La
doctrina del Logos en Juan se resume por tanto así: el Cristo, el Hijo del
Hombre, el Hijo de Dios son uno, y ese uno es uno con su Padre, y se ha unido a
la naturaleza humana tomando su carne y alma; él llama a todos los hombres a
la verdad, y por ella a la unidad. Pero la unidad del Verbo con el Hombre
siendo en la carne, y permaneciendo los discípulos en el mundo, esa unidad debe
volverse y hacerse sensible; y se vuelve sensible en una sociedad humana,
simbolizada en la imagen del Rebaño y el Pastor. Y como el Buen Pastor natural
y primogénito se aleja por un tiempo de este mundo, ha designado un Sub-Pastor
en la persona de Pedro. Cuando Juan escribía, Pedro había seguido ya a su
Maestro; pero esto no turba a Juan: sabe que la Providencia ha proveído a la
necesidad de la clave de estructura de la sociedad cristiana en la persona de
los sucesores de Pedro. Como está repetido tantas veces en el largo
Sermón-Despedida de Cristo antes de su Pasión, esta unidad de la sociedad cristiana está asegurada; y ella se verifica
en la fe y en la caridad.
Los que sienten
tan fuertemente hoy día la necesidad de la unión de los discípulos de Cristo,
deben advertir que esa unión sólo es posible en la fe y en la caridad. Hoy día
hay algunos que, dejando de lado la fe, insisten en efectuar la unión en la
caridad: es imposible. El protestantismo hoy
día —no así en sus comienzos— agotado en la discusión interminable de las
variaciones dogmáticas producidas por el “libre examen”, ha acabado por
arrojar “los dogmas” por la borda y forcejea por unificar a los cristianos en
una vaga adhesión personal a Cristo, que se vuelve un puro sentimentalismo.
Pero el primer lazo de unión es la
verdad; y la verdad no puede ser diferente y contradictoria dentro de sí misma.
Otros en cambio pretenden mantener la unión sobre la fe sola.
Este
es el estado de las iglesias católicas cuando decaen: sus fieles creen todos
lo mismo así medio a bulto (recitan el mismo Credo de memoria) pero no están
unidos entre sí en hermandad real: ni se conocen entre ellos a veces; oyen misa
codo con codo en un gran edificio —que fácilmente puede ser quemado— reciben la
"comunión” cada uno por su lado, y después se van a sus negocios; y quiera
Dios que no a tirarse, unos a otros, flechazos o coces. No es esta una
“iglesia” propiamente hablando; no hay Iglesia de Cristo sin caridad. La fe sin obras es muerta; y la obra por
excelencia de la fe es la caridad; la comunión de las almas. “¡Obras
obras!” decía Santa Teresa; en el mismo tiempo en que Lutero clamaba “Fe, fe!”
y declaraba a las obras (a las obras exteriores al principio, después a todas
en general) como inútiles para la salvación. Y realmente, si hubiesen estado
vigentes las “obras” de Santa Teresa (obras de verdadera caridad, externas e
internas a la vez) en la Alemania de Lutero, el renegado sajón no se hubiese levantado,
o hubiese caído de inmediato, sin separar de la Iglesia un medio mundo.
El
sifilítico Enrique VIII escribió una obra en defensa de la fe en el Santísimo
Sacramento contra Lutero, que le mereció de la Santa Sede el título honorífico
de “Defensor fidei, que aún llevan los Reyes de Inglaterra; pero eso no le
impidió quebrar el vínculo de la Iglesia inglesa con la Iglesia Universal, y
precipitar a Inglaterra y con ella a media Europa en el cisma primero y luego
en la herejía. Nunca renegó de la fe; pero se divorció de la caridad. (Y, entre
paréntesis, inventó el divorcio.)
Porque la fe
debe engendrar caridad, y la caridad debe vivir de la fe; y sin eso, no hay
unidad. Roguemos por la Iglesia Argentina.
Estas
homilías se acabaron de escribir el día del Sagrado Corazón de Jesús de 1955.
Laus Deo. El Evangelio de Jesucristo,
Ed. Dictio, págs. 448/50.