SAN
JOSÉ
Esposo de la Santísima
Virgen María
Patrono de la Iglesia Universal
Patrono de los trabajadores
Patrono de los trabajadores
San José es el hombre del silencio; es la oscuridad, es la noche. Pero
también la noche tiene su belleza, una belleza solemne, que recoge nuestro
espíritu y le aquieta y le levanta y le mece en el reposo y abre para él los
horizontes infinitos del trasmundo. Esto mismo nos acontece con esta figura
sagrada de la hagiografía evangélica, con este hombre admirable envuelto en la
densidad de las sombras. De otros hombres que el mundo llama grandes, la
Historia ha recogido el recuerdo, los hechos, las palabras, el retrato, los
triunfos y los fracasos. De San José sólo se nos dice esta frase: «Era un
hombre justo.» El elogio es espléndido; pero aun así, el elogio continúa en la
sombra. Para el mundo, su vida es una verdadera noche; oscura, ciertamente,
pero a la vez profunda, majestuosa e impresionante. Su grandeza nos conmueve,
nos cautiva, nos abruma, y llega un momento en que esta figura se nos presenta
con una gracia, con un encanto, que no tienen las grandes figuras históricas.
La primera aparición, la fisonomía grave, dulce y tranquila del principio,
empieza a revelarnos tesoros de luz; vérnosla rodeada de una aureola divina, de
una influencia celeste, y un mundo nuevo aparece a nuestras miradas. Este
hombre del silencio es un hombre aparte, aun en medio de los bienaventurados.
Él solo forma un mundo en el inmenso sistema de mundos que forma la sociedad de
los elegidos. Si alguna cosa puede darnos una idea de su alma, sería el océano,
donde no se ven las riberas, o firmamento, que no las tiene.
A pesar de todo, la oscuridad fue el destino de su vida, una oscuridad
fecunda en tesoros de humildad, de abnegación, de sacrificio; es decir, en
tesoros de generosidad, de amor y de santidad. Era de estirpe real, descendía
del más famoso, del más popular de los héroes de Israel, y, sin embargo, nadie
sabe de él; vive lejos de la tierra que es la cuna de sus mayores, en una
ciudad pequeña y tan desacreditada, que se decía con burla: «¿De Nazaret puede
salir alguna cosa buena?» Y allí no es más que un pobre carpintero; un
carpintero demasiado honrado, para no tener algún prestigio entre sus
convecinos; demasiado inofensivo, caritativo y servicial, para no tener algunos
amigos. Siempre trabajando mucho para ganar poco, para vivir, no en la miseria,
pero sí en la estrechez. No regatea con los que vienen a encargarle una mesa,
una silla, una ventana; no amenaza ni persigue a los deudores, siempre
remolones; no es un hombre hábil para los negocios de la tierra. Todo lo
contrario, confía demasiado en la probidad, en la buena fe de los demás, y
muchas veces es víctima de la malicia y del engaño. Con tal de ganar lo
suficiente para que Jesús y María no sufran, está contento. No es posible
imaginarle escondiendo los siclos y las dracmas debajo de un ladrillo, aunque,
como buen padre de familia, sabe pensar en el día de mañana. Por lo demás, no
es nada en aquella villa de Nazaret, que era tan poca cosa. Ni tiene autoridad entre
el vecindario, ni se distingue por sus conocimientos; a lo más, como es bueno y
discreto, las gentes vienen a pedirle un consejo ó una palabra de apoyo en sus
tristezas. Pero esta oscuridad, si es que piensa en ella, es su mayor alegría,
una fuente de goce para su espíritu, el reposo de su alma, enamorada del
silencio.
Para un corazón puro y magnánimo como el de José, no debía de ser muy
difícil olvidar una ascendencia real. Mayor gloria era la que Dios le había
dado al hacerle el esposo de la Virgen María. Esto era más que ser un rey, más
que ser un profeta, más que ser un arcángel. Bien sabía José que María era la
criatura más perfecta de Dios, la obra maestra en que había reunido todas las
maravillas dispersas en la creación, el santuario del Dios vivo entre los
hombres, el océano límpido y tranquilo de donde sale el río destinado a inundar
de alegría a toda la ciudad de Dios; el horizonte luminoso en que el cielo y la
tierra se juntan, se abrazan, se penetran; la hija de las complacencias del Padre,
el paraíso del Espíritu Santo, la Madre virgen del Verbo hecho carne. Y José es
el esposo de María, esposo virgen como ella, el más puro que hubo jamás; pero
esposo verdadero, con derecho a un amor sin igual, a una santa e inefable
ternura, a una intimidad que ningún otro ser podía reclamar y que era para él
una gloria celeste, una felicidad soberana.
Pero esta misma dignidad es un nuevo motivo de ocultamiento; una grandeza que acentúa más y más las sombras que eran la condición de su destino terrestre, esposo de María, unido providencialmente a una estrella más brillante que él, reconoce humildemente su inferioridad, cumple suavemente, dócilmente, con un espíritu de adoración y de respeto, su misión de asistir, de guardar, de proteger a la más amante de las Esposas; comprende que debe ser el velo discreto, abnegado, desinteresado de un Esposo divino e invisible. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti—había dicho el ángel a María—, y la virtud del Altísimo te envolverá con su sombra.»
