Este
último año de un siglo cada vez más decadente ha visto en el mes de mayo la
beatificación del Padre Pío, ese santo religioso que Dios ha colocado como un
signo para nuestra época. En efecto, mientras se quiere hacernos creer en una nueva
Iglesia "carismática", no se encuentran más auténticos "santos
milagrosos" como todos aquellos que jalonaron la historia de la
Iglesia desde Pentecostés. E1 Padre Pío parece terminar así su radiante procesión,
y de una magnífica manera: como el único sacerdote que llevó los estigmas de
Nuestro Señor Jesucristo.
Se
ha escrito mucho sobre el Padre Pío —al parecer, más de seiscientas obras— y se
ha insistido mucho sobre lo que tenía de extraordinario en su vida: no
solamente sus numerosos carismas (penetración de conciencias, curaciones,
resurrecciones, bilocaciones, éxtasis, aromas, profecías, etc...) sino
también los increíbles sufrimientos que sobrellevó desde su más tierna
infancia, las persecuciones sufridas por parte de algunos hombres de Iglesia y
hasta de cofrades en religión. Todo esto, sin olvidar sus dos grandes obras de
caridad: la fundación de la "Casa del sufrimiento" y de los
"Grupos de oraciones".
Entonces,
se nos presenta al Padre Pío como un santo más admirable que imitable, y —al
fin de cuentas— las lecciones más interesantes de esta vida corren el riesgo de
escapársenos, junto con las aplicaciones prácticas que podrían transformar
nuestra existencia. Así es que vamos a tratar —bien que imperfectamente— de
destacar algunas, esperando saber sacar provecho de ellas, y pidiendo que el
Padre, desde lo alto, nos asista fuertemente tal como lo ha prometido a todos
los que quisieran ser sus "hijos espirituales".
En
el punto de partida de una vida totalmente sacrificada por Dios y por las
almas, había una familia pobre, piadosa y numerosa, donde la abnegación de cada
uno suavizaba y transfiguraba las demás realidades diarias. Esto confirma
aquella justa sentencia de Mons. de Ségur, que dice que en las familias donde
no reina el espíritu de sacrificio las vocaciones están más comprometidas.
Bautizado
al día siguiente de su nacimiento —por lo que dará gracias a Dios durante toda
su vida— recibió el nombre de Francisco, preludio de su vocación franciscana
que se habría de revelar con ocasión de las visitas de un hermano capuchino
que iba a mendigar el alimento para su convento.
Su
vocación no se decidiría sin esfuerzo: "Sentía dos fuerzas que se enfrentaban en mí, desgarrándome el corazón:
el mundo me quería para él, y Dios me llamaba a una nueva vida. Dios mío, ¿cómo
describir mi martirio? El único recuerdo de la lucha que se desarrollaba en
mí me hiela la sangre en las venas…”.
Entró
en el noviciado cuando aún no había alcanzado los dieciséis años. Arriba de la
puerta de la clausura, para acogerlo, estaba un cartel: "O la penitencia, o el infierno".
Su
programa consistía en muchas oraciones, bastante trabajo y poca lectura,
limitándose ésta al estudio de la Regla y las Constituciones.
El Hermano Pío
pronto se empezó a destacar por la abundancia de las lágrimas que derramaba
durante la oración de la mañana, consagrada en los capuchinos a la meditación
sobre La Pasión, lo cual lo obligaba
a extender un pañuelo ante sí, sobre el piso del santuario. Como con San Francisco,
fue ante todo por esa amorosa y compasiva contemplación de Jesús crucificado a
lo que el Padre Pío debió la gracia de recibir más tarde los dolorosos estigmas
en su cuerpo. Sin embargo, como se lo confiaría a su director espiritual, el
Padre Agostino, "las luchas
espirituales, en comparación con las que sufro en mi carne, son muy
superiores''.
Parece
que Dios espera que los justos expíen más especialmente en sí mismos, por
medio de la tentación, los pecados públicos de sus contemporáneos. En la época
en que el psicoanálisis desculpabilizante iba ganando más y más terreno, el
Padre Pío —como la pequeña Teresita— tuvo que sufrir una terrible crisis de
escrúpulos "casi insoportable" que lo atormentó por tres largos años.
Después de la tempestad, la noche. Noche del espíritu, que duró varias decenas
de años, tachonada con raras claridades: "vivo en una noche perpetua (...) me veo molestado en todo, y no sé si
obro bien o mal. No es un escrúpulo, lo sé: la incertidumbre de no saber si
agrado o no al Señor es lo que me aplasta. Y esto, en todo y todo lugar: en el
altar, en el confesionario... en todo lugar". Sus máximas deben ser
meditadas bajo la perspectiva de estas pruebas místicas: "El amor es más
bello en el temor, porque es así como nos fortalece". O "Cuanto más
se ama a Dios, menos se lo siente".
