Juan Manuel De Prada
La
editorial Espuela de Plata ha tenido el acierto de reunir en un hermoso y
accesible volumen titulado El espíritu de
la Navidad las páginas que Gilbert K. Chesterton dedicó a celebrar esta fiesta
en la que conmemoramos el trastorno del universo. Chesterton, que fue un
paladín de la alegría, encuentra en la Navidad el asunto que nutre más
gustosamente su pluma; y por las páginas de este delicado libro (el mejor
regalo que les pueden hacer en estas fechas) se suceden artículos y poemas,
cuentos y sainetes que nos llenan el alma con esa alegría que sólo respirábamos
en la infancia.
Chesterton
sabía bien que escribía para una generación que, como la nuestra, estaba tan
exhausta que ya ni siquiera podía abrazarse a algo tan tenaz como la tradición.
Sabía que los hombres de nuestra época «van a la deriva, como un iceberg medio
derretido que flota en aguas turbias sin saber por qué no encaja en su
entorno». Y sabía, en fin, que esta sensación de derretimiento y deriva tenía
mucho que ver con la pérdida del espíritu de la Navidad, que es rabiosamente
carnal, pues no se expresa en proclamas espiritualistas, sino que se encarna en
un niño, en un frágil y aterido niño que llora en mitad de la noche, refugiado
en un pesebre. He aquí, a juicio de Chesterton, la emocionante paradoja sobre
la que descansa la Navidad: «El poder y el centro del universo entero se pueden
encontrar en algo aparentemente pequeño. (…) Y es extraordinario observar hasta
qué punto este sentido de la paradoja del pesebre lo pierden los brillantes e
ingeniosos teólogos y lo conservan los villancicos».
Los villancicos nos siguen recordando, dos mil
años después, que el universo se puede regir desde un pesebre. Todas las
proclamas revolucionarias, todas las promesas democráticas, palidecen ante la
deslumbrante insolencia de esta paradoja
que nos habla de un Dios loco de amor por sus criaturas; tan loco que, por
recuperar su amistad, se hace como una de ellas. Y que, además, puesto a
hacerse una de ellas, no elige al poderoso ni al adinerado, sino al pobre que
no puede nacer en un palacio, ni siquiera en un hospital de la Seguridad
Social, sino que ha de conformarse con una cueva donde los pastores guardan el
ganado. «La gloria de Dios enterrada bajo el suelo», escribe Chesterton. Y la
paradoja que aquella noche se hizo carne en aquel pesebre «se convirtió en algo
más perdurable y fuerte / que los sillares de Roma». Los imperios más poderosos
han caído, como caerán las promesas democráticas con las que ahora nos
acarician las orejas; y esta paradoja seguirá retoñando cada Navidad en el
corazón de los hombres, salvándolos de todas las quimeras marchitas que les
ofrecían el oro y el moro.
En un divertido pasaje de El espíritu de la Navidad, Chesterton ironiza a costa de los
modernos que consideran que la Navidad no encaja con el espíritu de nuestro
tiempo. Y no les falta razón: la Navidad presupone que las familias estén
unidas, o siquiera reunidas; y el espíritu de nuestra época, que ha formado
nuestra sensibilidad en «esa gran abstracción democrática llamada Gente», que
nos ha enseñado a derramar una lagrimilla con las imágenes televisivas de
hambrunas y catástrofes acaecidas en los arrabales del atlas, que nos ha
emborrachado de filantropía y humanitarismo, no puede en cambio «soportar la
conmoción de la inesperada llegada de su propia madre, o incluso de su propio
hijo». Chesterton reclama al hombre solipsista de nuestro tiempo que, si no
tiene deseo de celebrar la Navidad, celebre al menos un festín familiar; pues
saliendo de sí mismo ya ha empezado a celebrar la Navidad, sin darse cuenta. Y
nos alerta contra los dos peligros máximos que acechan a la Navidad: la
espiritualización puritana, que olvida que Dios no fumigó el mundo de Paz,
Fraternidad o cualquier otra entelequia con letra mayúscula, sino que prefirió
concretarse en la carne palpable de un Niño; y su mercantilización, que ha
convertido las monedas de seis peniques que los ingleses entierran en el pudin
navideño (como los españoles enterramos alubias en el roscón de Reyes) en
treinta monedas de plata.
En uno de los desternillantes artículos
incluidos en este delicioso libro, Chesterton glosa con indisimulado arrobo las
viandas navideñas y reconoce paladinamente que la Navidad y la salud son
antagónicas; pero afirma a renglón seguido que las personas auténticamente
sanas deben ponerse de parte de la Navidad. A fin de cuentas, emborracharse es
un delito infinitamente menor, y una enfermedad de resaca mucho menos aflictiva,
que ensoberbecerse. Que es lo que hace quien pretende alejarse del pesebre donde
gimotea un débil niño, olvidando que afuera está la gigantesca noche.