Allí estaba José para cubrir aquella venida del Espíritu y su operación
maravillosa, para ocultar el misterio a los ojos profanos, para salvar el honor
inviolable de María; allí estaba José, lleno de humildad, de abnegación, de
reserva y de fidelidad. María era el lirio cuyo perfume iba a respirar el mundo
entero. Que ese lirio sea admirado, amado, bendecido, enaltecido, aunque nadie
se acuerde del suelo en que crece ni de la atmósfera que respira. Así pensaba
José, así cumplía el ministerio sublime que Dios le había confiado.
Pero aún hay en él una gloria más alta, que corresponde a una humildad
más profunda. Además de esposo de María, José es el padre legal de Jesús,
verdadero Hijo de Dios y verdadero Hijo de aquella mujer que es su esposa. Es,
por tanto, el sacramento del Padre, su imagen, su sombra, su vicario. El Verbo
eterno, el Hijo consustancial del Padre, está sujeto a su voz. Es, por decirlo
así, dios del mismo Dios, dios creado, visible y doméstico. Ni un instante
puede olvidar el carpintero quién es aquel Niño a quien él educa, vigila,
manda, sostiene, ayuda y alimenta. Su fe en la divinidad de Jesús es plena,
perfecta, iluminada, imperturbable; vive en una certidumbre que es para él una
evidencia, y, no obstante, se ve obligado a cumplir la voluntad divina que le
ha encomendado aquella legación incomprensible para con el que es su Señor y su
Creador. Obedece, pero su alma está abrumada, confundida, muda de espanto. Es
el abismo del renunciamiento y de la humildad, formado para recibir el océano
infinito de la paternidad divina; hasta tal punto, que José ya no tiene vida
propia, ni voluntad propia; habla y obra en el nombre del Padre, como el Padre
y por el Padre; es una sombra, la sombra del Padre, la aparición del Padre
increado y eterno. Su vida ha desaparecido, se ha perdido en el Padre. Con lo
más alto de su ser habita aquella luz inaccesible en que el Padre tiene su
morada. De nadie como de él se ha podido decir que su vida está escondida en
Dios. Por eso se le ha podido llamar el más oculto de los santos, aquel cuya santidad
es la más profunda y la más difícil de distinguir, porque vive entre las nubes
y las sombras que rodean la fuente increada de la divinidad.
Más de una vez, cuando aserraba sus maderas, cuando María, viéndole
cansado, le presentaba un vaso de agua para confortarle, cuando veía al Niño
Jesús trabajando a sus órdenes, considerando, meditando acerca de esta
situación inaudita, debió José sentirse movido a salir por las calles para
revelar su secreto a los hombres. Pero tuvo la fortaleza de callar, y su secreto
se marchó con él al sepulcro. Todavía, muchos años más tarde, viendo la
sabiduría del profeta de Nazaret, se preguntaba la gente: «¿Acaso no es Éste el
hijo del carpintero?» Pero los siglos, exploradores de la palabra divina, han
ahondado en el sagrado silencio donde habita el venerable patriarca, han sacado
a luz las cosas encubiertas, han revelado la grandeza maravillosa de San José.
Como ante el misterio, los hombres han quedado sobrecogidos al contemplar la
figura a la vez dulce y majestuosa de aquel que fué digno de custodiar los más
ricos tesoros de los cielos y de la tierra, que fue llamado padre de Jesús y
esposo de María, que tuvo la dicha inefable de vivir en un taller adonde se
había trasladado toda la gloria del paraíso; que, feliz entre todos los
hombres, murió en brazos de la Madre de Dios y Dios mismo cerró sus ojos.
Jamás hombre alguno podrá penetrar todas las grandezas del santo
Patriarca. Se necesitaría una inteligencia capaz de abarcar toda la extensión
del misterio con el cual tiene una íntima relación como instrumento necesario.
No sin motivo quiso Dios anunciarle y figurarle en uno de los personajes más
amables y más augustos del Antiguo Testamento. San Bernardo ha expresado con su
elocuencia acostumbrada este maravilloso paralelismo: «El primer José, vendido
por sus hermanos, tipo en esto del Redentor, fué conducido a Egipto; el
segundo, huyendo de la perfidia de Herodes, se refugió con el Redentor en la
tierra de los faraones. El primer José, guardando la fe a su señor, conservó la
inocencia frente a las solicitaciones de la esposa infiel; el segundo, modelo
también de castidad, fué el amparo de su Señora, la Madre de su Señor, y el
testigo de su virginidad. Al primero le fue dada la inteligencia de los
secretos revelados en los sueños; el segundo recibió la confidencia de los más
altos misterios celestiales. El primero conservó las cosechas de trigo, no para
sí, sino para todo el pueblo; el segundo recibió bajo su custodia el Pan y Vino
descendidos del Cielo, para sí mismo y para todo el mundo.
Fray Justo Pérez de Urbel,
O.S.B. “Año Cristiano”.