierto punto, pediría una respuesta.
Recientes aseveraciones de personas que ocupan posiciones significativas de autoridad en la Fraternidad no pueden sino causar preocupación acerca de posibilidad efectiva de una reconciliación. Pensamos en particular en las entrevistas dadas por el Superior del Distrito de Alemania, antiguo Superior General de la Fraternidad (18 de septiembre de 2012) y por el Primer Asistente de la Fraternidad (16 de octubre de 2012), y un sermón reciente del Superior General (1° de Noviembre de 2012). El tono y el contenido de estas intervenciones han ocasionado cierta perplejidad acerca de la seriedad e incluso, de la posibilidad efectiva de una conversación directa entre nosotros. Mientras la Santa Sede pacientemente espera una respuesta oficial de la Fraternidad, algunos de sus superiores emplean, en sus comunicaciones no-oficiales, un lenguaje que ante todo el mundo parece rechazar las disposiciones necesarias para la reconciliación y la regularización canónica de la Fraternidad con la Iglesia Católica, asumiendo que están todavía bajo estudio.
Lo que es más, revisando la historia de nuestras relaciones desde 1970, nos lleva a darnos cuenta de que los términos de nuestro desacuerdo concernientes al Vaticano II, permanecen, en efecto, sin cambio. Con autoridad magisterial, la Santa Sede ha mantenido consistentemente que los documentos del Concilio deben ser interpretados a la luz de la Tradición y del Magisterio y no vice-versa, mientras que la Fraternidad ha insistido de que ciertas enseñanzas del Concilio son erróneas y por lo tanto no son susceptibles de interpretación de acuerdo con la Tradición y el Magisterio. A través de los años, este punto muerto ha permanecido más o menos en su lugar. Los tres años de diálogos doctrinales que acaban de concluir, si bien permitieron un fructuoso intercambio de puntos de vista sobre temas específicos, no alteraron de manera fundamental esta situación.
En estas circunstancias, mientras que la esperanza sigue fuerte, está claro que algo nuevo debe ser inyectado en nuestras conversaciones si no queremos aparecer ante la Iglesia, ante el público en general y ante nosotros mismos, como comprometidos en un intercambio cortés pero sin final y sin fruto. Algunas nuevas consideraciones de naturaleza más espiritual y teológica son necesarias, consideraciones que trascienden los desacuerdos importantes pero aparentemente insuperable sobre la autoridad e interpretación del Concilio Vaticano II que ahora nos divide, consideraciones que se enfocan más en nuestro deber de preservar y apreciar la divinamente querida unidad y paz en la Iglesia.
Parece oportuno que yo deba introducir estas nuevas consideraciones bajo la forma de una carta personal de Adviento dirigida  tanto a ustedes como a los miembros de la Fraternidad. Lo que está en juego es nada menos que la unidad de la Iglesia. 

La preservación de la Unidad en la Iglesia

En este contexto, las palabras de San Pablo vienen a la mente: “Os exhorto, pues, yo, prisionero por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor,  poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo,  un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos”. (Efesios 4, 1-6)
Con estas palabras, el Apóstol Pablo nos amonesta a mantener la unidad de la Iglesia, la unidad que es dada por el Espíritu y la cual nos une al único Dios “que está sobre todos, actúa por todos y está en todos” (Efesios, 4, 6). La verdadera unidad es un don del Espíritu, no es algo de nuestra propia creación.
Sin embargo, a través de nuestras acciones y decisiones nosotros somos capaces de cooperar en la unidad del Espíritu, o de actuar en contra de las inspiraciones del Espíritu. Por lo tanto, San Pablo nos exhorta a “vivir de manera digna de la vocación con que han sido llamados” (Efesios 4:1) para vivir preservando este precioso don de la unidad.
