"Tempus faciendi domine, dissipaverunt legem tuam: Ya es
tiempo de hacer lo que haz prometido. Violada está tu divina ley; abandonado tu
evangelio; torrentes de iniquidad inundan toda la tierra y arrastran a tus
mismos siervos. Desolada está la tierra, la impiedad se asienta en los tronos
[la democracia liberal], tu santuario es profanado, la abominación está en el
lugar santo. ¿Dejarás todo abandonado así, Señor justo, Dios de las venganzas?
¿Todo llegará a ser como Sodoma y Gomorra? ¿Te callarás siempre? ¿Seguirás
soportándolo todo?". Son palabras proféticas de san Luis María Grignón de
Montfort, palabras que describen la terrible época inaugurada con el último
concilio. Y en este espantoso panorama de devastación general, sólo un ciego
puede negar o poner en duda la necesidad, más urgente que nunca en la historia
de la Iglesia, de tener Obispos que nos den la doctrina católica íntegra, la
Verdad salvadora.
Se acusa a la Resistencia de causar la división de los que deben estar
unidos, de soberbia y de desobediencia. Antes acusaron a Mons. Lefebvre
exactamente de lo mismo. Los que nos acusan de romper la unidad padecen esos
sueños pacifistas tan característicos de los liberales. Nuestra respuesta está en
las palabras eternas de Cristo: “No he venido a traer paz sino espada o
división” (Mt. 10, 34; Lc 12, 51). "La paz os dejo, mi
paz os doy; no como la da el mundo, Yo os la doy" (Jn. 14, 27).
Nuestro Señor nos enseña que una es la paz del mundo y otra es la paz de
Cristo. Que hay una paz buena y hay una paz mala, y una división buena y otra
división mala. “La paz de Cristo es la unión que Él establece entre el
cielo y la tierra por su Cruz (Col. 1)”, dice San Cirilo citando a San
Pablo, y agrega que es mala toda paz que separa del amor divino. Y San Juan
Crisóstomo, hablando de la buena espada o división, dice que el médico, a fin
de salvar el resto del cuerpo, corta lo que tiene por incurable. Y agrega que
una división buena terminó con la mala paz de la torre de Babel y que San
Pablo, por su parte, dividió a todos los que se habían unido contra
él (Hch. 23). San Juan Crisóstomo señala que Cristo vino a dar inicio a la
guerra católica y San Eusebio enseña que Nuestro Señor, haciéndonos ejército
del Reino de los Cielos, nos dispuso para el combate en contra de los enemigos. Estas citas prueban la mentira
del pacifismo de los liberales.
Ahora bien, luego de casi veinte siglos de guerra, de resistencia de la
Iglesia entre duros combates, vino el demonio finalmente con su obra maestra,
el Concilio Vaticano II, a destruir la voluntad de lucha de los soldados de
Cristo. En efecto, el liberalismo, bautizado en el concilio, acabó con la
guerra: se firmó por fin la paz con el demonio, el mundo y la carne.
Contra este engaño diabólico se levantó valerosa y resueltamente nuestro
fundador, Mons. Lefebvre, pero 40 años después vemos a la congregación que
luchaba gloriosamente en defensa de Cristo, abandonar gradualmente la
trinchera, dejar paulatinamente de combatir y mendigar migajas a la secta
conciliar. Perdida la esperanza en la conversión de Roma por el poder divino
(cosa que parece imposible a los que han dejado de confiar enteramente en Dios)
y olvidando que esta guerra no es de los hombres sino de Dios; se busca un
auxilio humano, una alianza adúltera con los liberales moderados, la ayuda de
unos supuestos “nuevos amigos en Roma” (Cor Unum 101), se pretende un
acuerdo de paz con el enemigo. Se piensa que entrando en la estructura oficial,
los tradicionalistas convertirán poco a poco a los modernistas y, de ese modo,
la Iglesia será restaurada. Pero todo esto no es más que una horrorosa ilusión
de origen indudablemente diabólico, ilusión que está haciendo bajar los brazos
a los que combatían valerosamente por Cristo: “¿No se ven ya en la
Fraternidad los síntomas de esa disminución en la confesión de la Fe?”,
decían los tres Obispos al Consejo General en su carta de abril del 2012.
El combate por la fe disminuye en la misma medida en que el humo de
Satanás -el liberalismo- se introduce en la Tradición por una grieta abierta
desde dentro y por la cabeza traidora. Por eso ahora la Fraternidad busca una
paz que no es de Cristo.
En lo que a nosotros respecta, sepamos vivir y morir en la trinchera que
está al pie de la Cruz. ¡No una el hombre lo que Dios separó! Esta es la guerra
de Dios, es la única guerra declarada por Dios. En efecto, enseña San Luis
María Grignón de Montfort en su “Tratado de la Verdadera Devoción”, que “Dios
no ha hecho ni formado nunca más que una sola enemistad -y enemistad irreconciliable-,
que durará y aumentará hasta el fin, y es entre María y el diablo; entre los
hijos y servidores de la Santísima Virgen y los hijos y secuaces de Lucifer”. Y
dijo Dios: «Yo pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu descendencia
y la suya» (Gen. 3, 15)”. ¡Ahí está la declaración de guerra! Es Dios
el que ha declarado la guerra. ¡Fuimos creados para librar una guerra! Y
esa guerra es su guerra, no nos pertenece, no tenemos derecho a pactar la paz,
a terminar con ella. Nuestro deber es combatir sin pretender poner fin a esta
guerra. No tenemos derecho a rendirnos. Tenemos el deber de pelear, no de
alcanzar la victoria, pero para los soldados de Cristo, pelear es vencer. “A
los soldados toca combatir y a Dios dar la victoria”, decía Santa Juana de
Arco. La victoria vendrá al final. Dios ha revelado el resultado de la
guerra: «Yo pondré enemistad entre ti y la mujer y entre tu
descendencia y la suya… y ella te aplastará la cabeza». “Ipsa conteret” (ella
te apastará). Esas dos palabras son precisamente el lema elegido por Monseñor
Faure. Ipsa conteret caput tuum: Ella, demonio maldito, padre del
modernismo, del liberalismo, de todas las herejías, de las cobardías, de las
traiciones y de todos los pecados; te aplastará la cabeza, te vencerá.
“Fidelis inveniatur” (sean hallados fieles) (1Cor 4, 2) es la
divisa de Mons. Williamson. Lejos de ser “pura retórica”, ella explica el odio
y la persecución universal de que él es objeto. Porque Dios ha
suscitado enemistades, antipatías y odios… -sigo citando a San Luis M. G.
de Montfort- entre los verdaderos hijos y servidores de su Madre y los
hijos y esclavos del demonio… Los hijos de Belial, los esclavos de Satanás… han
perseguido incesantemente… y perseguirán todavía más… a aquellos… que
pertenezcan a la Santísima Virgen, así como en otro tiempo Caín persiguió a su
hermano Abel y hoy la Neo Fraternidad, Roma apóstata y los oscuros
poderes mundiales persiguen a Mons. Williamson y a Mons. Faure, los Obispos
fieles de la Resistencia, a Dom Tomás y sus monjes, y a todos los demás
verdaderos soldados de Cristo.
Que por la intercesión de nuestra Madre Santísima, Dios nos conceda
combatir hasta el final con el valor y la fuerza del león (del escudo de Mons.
Williamson) y con la humildad y mansedumbre del cordero (del escudo de Mons.
Faure), a las órdenes de nuestros dos Obispos, y bajo nuestro único estandarte:
la Cruz de Cristo.