lunes, 30 de diciembre de 2013

EL BIENAVENTURADO PADRE PÍO





Este último año de un siglo cada vez más decadente ha visto en el mes de mayo la beatificación del Padre Pío, ese santo religioso que Dios ha colocado como un signo para nuestra época. En efecto, mientras se quiere hacernos creer en una nueva Iglesia "carismática", no se en­cuentran más auténticos "santos milagrosos" como todos aquellos que jalonaron     la       historia de la Iglesia desde Pentecostés. E1 Padre Pío pare­ce terminar así su radiante pro­cesión, y de una magnífica manera: como el único sacerdote que llevó los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo.
Se ha escrito mucho sobre el Padre Pío —al parecer, más de seiscientas obras— y se ha in­sistido mucho sobre lo que te­nía de extraordinario en su vi­da: no solamente sus numero­sos carismas (penetración de conciencias, curaciones, resurrecciones, bilocaciones, éxta­sis, aromas, profecías, etc...) si­no también los increíbles sufri­mientos que sobrellevó desde su más tierna infancia, las persecuciones sufridas por parte de algunos hombres de Iglesia y hasta de cofrades en religión. Todo esto, sin olvidar sus dos grandes obras de caridad: la fundación de la "Casa del su­frimiento" y de los "Grupos de oraciones".
Entonces, se nos presenta al Padre Pío como un santo más admirable que imitable, y —al fin de cuentas— las lecciones más interesantes de esta vida corren el riesgo de escapársenos, junto con las aplicacio­nes prácticas que podrían transformar nuestra existen­cia. Así es que vamos a tratar —bien que imperfectamente— de destacar algunas, esperando saber sacar pro­vecho de ellas, y pidiendo que el Padre, desde lo alto, nos asista fuertemente tal como lo ha prometido a todos los que quisieran ser sus "hijos espirituales".
En el punto de partida de una vida totalmente sacri­ficada por Dios y por las almas, había una familia pobre, piadosa y numerosa, donde la abnegación de cada uno suavizaba y transfiguraba las demás realidades diarias. Esto confirma aquella justa sentencia de Mons. de Ségur, que dice que en las familias donde no reina el espíritu de sacrificio las vocaciones están más comprometidas.
Bautizado al día siguiente de su nacimiento —por lo que dará gracias a Dios durante to­da su vida— recibió el nombre de Francisco, preludio de su vocación franciscana que se ha­bría de revelar con ocasión de las visitas de un hermano capuchino que iba a mendigar el alimento para su convento.
Su vocación no se decidiría sin esfuerzo: "Sentía dos fuer­zas que se enfrentaban en mí, desgarrándome el corazón: el mundo me quería para él, y Dios me llamaba a una nueva vida. Dios mío, ¿cómo descri­bir mi martirio? El único re­cuerdo de la lucha que se desa­rrollaba en mí me hiela la san­gre en las venas…”.
Entró en el noviciado cuan­do aún no había alcanzado los dieciséis años. Arriba de la puerta de la clausura, para aco­gerlo, estaba un cartel: "O la penitencia, o el infierno".
Su programa consistía en muchas oraciones, bastante trabajo y poca lectura, limitán­dose ésta al estudio de la Regla y las Constituciones.
El Hermano Pío pronto se empezó a destacar por la abundancia de las lágrimas que derramaba durante la oración de la mañana, consagrada en los capuchinos a la meditación sobre La Pasión, lo cual lo obligaba a extender un pañuelo ante sí, sobre el piso del santuario. Como con San Francisco, fue ante todo por esa amorosa y com­pasiva contemplación de Jesús crucificado a lo que el Padre Pío debió la gracia de recibir más tarde los dolorosos estigmas en su cuerpo. Sin embargo, como se lo confia­ría a su director espiritual, el Padre Agostino, "las luchas espirituales, en comparación con las que sufro en mi carne, son muy superiores''.
Parece que Dios espera que los justos expíen más es­pecialmente en sí mismos, por medio de la tentación, los pecados públicos de sus contemporáneos. En la época en que el psicoanálisis desculpabilizante iba ganando más y más terreno, el Padre Pío —como la pequeña Teresita— tuvo que sufrir una terrible crisis de escrúpulos "casi insoportable" que lo atormentó por tres largos años. Después de la tempestad, la noche. Noche del espíritu, que duró varias decenas de años, tachonada con raras claridades: "vivo en una noche perpetua (...) me veo moles­tado en todo, y no sé si obro bien o mal. No es un escrúpulo, lo sé: la incertidumbre de no saber si agrado o no al Señor es lo que me aplasta. Y esto, en todo y todo lugar: en el altar, en el confesionario... en todo lugar". Sus máximas deben ser meditadas bajo la perspectiva de estas pruebas místicas: "El amor es más bello en el temor, porque es así como nos for­talece". O "Cuanto más se ama a Dios, menos se lo siente".



