El padre Pío vivía las fiestas
cristianas con gran amor y devoción, especialmente la Navidad y el misterio del
nacimiento de Jesús.
Lejos
en la noche, en la época más fría del año, en una fría cueva, más adecuada para
un rebaño de bestias que para los seres humanos, el prometido Mesías – Jesús –
el salvador de la humanidad, viene al mundo en la plenitud de los tiempos.
No
hay nadie que clame a su alrededor: sólo un buey y una mula dando su calor al
recién nacido, con una humilde mujer y un hombre pobre y cansado, en adoración
a su lado.
Nada
puede ser oído, salvo los sollozos y gemidos del niño Dios. Y por medio de
su llanto y lágrimas él ofrece a la justicia divina el primer rescate por
nuestra redención.
Se
esperaba desde hace cuarenta siglos; con suspiros de nostalgia los antiguos
Padres habían implorado su llegada. Las Sagradas Escrituras profetizan
claramente la hora y el lugar de su nacimiento, y sin embargo el mundo está en
silencio y nadie parece darse cuenta del gran evento. Sólo unos pastores,
que habían estado ocupados cuidando sus ovejas en los pastos, vienen a
visitarlo. Visitantes celestiales les habían alertado del suceso
maravilloso, invitándoles a acercarse a su cueva.
¡Son
abundantes Oh cristianos, las lecciones que brillan desde la gruta de
Belén! ¡Oh, cómo nuestros corazones deberían arder de amor por aquel que
con tanta ternura se hizo carne por nosotros! ¡Oh, cómo debemos arder con
deseo de guiar al mundo entero a esta pobre gruta, refugio del Rey de reyes,
más grande que cualquier palacio mundano, porque es el trono y el lugar de
morada de Dios! Pidamos a este niño divino vestirnos de humildad, porque sólo
por medio de esta virtud podemos gustar la plenitud de este misterio de la
ternura divina.
Relucientes
fueron los palacios de los orgullosos hebreos. Sin embargo, la luz del
mundo no apareció en ninguno de ellos. Ostentosos con grandeza mundana,
nadando en oro y en placeres, eran los grandes de la nación hebrea; llenos de
conocimiento y orgullo vano estaban los sacerdotes del santuario. En oposición
al verdadero significado de la revelación divina, ellos esperaban un salvador
entrometido, que vendría al mundo con fama y poder humanos.
Pero
Dios, siempre dispuesto a confundir la sabiduría del mundo, rompe sus planes.
Contrariamente a las expectativas de los que carecen de la sabiduría divina,
aparece entre nosotros, en la mayor abyección, renunciando incluso a nacer en
la casa humilde de San José, negándose a sí mismo una morada modesta entre los
familiares y amigos en una ciudad de Palestina.
Negado
el alojamiento entre los hombres, busca refugio y consuelo entre los animales
simples, eligiendo su vivienda como el lugar de su nacimiento, permitiendo que
su respiración le dé calor a su cuerpo tierno. Él permite que pastores
sencillos y rústicos sean los primeros en presentarle sus respetos, después de
que él les informó, por medio de sus ángeles, del maravilloso misterio.
¡Oh
sabiduría y poder de Dios!, nos vemos obligados a exclamar – extasiados junto
con su Apóstol – ¡cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus
caminos! Pobreza, humildad, abyección, desprecio, todo alrededor de la
Palabra hecha carne. Pero nosotros, fuera de la oscuridad que envuelve a
la encarnación de la Palabra, entendemos una cosa, oímos una voz, percibimos
una verdad sublime: ¡Tú has hecho todo por amor, tú nos invitas a amar, a no
hablar de otra cosa que de amor, darnos como pruebas de amor.
El
bebé celestial sufre y llora en la cuna para que el sufrimiento nuestro sea
dulce, meritorio y aceptado. Se priva de todo, para que podamos aprender
de él la renuncia a los bienes terrenales y comodidades. Él está
satisfecho con adoradores humildes y pobres, para animarnos a amar la pobreza,
y preferir la compañía de los más bien pequeños y simples, que de los grandes
del mundo.
Este
niño celestial, toda mansedumbre y dulzura, desea impregnar en nuestros
corazones su ejemplo de estas virtudes sublimes, de modo que a partir de un
mundo que está roto y devastado, pueda brotar una era de paz y de amor. Incluso
desde el momento de su nacimiento nos revela nuestra misión, que consiste en
despreciar lo que el mundo ama y busca.
¡Oh
vayamos a postrarnos ante el pesebre, y junto con el gran San Jerónimo, que
estaba inflamado con el amor del Niño Jesús, vayamos a ofrecerle todo nuestro
corazón sin reservas. Vamos a prometer seguir los preceptos que nos llegan
desde la gruta de Belén, que nos enseñan que todo lo de aquí abajo es vanidad
de vanidades, nada más que vanidad!