Para perseverar en la unidad de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino dice que, de acuerdo con San Pablo, “cuatro virtudes deben ser cultivadas, y los cuatro vicios opuestos deben ser evitados” (Comentario a la Epístola a los Efesios, §191). ¿Qué se interpone en el camino de la unidad? Orgullo, ira, impaciencia y celo excesivo. De acuerdo a Santo Tomás de Aquino, “el primer vicio que San Pablo rechaza es el orgullo. Cuando una persona arrogante decide mandar a otros mientras que los otros individuos orgullosos no quieren someterse, el desacuerdo surge en la sociedad y desaparece la paz… La ira es el segundo vicio. Una persona iracunda está inclinada a infringir injuria, sea verbal o física, de la cual nacen los disturbios. El tercero es la impaciencia. Ocasionalmente, alguien que es humilde y suave, que se abstiene de causar problemas, sin embargo no aguantará pacientemente el intento o el verdadero mal hecho en su contra… Un celo excesivo es el cuarto vicio. El celo excesivo para todo, el hombre hará juicio a cualquier cosa que vea, no esperando el tiempo y el lugar apropiados, y la confusión surge en la sociedad (ibíd.)
¿Cómo se vencen estos vicios? San Pablo dice: “con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor” (Efesios 4:2).
De acuerdo a Santo Tomás, la humildad se adquiere: reconociendo la bondad en otros y reconociendo nuestras propias fuerzas y debilidades, nos ayuda a evitar enfrentamientos en nuestras interacciones con otros. La afabilidad “ablanda argumentos y preserva la paz” (Comentario a la Epístola a los Efesios, §191). Esto nos ayuda a evitar excesiva muestra de cólera dándonos serenidad para hacer lo que somos llamados a hacer en un espíritu de ecuanimidad y paz. La paciencia nos permite sobrellevar el sufrimiento cuando es necesario en aras del bien que buscamos, especialmente en el caso de un bien difícil o arduo o cuando las circunstancias externas militan en contra de lograr la meta. La Caridad expulsa el celo excesivo permitiendo soportándonos uno a otro en la caridad, “tolerando mutuamente los defectos de otros en la caridad” (ibíd.). Santo Tomás aconseja: “Cuando alguien cae, no debe ser corregido inmediatamente –a menos que sea el tiempo y el lugar para hacerlo. Con misericordia esto debe esperar ya que la caridad soporta todo (1 Corp. 13:7). No que estas cosas sean toleradas con negligencia o consentimiento, ni por familiaridad o amistad carnal, sino con caridad… Ahora, los que somos más fuertes debemos soportar las enfermedades de los débiles” (Rom. 15:1) (ibídem).
El consejo prudente de Santo Tomás puede ayudarnos si nosotros podemos permitirnos ser formados por su sabiduría. En los últimos 40 años, ¿ha habido a veces falta de humildad, mansedumbre, paciencia y caridad en nuestras relaciones mutuas?
Consideren las palabras que el Papa Benedicto escribió a sus hermanos obispos para explicarles el por qué promulgó el Motu Proprio Summorum Pontificum: “Mirando al pasado, a las divisiones que a lo largo de los siglos han desgarrado el Cuerpo de Cristo, se tiene continuamente la impresión de que en momentos críticos en los que la división estaba naciendo, no se ha hecho lo suficiente por parte de los responsables de la Iglesia para conservar o conquistar la reconciliación y la unidad; se tiene la impresión de que las omisiones de la Iglesia han tenido su parte de culpa en el hecho de que estas divisiones hayan podido consolidarse. Esta mirada al pasado nos impone hoy una obligación: hacer todos los esfuerzos para que a todos aquellos que tienen verdaderamente el deseo de la unidad se les haga posible permanecer en esta unidad o reencontrarla de nuevo” (Carta del 7 de julio de 2007).
¿Cómo pueden las virtudes de humildad, mansedumbre, paciencia y caridad  dar forma a nuestros pensamientos y acciones? Primero, tratando de reconocer la bondad que existe en otros con quienes estamos en desacuerdo, incluso en cuestiones aparentemente fundamentales, estamos en condiciones de abordar las cuestiones controvertidas con un espíritu de apertura y buena fe. Segundo, practicando la verdadera mansedumbre mantendremos un espíritu de serenidad, evitando la introducción de un tono divisivo o declaraciones imprudentes que ofenden más que promueven la paz y entendimiento mutuo. Tercero, por la verdadera paciencia reconoceremos que en nuestro esfuerzo por el bien arduo que buscamos, debemos estar dispuestos, si es necesario, para aceptar el sufrimiento mientras esperamos. Por último, aun cuando todavía sentimos la necesidad de corregir a nuestros hermanos, debe ser con la caridad, en el momento y lugar apropiados.