Santa
Teresita le opuso su pequeño caminito de la infancia espiritual al orgulloso
racionalismo de su tiempo, pero también lo expió con unas terribles tentaciones
contra la fe. Se conoce su famoso "¡Quiero
creer!".
También
el Padre Pío conoció pruebas violentas y prolongadas contra la fe, como lo
testimonian sus cartas dirigidas al Padre Agostino: "Las blasfemias me atraviesan el espíritu sin cesar y, más todavía, las
ideas falsas, como las ideas de infidelidad y de falta de fe. Me siento el alma
traspasada en cada instante de mi vida, me muero... Mi fe es todo un esfuerzo
de mi pobre voluntad contra toda persuasión humana. En suma, mi fe es el fruto
de los continuos esfuerzos que hago sobre mí mismo. Y todo esto, Padre mío, no
es algunas veces por día, sino que es algo continuo... ¡Padre mío, qué difícil
es creer!".
Son
preciosas lecciones para nosotros, si nos extrañamos por ser tentados hasta
allí.
¿Cómo
sobrellevó el Padre Pío estas terribles pruebas?
De
la forma en que lo había aprendido durante su noviciado: con la oración
asidua, la mortificación de sus sentidos, la fidelidad costare lo que costase a
las exigencias del deber de estado y, por fin, con la obediencia perfecta al
sacerdote encargado de su alma.
Esta
experiencia, duramente adquirida, le permitió muy rápidamente atraer sobre sí
almas deseosas de perfección, y ser exigente con ellas: a sus dirigidos, desde
un primer momento les trazaba un programa de cinco puntos: confesión cada semana,
comunión y lectura espiritual diarias, examen de conciencia cada noche, oración
mental dos veces por día. En cuanto al Rosario, se imponía por sí mismo.
“La confesión es el baño del alma. ¡Hay que
hacerla cada ocho días por lo menos! ¡Si en una habitación bien limpia y hasta
desocupada, entramos luego de ocho días, verán que en ella hay polvo, y que
tiene la necesidad de ser limpiada de nuevo!".
A
aquel que se declara indigno de comulgar, el Padre Pío le contestaba: "Eso es muy verdadero, no somos dignos de un
don semejante. Sin embargo, acercarse al Santísimo en estado de pecado mortal
es una cosa, y ser indigno de Él es otra cosa completamente diferente. Todos
nosotros somos indignos, pero es Él quien nos invita. Es Él quien lo quiere.
Humillémonos y recibámoslo con un corazón contrito y lleno de amor".
A
otro que le decía que el examen de conciencia le parecía inútil, pues en cada
una de sus acciones su conciencia le mostraba claramente si lo que hacía era
bueno o malo, le replicaba: "Está
bien dicho, pero todo mercader avisado de este mundo no se limita a controlar
durante el día si perdió o ganó luego de cada venta. A la noche hace sus cuentas
de todo el día para establecer lo que le conviene hacer el día siguiente. De
esto se sigue que es indispensable hacer cada noche un riguroso examen de
conciencia, breve pero lúcido".
"El daño que produce en las almas la
privación de la lectura de los Libros Santos me hace temblar de horror... ¡Qué
fuerza tiene la lectura sagrada para conducir a cambiar el camino, y para
hacer entrar en el camino de la perfección hasta a las personas mundanas!".
Cuando
el Padre Pío fue condenado a no poder ejercer ningún ministerio, ocupó sus
tiempos libres, no para leer el diario, "el evangelio del diablo", sino numerosos libros de doctrina,
historia y espiritualidad. Lo cual no le impidió decir: "A Dios se lo busca en los libros, pero se lo
encuentra en la oración".
Sus
consejos para la oración eran muy simples: "Cuando no logren meditar bien, no dejen por eso de hacer su deber. Si
las distracciones son numerosas, no pierdan el ánimo, hagan la meditación
pacientemente, y ganarán a pesar de todo. Fijen el tiempo, la duración de su
meditación, y no se muevan de su lugar hasta no haberla terminado, aún si debieran
ser crucificados... ¿Por qué ustedes se inquietan tanto por no saber meditar
como quisieran? La meditación es un medio para alcanzar a Dios, no es un fin.
La meditación apunta al amor de Dios y del prójimo. Amen a Dios con toda su
alegría y sin reservas, amen al prójimo como a sí mismos, y habrán realizado la
mitad de su meditación".
