Los males de la Democracia, producidos por la falta de
continuidad, son irremediables, a menos de falsear sus principios. Si se quiere
que el Estado cumpla con sus funciones esenciales y exista continuidad en la vida
pública, o competencia en los gobernantes, verdadera representación nacional,
etc., no queda otro recurso que el diagnosticado por Cánovas para impedir que
los Estados terminen en el comunismo, a saber: desterrar totalmente toda la
legislación y todas las instituciones democráticas.
Los
términos de Democracia y competencia son aún más antagónicos que los de verdad
y mentira, luz y tinieblas. La Democracia no sólo es incompetencia, sino que
es, además, un sistema organizado para destruir toda competencia. La Democracia
es el reinado de los más sobre los menos, de la cantidad sobre la calidad, de
los necios, que, según el Libro sagrado, son mayoría, sobre los pocos sabios
que en el mundo han sido. La Democracia ha elevado a los puestos de mayor
responsabilidad y dificultad que hay en el mundo a los hombres de más inferior
calidad intelectual y moral. La historia de todos los países democráticos
confirma, sin excepción, la constante que Maeterlink ha expresado en estos
términos: «Nuestras multitudes tienen en política la nariz del perro, que no
gusta más que de malos olores, y en elegir lo peor su olfato es infalible».
«¿Qué es la mayoría? —se pregunta Schiller—. La mayoría es la sinrazón; la
inteligencia se ha hallado siempre de parte de los menos... Tarde o temprano
acabará por perecer el Estado en que venza la mayoría y triunfe la necedad».
Ibsen afirma que la mayoría se equivoca siempre.
Pero guardemos para otra ocasión el innumerable desfile de
testimonios de los grandes hombres de todos los tiempos, que, en unanimidad
perfecta, condenan a la Democracia como sinónima de lo más bajo y repugnante
que en el mundo pueda existir, y pasemos, sumariamente, revista a cómo la
Democracia garantiza la incompetencia en todos los sectores de la vida
nacional.
Empecemos por dirigir una mirada al Cuerpo electoral,
compuesto por todos los habitantes, hombres y mujeres, de un país determinado.
La incompetencia actual y perpetua de las masas para conocer y distinguir
quiénes son las personas más aptas, inteligentes y justas para el gobierno, es
cosa que nadie duda. Anteriormente, hemos expuesto el poco halagüeño retrato
que del Cuerpo electoral ha escrito el profesor Gastón Jéze. En mérito a la
brevedad nos abstendremos de reproducir las descripciones hechas por ilustres autores,
limitándonos a trasladar aquí la elocuente pintura que de los asistentes «a
mítines, tabernas, manifestaciones y motines» hace Spengler:
«En
algún modo son todos abortos de la naturaleza, gentes que en vez de raza
vigorosa en su cuerpo sólo llevan en su cabeza reivindicaciones de pretensos
derechos y ansia de venganza por su vida fracasada, y en los cuales es la boca
la parte más importante del cuerpo. Es la hez de las grandes ciudades, el
verdadero populacho, el mundo abismal en todo sentido, que en todas partes se
forma en contraposición consciente al gran mundo y al mundo distinguido:
bohemia política y literaria, nobles decaídos, como Catilina y Felipe Igualdad,
duque de Orleáns; universitarios fracasados, aventureros y especuladores,
delincuentes y prostitutas, vagos y débiles mentales mezclados con un par de
tristes soñadores apasionados por cualesquiera ideales abstractos. Un impreciso
sentimiento de venganza por una mala suerte cualquiera que estropeó su vida, la
carencia de todo instinto del honor y del deber y un ansia desenfrenada de
dinero sin trabajo y derechos sin deberes, los une. De esta nube de miasmas
surgen los héroes de un día de todos los movimientos del populacho y de los
partidos radicales».
Larnaude, en su citado informe, sostiene que el problema de
la competencia del elector es un problema insoluble, y el mismo Laski reconoce
que el otorgamiento del sufragio a un número mayor de electores ha acrecentado
la incompetencia del Cuerpo electoral, y, sin embargo, el sufragio universal,
no obstante su incompetencia congénita, es la base del régimen democrático.
Barthélemy, en su obra Le probléme de la competence dans la démocratie, afirma
que «el sufragio universal igualitario no reclama justificación. No es un
sistema. Es una fuerza de la naturaleza». A lo que arguye Larnaude que
también son fuerza de la naturaleza la inundación, el granizo, la avalancha y
el rayo, y, sin embargo, nos defendemos de ellos, y concluye afirmando que sólo
deben tener voz en el capítulo, o, al menos, deben tener derechos superiores
los que comprenden los problemas que plantea la vida pública.
Si
los electores son los que hemos visto, dicho queda quiénes serán sus elegidos.
Spengler, coincidiendo con Benoist, Maurras, Tardieu y otros autores, afirma
que en cada renovación de las Cámaras se han ido sucediendo cada vez hombres de
calidad más inferior. Antiguamente, en Inglaterra, antes del establecimiento
del sufragio universal, el Parlamento reclutaba sus miembros entre gentes cultas
y preparadas, procedentes de un número limitado de familias que, de padres a
hijos, se transmitían los usos y costumbres parlamentarios. Pero, con la
introducción del sufragio universal, todo ha concluido. A la vista de los
resultados de una elección, dice Charles Benoist, había quien afirmaba que
nunca se podría elegir un personal peor, pero cada nueva elección viene a
desmentir, con la elocuencia irrefutable de los hechos, tales vaticinios.
«Desde hace doce años, escribe Benoist, parecía difícil caer más bajo, y, sin
embargo, cada cuatro años, se baja aún más sin haber tocado todavía el fondo».
En cuanto a los senadores elegidos en Francia por sufragio indirecto, decía
hace treinta y cinco años Challemel-Lacour: «Había soñado con hacer de nuestra
primera Cámara una gran Asamblea; pero, en la actualidad, me pregunto si,
cuando haya muerto el último de los inamovibles, quedará algún senador capaz de
redactar un buen informe sobre una cuestión de interés general». Son los
ciudadanos de hoy y de mañana, es la Nación misma, quienes sufren los daños
dimanantes de la incapacidad de sus legisladores.
Si la existencia de buenas leyes es condición indispensable
para el bienestar de los pueblos, es forzoso reconocer que nada tan contrario a
este bienestar como la Democracia.
Eugenio
Vegas Latapie, ROMANTICISMO Y DEMOCRACIA,
Cultura Española, 1938.