Santa Teresita le opuso su pequeño caminito de la in­fancia espiritual al orgulloso racionalismo de su tiempo, pero también lo expió con unas terribles tentaciones con­tra la fe. Se conoce su famoso "¡Quiero creer!".
También el Padre Pío conoció pruebas violentas y prolongadas contra la fe, como lo testimonian sus cartas dirigidas al Padre Agostino: "Las blasfemias me atraviesan el espíritu sin cesar y, más todavía, las ideas falsas, como las ideas de infidelidad y de falta de fe. Me siento el alma traspa­sada en cada instante de mi vida, me muero... Mi fe es todo un esfuerzo de mi pobre voluntad contra toda persuasión hu­mana. En suma, mi fe es el fruto de los continuos esfuerzos que hago sobre mí mismo. Y todo esto, Padre mío, no es algu­nas veces por día, sino que es algo continuo... ¡Padre mío, qué difícil es creer!".
Son preciosas lecciones para nosotros, si nos extraña­mos por ser tentados hasta allí.
¿Cómo sobrellevó el Padre Pío estas terribles prue­bas?
De la forma en que lo había aprendido durante su no­viciado: con la oración asidua, la mortificación de sus sentidos, la fidelidad costare lo que costase a las exigen­cias del deber de estado y, por fin, con la obediencia per­fecta al sacerdote encargado de su alma.
Esta experiencia, duramente adquirida, le permitió muy rápidamente atraer sobre sí almas deseosas de per­fección, y ser exigente con ellas: a sus dirigidos, desde un primer momento les trazaba un programa de cinco pun­tos: confesión cada semana, comunión y lectura espiritual diarias, examen de conciencia cada noche, oración mental dos veces por día. En cuanto al Rosario, se impo­nía por sí mismo.
La confesión es el baño del alma. ¡Hay que hacerla cada ocho días por lo menos! ¡Si en una habitación bien limpia y hasta desocupada, entramos luego de ocho días, verán que en ella hay polvo, y que tiene la necesidad de ser limpiada de nuevo!".
A aquel que se declara indigno de comulgar, el Padre Pío le contestaba: "Eso es muy verdadero, no somos dignos de un don semejante. Sin embargo, acercarse al Santísimo en estado de pecado mortal es una cosa, y ser indigno de Él es otra cosa completamente diferente. Todos nosotros somos indignos, pero es Él quien nos invita. Es Él quien lo quiere. Humillé­monos y recibámoslo con un corazón contrito y lleno de amor".
A otro que le decía que el examen de conciencia le pa­recía inútil, pues en cada una de sus acciones su concien­cia le mostraba claramente si lo que hacía era bueno o malo, le replicaba: "Está bien dicho, pero todo mercader avi­sado de este mundo no se limita a controlar durante el día si perdió o ganó luego de cada venta. A la noche hace sus cuen­tas de todo el día para establecer lo que le conviene hacer el día siguiente. De esto se sigue que es indispensable hacer cada no­che un riguroso examen de conciencia, breve pero lúcido".
"El daño que produce en las almas la privación de la lectu­ra de los Libros Santos me hace temblar de horror... ¡Qué fuerza tiene la lectura sagrada para conducir a cambiar el ca­mino, y para hacer entrar en el camino de la perfección hasta a las personas mundanas!".
Cuando el Padre Pío fue condenado a no poder ejer­cer ningún ministerio, ocupó sus tiempos libres, no para leer el diario, "el evangelio del diablo", sino numerosos li­bros de doctrina, historia y espiritualidad. Lo cual no le impidió decir: "A Dios se lo busca en los libros, pero se lo en­cuentra en la oración".