Lo
mismo para la asistencia al Santo Sacrificio de la Misa: debe consistir más en
actos (contrición, fe, amor) que en consideraciones intelectuales.
A
quien le preguntaba si era necesario seguir la Misa con un misal, el Padre Pío
le respondía que el misal sólo le era necesario al sacerdote. Para él, la mejor
manera de asistir al Santo Sacrificio era unirse a la Virgen de los Dolores,
al pie de la cruz, en la contemplación y el amor. Solamente en el paraíso
—aseguraba— uno podrá darse cuenta de todos los beneficios que habremos
recibido participando de la Santa Misa.
El
Padre Pío, que era tan afable y agradable en las relaciones humanas, podía
volverse duro y rígido cuando el honor de Dios estaba en juego, particularmente
en la Iglesia: "El murmullo de los
fieles era autoritariamente interrumpido por el Padre, que fulminaba con la
mirada a cualquiera que no observara una actitud de oración... Si alguien
permanecía de pie, aunque fuese por falta de lugar, lo invitaba perentoriamente
a ponerse de rodillas para participar dignamente del Santo Sacrificio de la
Misa".
El
monaguillo demasiado desenvuelto se llevaba también sus reproches: "Chiquito, si quieres ir al infierno,
no tienes necesidad de mi firma".
También
le había declarado la guerra sin cuartel a las modas de la posguerra: "El Padre Pío, sentado en su confesionario
abierto, vigila todo el año que las mujeres y las jóvenes que se confiesan con
él no lleven vestidos cortos (exigía que las faldas oculten las rodillas). A
menudo había lágrimas: ¡esperar tanto tiempo para confesarse y hacerse excluir
por causa de una falda demasiado corta!... Entonces, algunas almas buenas se
adelantan para ofrecer su ayuda: en un rincón se descose un dobladillo, o se
presta un abrigo. Luego, el Padre acepta a veces admitir a las humilladas a la
confesión".
A
su director espiritual, que un día le reprochó su conducta a veces tan severa,
le contestó: "Puedo obedecerle; sin
embargo, Jesús es quien me va diciendo cada vez cómo actuar con la gente".
Se
trataba, entonces, de una severidad inspirada desde arriba, únicamente querida
por el honor de Dios y la salvación de las almas: "Las mujeres que buscan la vanidad en sus vestidos no podrán revestirse
jamás de la vida de Jesucristo, y pierden todo adorno del alma desde que ese
ídolo entra en su corazón".
Y
que no le reprocharan una falta de caridad: "Les ruego que no me aflijan más llamando a la caridad, pues la caridad
más grande es la de arrancar a las almas ligadas por Satanás para ganarlas
para Cristo".
Modelo
de respeto y de sumisión hacia sus superiores eclesiásticos y religiosos, en
particular en ocasión de las persecuciones contra su persona, no podía permanecer
mudo ante una desviación nefasta para la Iglesia.
Antes
mismo del fin del Concilio, en febrero de 1965, se le anunció que pronto habría
que celebrar la Misa con un nuevo rito ad experimentum en lengua vernácula, y
elaborada por una comisión litúrgica conciliar para responder a las
aspiraciones del hombre moderno. Antes mismo de tener el texto ante sus ojos,
le escribió inmediatamente a Pablo VI para pedirle dispensa de esta experiencia
litúrgica y poder seguir celebrando la Misa de San Pío V.
Ante
el Cardenal Bacci, el enviado del Papa que se había desplazado personalmente
para traerle esa autorización, el Padre Pío dejó escapar una queja: "Por piedad, terminen rápidamente el Concilio".
El mismo año, en medio de la euforia conciliar que prometía "una nueva
primavera" para la Iglesia y para el mundo, el Padre le confió a uno de
sus hijos espirituales: "Recemos en
esta época de tinieblas. Hagamos penitencia por los elegidos".
Y,
sobre todo, por aquel que debe ser su pastor de aquí abajo. Toda su vida se iba
a "inmolar" por el Papa reinante, cuya foto se encontraba siempre
entre las pocas imágenes de su celda.
Otras
escenas harto significativas de reacciones contra el aggiornamento que las
órdenes religiosas experimentaron desde el día siguiente del Vaticano II
fueron éstas (las citas están extraídas de una obra que posee el Imprimatur):
"El Padre General (de los
franciscanos) vino de Roma antes del Capítulo especial para las Constituciones,
en 1966, para pedirle al Padre Pío oraciones y bendiciones. Lo encontró en el
comedor del convento: «Padre, he venido para encomendarle el Capítulo especial
para las nuevas Constituciones...» Apenas oyó «Capítulo especial, nuevas
Constituciones», el Padre Pío hizo un gesto violento y lanzó: «¡No son más que
palabras y ruinas!» «Pero qué quiere, Padre, las nuevas generaciones... los
jóvenes evolucionan a su manera... hay nuevas exigencias» «Es el cerebro y el
corazón los que faltan, nada más: la inteligencia y el amor».