En la vida de la Iglesia, todas estas virtudes tienen por objeto preservar “la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz” (Efesios, 4:3). Si nuestras relaciones están marcadas por el orgullo, ira, impaciencia y celo excesivo, nuestro desmedido esfuerzo no llevará más que a la amargura. Si, por el otro lado, por la gracia de Dios crecemos en la verdadera humildad, mansedumbre, paciencia y caridad, nuestra unidad en el Espíritu será mantenida y creceremos profundamente en nuestro amor a Dios y al prójimo, cumpliendo completamente la ley de Dios para nosotros.
Ponemos tal énfasis en la unidad de la Iglesia porque refleja y está constituida por la comunión de la Santísima Trinidad. Como leemos en un sermón de San Agustín: “Ambos, el Padre y el Hijo quieren que tengamos comunión tanto con ellos como entre nosotros; por este don, que ambos poseen como uno, ellos quieren que nos reunamos y que nos hagamos uno, por el Espíritu Santo quien es Dios y el don de Dios” (Sermón 71.18).
La Unidad de la Iglesia no es algo que nosotros alcancemos con nuestro propio poder, sino que es un don de la divina gracia. Es en reconocimiento de este don que Agustín dice: “Pero aquél que es enemigo de la unidad, no tiene participación en el amor de Dios. Por lo tanto, aquellos que están fuera de la Iglesia no tienen al Espíritu Santo” (Epístola 185 §50). Estas palabras son escalofriantes: aquel que es enemigo de la unidad se convierte en enemigo de Dios, porque rechaza el regalo que Dios nos ha dado. “¿Qué prueba hay de que amamos la hermandad?” Pregunta San Agustín. “Que no rompemos su unidad porque nosotros mantenemos la caridad” (Homilías de la Primera Carta de San Juan, 2.3). Escuchen lo que San Agustín dice de los que dividen la Iglesia: “Ustedes no tienen caridad porque, en aras de su honor, causan divisiones a la unidad. Entiendan con esto, entonces, que el Espíritu es de Dios… Ustedes se están separando de la unidad del mundo, ustedes están dividiendo a la Iglesia con cismas, ustedes están destrozando el Cuerpo de Cristo. El se hizo carne para reconciliarlo, ustedes claman por dispersarlo” (ibídem 6.13). ¿Cómo podemos evitar ser enemigos de Dios? “Que cada uno pregunte a su corazón. Si una persona ama a su hermano, el Espíritu de Dios permanece en él. Que mire, que se pruebe a sí mismo ante los ojos de Dios. Que vea si hay en él el amor a la paz y la unidad, el amor a la Iglesia extendida por toda la tierra” (ibíd. 6.10)
¿Y acerca de aquéllos con quienes la comunión es difícil? Escuchen a San Agustín: “Ama a tus enemigos de tal modo que desees que sean tus hermanos; ama a tus enemigos de tal modo que ellos sean llevados a tu comunidad” (ibídem 1.9). Para  Agustín, esta forma auténtica de amor puede venir solamente como un don de Dios: “Pidan a Dios el amarse unos a otros. Deben amar a todos, incluso a sus enemigos, no porque sean sus hermanos sino para que se conviertan en sus hermanos, entonces ustedes siempre deben estar inflamados de amor fraternal, ya sea hacia su hermano o hacia su enemigo, para que al amarlo se convierta en su hermano” (ibídem 10.7).
El ejemplo de amar a nuestros enemigos para que se conviertan en nuestros amigos viene  del mismo Cristo: “Amémonos porque El nos amó primero (4:19). ¿Pero cómo podríamos amarnos si El no nos hubiera amado primero? Por su amor nos convertimos en sus amigos, pero él nos amó como enemigos para que nos hiciéramos sus amigos. El nos amó primero y nos otorgó los medios de amarlo” (ibídem 9.9).
