Fuente
La
foto de estos aldeanos arrodillados mientras un sacerdote pasa para
llevar el Santísimo a un enfermo se tomó en Checoslovaquia, a finales
de los años sesenta. El fin de una era. Muy poquitos años después, el mundo
nunca volvería a ser el mismo y, en otros lugares, cuando se hizo la foto las
cosas ya habían cambiado.
¿Puede
un católico ver esta foto y no llorar por todo lo que hemos perdido? ¿Quién
puede ver esta foto y no desear estar junto a esos campesinos, arrodillado en
el fango, en lugar de frente a un móvil o una pantalla de ordenador? Puede que
tengamos más dinero, más aparatos electrónicos, más automóviles, más calles
asfaltadas y, sin duda, más políticos que nos dicen lo que tenemos que hacer,
pero ¿no estaremos más lejos del cielo que ellos? ¿Y no es estar cerca del
cielo lo que verdaderamente importa?
¿No
vendrá en parte la falta de fe de tantísimos católicos en la Presencia
eucarística de que ya no se lleva la comunión a los enfermos
solemnemente, como quien ve al Invisible, sino, en el mejor de
los casos, a escondidas? Más aún, ¿la falta de fe de tantos curas en la
Presencia eucarística no vendrá de esa falta de solemnidad y reverencia? ¿Será
que una presuntuosa familiaridad y una simplicidad solo aparente han engendrado
la rutina, la indiferencia y finalmente el desprecio?
Checoslovaquia
ya no existe y no conocemos el nombre de esos aldeanos ni el de su pueblecillo,
pero el hecho de que se arrodillaran sobre el barro al paso de su Señor para
adorarlo seguirá recordándose cuando el sol se haya apagado y
les será tenido en cuenta en el día del Juicio.