HONRA:
No es el discípulo más que su
maestro: he aquí una de esas palabras definitivas de Jesús,
que debieran bastar para que nunca jamás aceptásemos la menor honra. ¿Tuvo
honores el Maestro? No. Tuvo insultos. Luego si El no los tuvo, no debe
buscarlos nadie porque nadie es más que El. Véase Luc. 6,40; Fil. 2,7 y nota.
(Coment.
a Mat. 10,24)
HUMILDAD:
La
explicación de por qué Dios revela a los pequeños lo que oculta a los sabios –cosa en verdad decepcionante
para todo intelectual que no tenga espíritu sobrenatural- está en que la
inteligencia de esos misterios de Dios sólo se adquiere partiendo de la base de
la nada del hombre, de su caída original, de su condición actual anormal y
miserable. Y esto es inadmisible para esos sabios que precisamente son tenidos
por tales a base de sus conceptos y empeños humanistas que tienden a exaltar lo
que el mundo llama altos valores humanos. De suyo todo hombre no es sino flaqueza
e inclinación al mal (cf. Juan 15,5; Luc. 16,15; S. 142,2), y el que no admite
esto como base no puede entender nada del Padre, cuyos misterios son todos de
amor y misericordia para con esa humanidad caída. Entonces, quienes nos
sentimos así, caídos, reconocemos en Él un Dios como hecho de medida para
nosotros. Los demás no se interesan ante
este tipo de Dios, pues no tienen conciencia de necesitar la misericordia y
encuentran humillante y vergonzoso reconocer la maldad e impotencia de la
humanidad. Cf. V.120 y nota; S. 68,11 ss. y notas.
Pretender
que el hombre pueda negarse a sí mismo mientras no desconfíe de sí mismo, es
pedir un absurdo: ¿Cómo voy a renunciar
yo a lo que creo bueno?
De
ahí que la humildad ha de ser reflexiva,
es decir, apoyada en una convicción dogmática. La Escritura nos brinda
innumerables textos para enseñarnos esta verdad fundamental. Y por su parte, el
Magisterio infalible la tiene definida de modo categórico al señalar, contra la
herejía de Pelagio, que es la de Rousseau y de los semipelagianos, el alcance
de nuestra caída original. Porque: “de
tal manera declinó y se deterioró el libre albedrío, que nadie desde entonces
puede rectamente amar a Dios, o creerle, y obrar por amor a Dios lo que es
bueno sino aquel que haya sido socorrido previamente por la gracia de la divina
misericordia” (Denz. 199).
(El
Misterio del Mal, del Dolor y de la Muerte).
El
abismo de la humildad de Cristo se revela soberanamente en este pasaje. Él,
único sacerdote eterno, según el orden de Melquisedec, no se atreve a asumir la
dignidad sacerdotal hasta que no se la dé el divino Padre. Tal era su pasión,
diríamos, por la gloria del Padre. Véase
1,5; 4,14, s. 2,7; Hech. 13,33; Filip. 2,7 y nota.
(Coment.
a Hebr. 5,5)