Para San Agustín, entonces, la unidad de la Iglesia emana de la comunión de la Santísima Trinidad y debe mantenerse si queremos permanecer en comunión con el mismo Dios. Por la gracia de Dios, debemos preservar esta unidad con gran determinación, incluso si involucra sufrimiento y resistir pacientemente: “Resistamos al mundo, resistamos las tribulaciones, resistamos los escándalos de las pruebas. No nos salgamos del camino. Aferrémonos a la unidad de la Iglesia, aferrémonos a Cristo, aferrémonos a la caridad. No seamos arrancados de los miembros de su esposa, no seamos arrancados de la fe, para que nos gloriemos en su presencia y permanezcamos seguros en El, ahora por la fe y luego por la vista, la promesa que tenemos como don del Espíritu Santo” (ibídem 9.11).

El lugar de la Fraternidad Sacerdotal en la Iglesia

Entonces, ¿qué es lo que se le pide a la Fraternidad en la presente situación? No abandonar el celo de su fundador, Monseñor Lefebvre. ¡Lejos de eso! Más bien se les pide renovar la flama de su celo ardiente para formar sacerdotes de Jesucristo. Sin duda, ha llegado el momento de abandonar la retórica dura y contraproducente que ha surgido en los últimos años.
Ese carisma original confiado a Monseñor Lefebvre debe recuperarse, el carisma de la formación de los sacerdotes en la plenitud de la tradición católica en aras de realizar un apostolado con los fieles que fluya de esta formación sacerdotal. Este fue el carisma que la Iglesia discernió cuando la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X fue aprobada por primera vez en 1970. Recordamos el juicio favorable del Cardenal Gagnon de su seminario en Ecône en 1987.
El auténtico carisma de la Fraternidad es la formación de sacerdotes para el servicio del pueblo de Dios, no la usurpación del cargo de juzgar y corregir la teología o la disciplina de otros dentro de la Iglesia. Su atención debe centrarse en la profunda formación filosófica, teológica, pastoral, espiritual y humana de sus candidatos para que puedan predicar la palabra de Cristo y actuar como instrumentos de la gracia de Dios en el mundo, especialmente a través de la celebración solemne del Santo Sacrificio de la Misa.
Ciertamente debe ponerse atención a los pasajes del Magisterio que parecen difíciles de reconciliar con la enseñanza magisterial, pero estas cuestiones teológicas no deben ser el centro de su predicación o de su formación.
Con respecto a la competencia para corregir, consideraríamos el ejemplo de San Pio X y sus intervenciones en la cuestión de la música sacra. En 1903, San Pio X promulgó el famoso Motu Proprio Tra le sollecitudini, promoviendo en la Iglesia una reforma de la música eclesial. Este documento, sin embargo, fue en el sentido de la culminación de dos iniciativas anteriores del entonces Giuseppe Sarto: un votum de música sacra escrito por solicitud de la Congregación de Ritos Sagrados en 1893, y una carta pastoral sobre la reforma de la música sacra para la Iglesia de Venecia, publicada en 1895.

Estos tres documentos contenían esencialmente el mismo mensaje, sin embargo la primera fue una sugerencia de la Curia Romana, la siguiente fue una instrucción para los fieles bajo su jurisdicción como Patriarca de Venecia, y la tercera fue una orden para la Iglesia Universal. Como el Papa, San Pío X tenía la autoridad para abordar los abusos en la música eclesiástica en todo el mundo, mientras que como obispo sólo podía intervenir en su diócesis. San Pío X pudo abordar los problemas de la iglesia a nivel universal en sus prescripciones disciplinarias y doctrinales, precisamente a causa de su autoridad universal.

Incluso si estamos convencidos de que nuestra perspectiva en una cuestión particular disputada es la verdadera, no podemos usurpar el oficio del pontífice universal presumiendo públicamente el corregir a otros dentro de la Iglesia. Podemos proponer y tratar de ejercer influencia, pero no debes ser irrespetuosos o actuar en contra de las autoridades legítimas locales. Debemos respetar las instancias propias de los diferentes tipos de cuestiones: es la fe la que debe ser predicada desde nuestros púlpitos, no la última interpretación de lo que vemos como problemático en un documento magisterial.