Sus consejos para la oración eran muy simples: "Cuando no logren meditar bien, no dejen por eso de hacer su deber. Si las distracciones son numerosas, no pierdan el áni­mo, hagan la meditación pacientemente, y ganarán a pesar de todo. Fijen el tiempo, la duración de su meditación, y no se muevan de su lugar hasta no haberla terminado, aún si debie­ran ser crucificados... ¿Por qué ustedes se inquietan tanto por no saber meditar como quisieran? La meditación es un medio para alcanzar a Dios, no es un fin. La meditación apunta al amor de Dios y del prójimo. Amen a Dios con toda su alegría y sin reservas, amen al prójimo como a sí mismos, y habrán realizado la mitad de su meditación".
Lo mismo para la asistencia al Santo Sacrificio de la Misa: debe consistir más en actos (contrición, fe, amor) que en consideraciones intelectuales.
A quien le preguntaba si era necesario seguir la Misa con un misal, el Padre Pío le respondía que el misal sólo le era necesario al sacerdote. Para él, la mejor manera de asistir al Santo Sacrificio era unirse a la Virgen de los Do­lores, al pie de la cruz, en la contemplación y el amor. Solamente en el paraíso —aseguraba— uno podrá darse cuenta de todos los beneficios que habremos recibido participando de la Santa Misa.
El Padre Pío, que era tan afable y agradable en las re­laciones humanas, podía volverse duro y rígido cuando el honor de Dios estaba en juego, particularmente en la Iglesia: "El murmullo de los fieles era autoritariamente inte­rrumpido por el Padre, que fulminaba con la mirada a cual­quiera que no observara una actitud de oración... Si alguien permanecía de pie, aunque fuese por falta de lugar, lo invitaba perentoriamente a ponerse de rodillas para participar digna­mente del Santo Sacrificio de la Misa".
El monaguillo demasiado desenvuelto se llevaba también sus reproches: "Chiquito, si quieres ir al infierno, no tienes necesidad de mi firma".
También le había declarado la guerra sin cuartel a las modas de la posguerra: "El Padre Pío, sentado en su confe­sionario abierto, vigila todo el año que las mujeres y las jóve­nes que se confiesan con él no lleven vestidos cortos (exigía que las faldas oculten las rodillas). A menudo había lágrimas: ¡es­perar tanto tiempo para confesarse y hacerse excluir por causa de una falda demasiado corta!... Entonces, algunas almas buenas se adelantan para ofrecer su ayuda: en un rincón se descose un dobladillo, o se presta un abrigo. Luego, el Padre acepta a veces admitir a las humilladas a la confesión".
A su director espiritual, que un día le reprochó su conducta a veces tan severa, le contestó: "Puedo obedecer­le; sin embargo, Jesús es quien me va diciendo cada vez cómo actuar con la gente".
Se trataba, entonces, de una severidad inspirada des­de arriba, únicamente querida por el honor de Dios y la salvación de las almas: "Las mujeres que buscan la vanidad en sus vestidos no podrán revestirse jamás de la vida de Jesu­cristo, y pierden todo adorno del alma desde que ese ídolo en­tra en su corazón".
Y que no le reprocharan una falta de caridad: "Les ruego que no me aflijan más llamando a la caridad, pues la ca­ridad más grande es la de arrancar a las almas ligadas por Sa­tanás para ganarlas para Cristo".
Modelo de respeto y de sumisión hacia sus superio­res eclesiásticos y religiosos, en particular en ocasión de las persecuciones contra su persona, no podía permanecer mudo ante una desviación nefasta para la Iglesia.
Antes mismo del fin del Concilio, en febrero de 1965, se le anunció que pronto habría que celebrar la Misa con un nuevo rito ad experimentum en lengua vernácula, y elaborada por una comisión litúrgica conciliar para res­ponder a las aspiraciones del hombre moderno. Antes mismo de tener el texto ante sus ojos, le escribió inme­diatamente a Pablo VI para pedirle dispensa de esta ex­periencia litúrgica y poder seguir celebrando la Misa de San Pío V.
Ante el Cardenal Bacci, el enviado del Papa que se había desplazado personalmente para traerle esa autori­zación, el Padre Pío dejó escapar una queja: "Por piedad, terminen rápidamente el Concilio". El mismo año, en me­dio de la euforia conciliar que prometía "una nueva pri­mavera" para la Iglesia y para el mundo, el Padre le con­fió a uno de sus hijos espirituales: "Recemos en esta época de tinieblas. Hagamos penitencia por los elegidos".
Y, sobre todo, por aquel que debe ser su pastor de aquí abajo. Toda su vida se iba a "inmolar" por el Papa reinante, cuya foto se encontraba siempre entre las pocas imágenes de su celda.
Otras escenas harto significativas de reacciones con­tra el aggiornamento que las órdenes religiosas experi­mentaron desde el día siguiente del Vaticano II fueron éstas (las citas están extraídas de una obra que posee el Imprimatur): "El Padre General (de los franciscanos) vino de Roma antes del Capítulo especial para las Constituciones, en 1966, para pedirle al Padre Pío oraciones y bendiciones. Lo en­contró en el comedor del convento: «Padre, he venido para en­comendarle el Capítulo especial para las nuevas Constitucio­nes...» Apenas oyó «Capítulo especial, nuevas Constitucio­nes», el Padre Pío hizo un gesto violento y lanzó: «¡No son más que palabras y ruinas!» «Pero qué quiere, Padre, las nue­vas generaciones... los jóvenes evolucionan a su manera... hay nuevas exigencias» «Es el cerebro y el corazón los que faltan, nada más: la inteligencia y el amor».
"Luego, se dirigió hacia su celda; se dio vuelta, y lo apun­tó con su dedo, diciéndole: «¡No nos desnaturalicemos, no nos desnaturalicemos! ¡En el juicio de Dios, San Francisco no nos reconocerá como sus hijos!»''


