IGLESIA:
Los
creyentes en el mensaje de Cristo fueron llamados a sustituir a la Sinagoga
incrédula (Rom. 11, 17-20). La verdadera Iglesia es, pues, la reunión de
aquellos que por la fe han merecido ser hechos hijos de Dios (Juan 6,40;
11,52; I Juan 3,9; 5,13), y
participantes de unos mismos sacramentos, obedecen al Vicario de Cristo (Mat.
16,10; Juan 21,15 ss.).
(Coment.
a Jn. 1,13)
INFANCIA ESPIRITUAL:
En
San Mateo XVIII, 1-4 y en San Marcos X, 14-15, etc., Jesús declara que los
mayores de su Reino serán los niños y que no entrarán en ese Reino los que no
lo reciban como un niño. Como un niño. He aquí uno de los alardes más
exquisitos de la bondad de Dios hacia nosotros, y a la vez uno de los más
grandes misterios del amor, y uno de los puntos menos comprendidos del
Evangelio; porque claro está que si uno no siente que Dios tiene corazón de
Padre, no podrá entender que el ideal no esté en ser para El un héroe, de
esfuerzos de gigante, sino como un niñito que apenas empieza a hablar.
¿Qué
virtudes tienen esos niños? Ninguna, en el sentido que suelen entender los
hombres. Son llorones, miedosos, débiles, inhábiles para todo trabajo,
impacientes, faltos de generosidad, y de reflexión y de prudencia;
desordenados, sucios, ignorantes, y apasionados por los dulces y los juguetes.
¿Qué
méritos puede hallarse en semejante personaje? Precisamente el no tener
ninguno, ni pretender tenerlo robándole la gloria a Dios como hacían los
fariseos (cfr. San Lucas XVI, 15; XVIII, 9 ss.). Una sola cualidad tiene el
niño, y es el no pensar que las tiene. Eso es lo que arrebata el corazón de
Dios, exactamente como atrae el de sus padres; es lo que Jesús alaba en
Natanael (San Juan I, 47): la simplicidad, el no tener doblez. Simple quiere
decir "sin plegar” es decir sin repliegues ocultos, sin disimulo, o sea
sin afectar virtudes, ni ocultar las faltas para quedar bien, sino al
contrario, mostrándose a su madre con sus pañales como están, sabiendo que sólo
ella puede lavarlo, y entregándose totalmente a que su padre lo lleve de la mano,
porque cree en el amor de su padre; y por eso, no dudando de cuanto él le dice,
no pretende tener para sí la ciencia del bien y del mal".
En
el momento en que la malicia entra en el corazón del niño, pierde
automáticamente la docilidad, porque la serpiente sembró en él, como en Eva, la
duda contra su padre. Así empezamos todos a desconfiar de la bondad, del amor y
de la sabiduría de nuestro Padre celestial, y entonces su Reino ya no puede ser
nuestro.
Entonces
empezamos a ambicionar sabiduría y virtudes propias, como los fariseos. Cuando
el niño comienza a valerse por sí mismo, deja de necesitar a sus padres y
naturalmente se aleja de ellos, es decir, pierde ese contacto permanente que
con ellos tenía mientras necesitaba que lo lavasen, lo vistiesen, le diesen de
comer y lo llevasen de la mano. Ese contacto que era, al mismo tiempo que el
sumo bien para el niño, la suma alegría para sus padres.
Con
respecto a Dios, esa autonomía o suficiencia no nos llega a ninguna edad,
porque sin Cristo no podemos nada, ni saber, ni pensar, ni obrar, ni menos
gloriamos de nuestros méritos o virtudes. De ahí que Santa Teresita quería no
crecer nunca, quería seguir siendo siempre niña delante de Dios.
El
niño se deja formar, como María, que primero dice: Hágase en mí según tu
palabra (Luc. I, 38) y después de haberse entregado, "bienaventurada por
haber creído (Luc. I, 45), proclama que todos la felicitarán "porque el
Poderoso, el Santo, el Misericordioso hizo en ella grandezas" (Luc. I, 48
y ss.). No hizo Ella grandezas, sino que se las hicieron.
El
día en que el hombre deja de ser niño y se siente capaz de hacer por sí mismo
algo sobrenaturalmente bueno, se coloca automáticamente fuera del Reino de
Dios, según lo vemos en las palabras de Jesús. Porque El nos dijo que nadie es
bueno, sino Dios solo (Luc. XVIII, 19). Y Dios no quiere rivales que le
disputen su santidad. Quiere hijos pequeños, hermanos del Hijo grande
Jesucristo (Rom. VIII, 29) que en todo vivan de lo que les dé su Corazón
paterno, como lo practicó Jesús, que no daba un paso sin repetir que todo lo
recibía del Padre.
El
que quiere rivalizar con Dios en virtudes, es porque quiere rivalizar con El en
méritos y en gloria, como nos lo enseñó Jesús en la parábola del fariseo y el
publicano. Y en esta materia, la “negación de sí mismo" tiene que ser
total y absoluta. Por eso la humildad cristiana consiste en ser así, como los
niños... y en no ser como esclavos.
(Espiritualidad
Bíblica, 1949)
IRA DE DIOS:
La
ira de Dios se enciende especialmente cuando la rebeldía de los pecadores asume
un carácter colectivo. El predominio de los malos suele entonces arrastrar a
muchos otros según está anunciado para los últimos tiempos (Mat. 24, 10-25). De
ahí cuán tremendo será el juicio de las naciones. Véase S. 109,5 s. y nota;
Joel 3,1 ss.; Sof. 3,8; Apoc. 11,18; 16,9; 17,15; 19,15 ss.
(Coment.
a Eclesiástico 16, 7).