Ha sido un error tomar cada punto difícil de la interpretación teológica del Vaticano II como una cuestión de controversia pública, tratando de de influir en aquellos que no son teológicamente sofisticados a adoptar el propio punto de vista acerca de sutiles cuestiones teológicas.
La instrucción Donum Veritatis sobre la Vocación Eclesial del Teólogo (Congregación para la Doctrina de la Fe 1990) establece que el teólogo “puede plantear cuestiones relativas a la oportunidad, la forma, o incluso el contenido de las intervenciones magisteriales” (§ 24) aunque “la voluntad de someterse lealmente a la enseñanza del Magisterio en materia per se no irreformable debe ser la regla”. Pero el teólogo no debe “presentar sus propias opiniones o hipótesis divergentes como si fueran conclusiones no discutibles. Respeto a la verdad tanto como al pueblo de Dios requiere esta discreción (cf. Rom. 14:1-15, 1 Cor. 8, 10:23-33). Por las mismas razones, el teólogo se abstendrán de dar expresión pública prematura a ellos” (§ 27).
Si, después de una intensa reflexión sobre por parte de un teólogo, las dificultades persisten, él “tiene el deber de dar a conocer a las autoridades magisteriales los problemas suscitados por la enseñanza en sí misma, con los argumentos propuestos para justificarla, o incluso en la manera en la cual es presentada. Debe hacerlo con espíritu evangélico y con un profundo deseo de resolver las dificultades. Sus objeciones podrían entonces contribuir al progreso real y proveer un estímulo al Magisterio para que proponga la enseñanza de la Iglesia en mayor profundidad y con una presentación más clara de los argumentos. En casos como estos, el teólogo debe evitar dirigirse a los medios masivos de comunicación, sino que debe recurrir a la autoridad responsable, ya que no es ejerciendo presión por la opinión pública que se contribuye a la aclaración de cuestiones doctrinales y se rinde servicio a la verdad” (§30).
Esta parte de la tarea de un teólogo, actuando con un espíritu leal, animada por el amor a la Iglesia, a veces puede ser una prueba difícil. “Puede ser un llamado a sufrir por la verdad, en el silencio y la oración, pero con la certeza de que es realmente la verdad que está en juego, prevalecerá  ésta en última instancia” (§ 31).
Sin embargo, el compromiso crítico con los actos del Magisterio nunca debe convertirse en una especie de “magisterio paralelo” de los teólogos (cf. § 34), ya que debe ser sometida al juicio del Sumo Pontífice, que tiene “el deber de salvaguardar la unidad de la Iglesia con la preocupación de ofrecer ayuda a todos a fin de responder adecuadamente a esta vocación y gracia divina” (carta apostólica Ecclesiae Unitatem, § 1).
Así, podemos ver que para aquellos en la Iglesia que tienen el mandato canónico o la misión de enseñar, hay espacio para un compromiso verdaderamente teológico y no polémico con el Magisterio. Intelectualmente hablando, sin embargo, no podemos estar satisfechos sólo con la generación y el mantenimiento de la controversia. Difíciles problemas teológicos sólo pueden tratarse adecuadamente a través de la analogía de la fe, es decir, la síntesis de todo lo que el Señor nos ha revelado. Tenemos que ver cada doctrina y dogma de fe como apoyo las demás, y aprender a entender las conexiones internas entre cada elemento de nuestra fe.