"Luego, se dirigió hacia su celda; se dio
vuelta, y lo apuntó con su dedo, diciéndole: «¡No nos desnaturalicemos, no nos
desnaturalicemos! ¡En el juicio de Dios, San Francisco no nos reconocerá como
sus hijos!»''
Un
año después, la misma escena, pero para el aggiornamento de los capuchinos:
"Un día, unos cofrades estaban
discutiendo con el Padre Definidor General sobre los problemas de la Orden,
cuando el Padre Pío, tomando una actitud extraña, se puso a gritar, fijando su
mirada a lo lejos: «¿Pero qué están haciendo en Roma? ¿Qué están combinando?
¡Hasta quieren cambiar la Regla de San Francisco!» Y el Definidor le dijo:
«Padre, estos cambios se proponen porque los jóvenes no quieren saber más nada
de la tonsura, del hábito, de los pies descalzos...»
“«¡Expúlsenlos
fuera! ¡Expúlsenlos fuera! ¿Pero qué? ¿Ellos le hacen un favor a San Francisco
tomando el hábito y siguiendo su modo de vida, o más bien es San Francisco
quien les hace un gran don?»"
Si
se considera que el Padre Pío fue un verdadero alter Christus, que toda su
persona, cuerpo y alma, fueron tan perfectamente conformes como le fue posible
a los de Jesucristo, este rechazo neto del Novus Ordo Missae y del
aggiornamento, debe ser para nosotros una lección que hay que retener. También
es notable que el Buen Dios haya querido llamar a Sí a su fiel servidor poco
tiempo antes de la imposición implacable del Novus Ordo en la Iglesia y la
orden capuchina. Y también lo fue que Katharina Tangari, una de sus hijas
espirituales más privilegiadas, haya sostenido tan admirablemente a los
sacerdotes de Ecóne hasta su muerte, un año después de las consagraciones de
1988.
El
Padre Pío era aún menos complaciente con el orden —o más bien, con el desorden—-
social y político: "Confusión de
ideas y reino de ladrones" (en 1966...). Profetizó que los comunistas
llegarían al poder "por sorpresa,
sin esfuerzo... Nos daremos cuenta de la noche a la mañana".
Lo
que no debe extrañarnos es que los pedidos de Nuestra Señora de Fátima no hayan
sido escuchados. Hasta le precisó a Mons. Piccinelli que la bandera roja
ondearía sobre el Vaticano, “pero eso
pasará".
En
esto, de nuevo, su conclusión se aproxima a la de la Reina de los Profetas:
"Pero al fin, mi Corazón Inmaculado
triunfará". ¿Cómo? Por la omnipotencia divina, ciertamente, pero
provocada por las dos grandes fuerzas del hombre: la oración y la penitencia.
Es la gran lección que Nuestra Señora quiso recordamos con insistencia al
principio de este siglo: Dios quiere salvar al mundo por la devoción al Corazón
Inmaculado de María, y no existe ningún problema, material o espiritual,
nacional o internacional, que no pueda ser resuelto por el Santo Rosario y por
nuestros sacrificios.
También
esta fue, sin duda, la última lección que el Padre Pío ha querido dejarnos, por
medio de su ejemplo y sobre todo, por los "Grupos de oración" que
difundió por el mundo entero.
"No abandonaba nunca el Rosario, hasta tenía
uno bajo su almohada. Rezaba varias decenas de Rosarios por día".
Algunas
horas antes de expirar, como se lo urgía a decir todavía algunas palabras más,
no supo decir otra cosa que esto: "Amen
a la Santísima Virgen y háganla amar. Recen siempre el Rosario".
La
próxima glorificación del Venerable Padre Pío ciertamente va a despertar en
muchas almas la curiosidad y la admiración por su persona. Podemos aprovechar
esto para hacer que se recuerden sus lecciones, si es que sabemos aprovecharlas
nosotros mismos; en el amor misericordioso de los Santísimos Corazones de Jesús
y de María.
Hermano Juan
(Tomado
de la "Carta a los amigos de San Francisco", del Convento San
Francisco de Morgon, Francia. Revista Iesus Christus N° 64, Julio/Agosto de
1999).