Un año después, la misma escena, pero para el ag­giornamento de los capuchinos: "Un día, unos cofrades es­taban discutiendo con el Padre Definidor General sobre los problemas de la Orden, cuando el Padre Pío, tomando una actitud extraña, se puso a gritar, fijando su mirada a lo lejos: «¿Pero qué están haciendo en Roma? ¿Qué están combinando? ¡Hasta quieren cambiar la Regla de San Francisco!» Y el De­finidor le dijo: «Padre, estos cambios se proponen porque los jóvenes no quieren saber más nada de la tonsura, del hábito, de los pies descalzos...»
“«¡Expúlsenlos fuera! ¡Expúlsenlos fuera! ¿Pero qué? ¿Ellos le hacen un favor a San Francisco tomando el hábito y siguiendo su modo de vida, o más bien es San Francisco quien les hace un gran don?»"
Si se considera que el Padre Pío fue un verdadero alter Christus, que toda su persona, cuerpo y alma, fueron tan perfectamente conformes como le fue posible a los de Jesucristo, este rechazo neto del Novus Ordo Missae y del aggiornamento, debe ser para nosotros una lección que hay que retener. También es notable que el Buen Dios haya querido llamar a Sí a su fiel servidor poco tiempo antes de la imposición implacable del Novus Or­do en la Iglesia y la orden capuchina. Y también lo fue que Katharina Tangari, una de sus hijas espirituales más privilegiadas, haya sostenido tan admirablemente a los sacerdotes de Ecóne hasta su muerte, un año después de las consagraciones de 1988.
El Padre Pío era aún menos complaciente con el or­den —o más bien, con el desorden—- social y político: "Confusión de ideas y reino de ladrones" (en 1966...). Profe­tizó que los comunistas llegarían al poder "por sorpresa, sin esfuerzo... Nos daremos cuenta de la noche a la mañana".
Lo que no debe extrañarnos es que los pedidos de Nuestra Señora de Fátima no hayan sido escuchados. Hasta le precisó a Mons. Piccinelli que la bandera roja ondearía sobre el Vaticano, “pero eso pasará".
En esto, de nuevo, su conclusión se aproxima a la de la Reina de los Profetas: "Pero al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará". ¿Cómo? Por la omnipotencia divina, cier­tamente, pero provocada por las dos grandes fuerzas del hombre: la oración y la penitencia. Es la gran lección que Nuestra Señora quiso recordamos con insistencia al principio de este siglo: Dios quiere salvar al mundo por la devoción al Corazón Inmaculado de María, y no exis­te ningún problema, material o espiritual, nacional o in­ternacional, que no pueda ser resuelto por el Santo Rosario y por nuestros sacrificios.
También esta fue, sin duda, la última lección que el Padre Pío ha querido dejarnos, por medio de su ejemplo y sobre todo, por los "Grupos de oración" que difundió por el mundo entero.
"No abandonaba nunca el Rosario, hasta tenía uno bajo su almohada. Rezaba varias decenas de Rosarios por día".
Algunas horas antes de expirar, como se lo urgía a decir todavía algunas palabras más, no supo decir otra cosa que esto: "Amen a la Santísima Virgen y háganla amar. Recen siempre el Rosario".
La próxima glorificación del Venerable Padre Pío ciertamente va a despertar en muchas almas la curiosi­dad y la admiración por su persona. Podemos aprove­char esto para hacer que se recuerden sus lecciones, si es que sabemos aprovecharlas nosotros mismos; en el amor misericordioso de los Santísimos Corazones de Jesús y de María.

Hermano Juan


(Tomado de la "Carta a los amigos de San Francisco", del Convento San Francisco de Morgon, Francia. Revista Iesus Christus N° 64, Julio/Agosto de 1999).