Para involucrarse en el estudio de la teología, hay que tener una formación cultural adecuada, bíblica y filosófica. Pienso, por ejemplo en un pasaje del Código de Derecho Canónico de 1917 que  está impreso en la introducción a la edición 1947 de Benziger edición en Inglés de la Summa Theologiae: “Los Religiosos que ya han estudiado las humanidades deberían dedicarse durante dos años por lo menos a la filosofía, y cuatro años de teología, siguiendo las enseñanzas de Santo Tomás de acuerdo con las instrucciones de la Santa Sede” (CIC 1917, lata 589). Consideren la sabiduría incorporada en esta directiva: la teología ha de ser emprendida sólo por aquellos que han sido adecuadamente formados tanto en las humanidades como en la filosofía. Recientemente, la Congregación para la Educación Católica ha requerido que el estudio de la filosofía continúe por tres años durante la formación sacerdotal. Sin esta amplitud de aprendizaje, nuestra búsqueda teológica no tendrá el suelo rico de la cultura en la que la fe se arraigó y que es indispensable para la plena comprensión tanto de los conceptos filosóficos como de los conceptos que subyacen en las formulaciones doctrinales de la Iglesia.
Si nos centramos sólo en las más difíciles y controversiales preguntas -que, por supuesto, necesitan recibir una atención cuidadosa- nosotros con el tiempo perderíamos el sentido de la analogía de la fe y empezaríamos a ver la teología principalmente como una especie de dialéctica intelectual de competencia de afirmaciones, más que como un compromiso sapiencial con el Dios vivo, que se ha revelado a nosotros en Jesucristo y que inspira nuestro estudio, nuestra predicación, nuestra atención pastoral a través del Espíritu Santo.

Conclusión

El Papa Benedicto XVI, en su magnánimo ejercicio de la munus Petrinum, se esfuerza por superar las tensiones que han existido entre la Iglesia y su Fraternidad. ¿Lograría una reconciliación eclesial plena poner fin de inmediato a la sensación de sospecha y malos sentimientos que hemos experimentado? Tal vez no sea tan fácil.
Pero lo que estamos buscando no es una obra humana: estamos buscando la reconciliación y la curación por la gracia de Dios bajo la guía amorosa del Espíritu Santo. Recordemos los efectos de la gracia articuladas por Santo Tomás: sanar el alma, desear lo bueno, llevar a efecto el bien propuesto, perseverar en el bien, y por último, alcanzar la gloria (cf. Summa Theologiae 1a.2ae, 111, 3).
Nuestras almas necesitan primero ser sanadas, para ser limpiadas de la amargura y el resentimiento que viene de treinta años de desconfianza y angustia en ambas partes. Tenemos que orar para que el Señor nos sane de cualquier imperfección que se haya producido precisamente por las dificultades, sobre todo el deseo de una autonomía que está, de hecho, fuera de las formas tradicionales de gobierno de la Iglesia. El Señor nos da la gracia de desear ciertos bienes, en este caso el bien de la unidad y comunión eclesial plena. Este es un deseo que muchos de nosotros compartimos humanamente hablando, pero lo que necesitamos del Señor es para él dejar que este deseo inunde nuestras almas, para que podamos desear con el mismo deseo de Cristo ut unum sint.
Sólo entonces la gracia de Dios nos permite llevar a efecto el bien propuesto. Es Él quien nos impulsa a buscar la reconciliación y la lleva hasta su cumplimiento.
Este es un momento de gracia tremenda: abracémosla con todo nuestro corazón y mente. Mientras nos preparamos para la venida del Salvador del mundo durante este tiempo de Adviento del Año de la fe, vamos a orar y esperar confiadamente: ¿no podemos también anticipar la ansiada reconciliación de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X con la Sede de Pedro?

El único futuro imaginable para la Fraternidad Sacerdotal se encuentra en el camino de la plena comunión con la Santa Sede, con la aceptación de una incondicional profesión de fe en su plenitud, y por lo tanto con una bien ordenada vida eclesial, sacramental y pastoral.
Habiendo recibido del Sucesor de Pedro, este cargo de ser un instrumento en la reconciliación de la Fraternidad Sacerdotal, me atrevo a hacer mías las palabras del apóstol Pablo instándonos a “vivir de una manera digna del llamamiento que han recibido, con toda humildad y mansedumbre, con paciencia, soportándoos unos a otros por medio del amor, esforzándose por mantener la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz”.

Sinceramente suyo en Cristo,
 + J. Augustine Di Noia, O.P.