La que aplasta la cabeza del Dragón
infernal en su Concepción Inmaculada y en su Maternidad virginal, la que ha
sido glorificada incluso en su cuerpo y que reina en el Cielo con su Hijo, Ella
domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia y particularmente
los tiempos más tremendos para las almas, a saber, los de la venida del
Anticristo y aquellos en que sus diabólicos precursores prepararán esta venida.
por
el Padre Roger-Thomas Calmel O. P. (1914-1975)
“Quisiera vivir en tiempos del
Anticristo” escribía la pequeña Teresa sobre su lecho de agonía. No cabe duda
que la carmelita que se ofreció como víctima de holocausto al Amor
misericordioso intercederá por nosotros cuando surja el Anticristo, ni cabe
duda que ya esté intercediendo muy especialmente en nuestra época, en la que
los precursores del Anticristo se han introducido en el seno de la Iglesia;
tampoco cabe duda de que su oración se una con la súplica infinitamente más
poderosa de la Santísima Virgen María, Madre de Dios. La que aplasta la cabeza
del Dragón infernal en su Concepción Inmaculada y en su Maternidad virginal, la
que ha sido glorificada incluso en su cuerpo y que reina en el Cielo con su
Hijo, Ella domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia y
particularmente los tiempos más tremendos para las almas, a saber, los de la
venida del Anticristo y aquellos en que sus diabólicos precursores prepararán
esta venida.
María se manifiesta no solamente como
Virgen Poderosa y consoladora en las horas de angustia para la ciudad terrestre
y la vida corporal, sino que se muestra sobre todo como Virgen auxiliadora,
fuerte como un ejército en orden de batalla, en las épocas de devastación de la
Santa Iglesia y de agonía espiritual de sus hijos. Ella es la reina de la
historia del género humano, no solamente para los tiempos de angustia, sino
también para los tiempos del Apocalipsis.
La Primera Guerra mundial fue uno de
esos tiempos de angustia: hecatombes de las ofensivas mal preparadas, derrota
implacable bajo un huracán de hierro y de fuego… ¡Cuántos hombres al abrochar
sus cinturones salían con la certeza terrible de perecer en este tornado
alucinante sin nunca ver la victoria; incluso a veces, y era lo más
atormentador, la duda les venía a la mente respecto al valor de sus jefes y a
la prudencia en sus órdenes! Pero, al final, sobre un punto no tenían duda y
esa cuestión superaba a todas: la de la autoridad espiritual. El capellán que
auxiliaba a esos hombres al servicio de la patria hasta la muerte era
absolutamente firme en cuanto a todos los artículos de la fe y nunca hubiera
pensado en adaptar pastoralmente la Santa Misa; celebraba el Santo Sacrificio
de la Misa según el rito y las palabras antiguas; celebraba con una piedad
tanto más profunda, que el sacerdote sin armas y sus parroquianos armados,
podían ser llamados a unir de un momento a otro su sacrificio de pobres
pecadores con el único Sacrificio del Hijo de Dios que quita los pecados del
mundo. La misma fidelidad del capellán se fundaba tranquilamente en la
fidelidad de la autoridad jerárquica que conservaba y defendía la doctrina
católica y el culto tradicional y no dudaba en apartar de la comunión católica
a los herejes y a los traidores. Después, en pocos instantes quizá, en el
frente de batalla, los cuerpos iban a ser aplastados, despedazados en un horror
sin nombre, quizá se sofocarían inexorablemente y se asfixiarían lentamente en
medio de una capa de gas. Pero, a pesar del suplicio de los cuerpos, las almas
quedarían intactas, su serenidad inalterada, su interior preservado, y el más
negro de todos los demonios, el de las supremas mentiras, no dejaría escuchar
sus sarcasmos. El alma no quedaría abandonada a los ataques pérfidos,
cobardemente tolerada de los pseudo-profetas de la pseudo-Iglesia; a pesar del
suplicio de los cuerpos, el alma volaría del recinto de una fe protegida al
recinto luminoso de la visión beatifica en el paraíso.
La Primera Guerra mundial fue un tiempo
de angustia. Pero ahora, entramos en un tiempo del Apocalipsis. Sin duda,
todavía no llegamos al huracán de fuego que enloquece los cuerpos, pero ya
presenciamos la agonía de las almas, porque la autoridad espiritual parece ya
no querer defenderlas y se desinteresa de la verdad de la doctrina como de la
integridad del culto, al no condenar ostensiblemente a los culpables. He aquí
la agonía de las almas en la Santa Iglesia socavada desde el interior por
traidores y herejes todavía no exiliados.
En la historia, hubo otros tiempos del
Apocalipsis. Acordémonos, por ejemplo, de los interrogatorios a Santa Juana de
Arco, privada de los Sacramentos por los hombres de la Iglesia, relegada al
fondo de un calabozo oscuro, bajo la guardia de horribles carceleros.
Pero las victorias de la gracia siempre
sellan los tiempos del Apocalipsis. Porque, aunque las bestias del Apocalipsis
penetren hasta dentro de la ciudad santa y la pongan en gran peligro, la
Iglesia no deja de ser Iglesia, ciudad muy amada, inexpugnable para el demonio
y sus secuaces, ciudad pura y sin mancha cuya Reina es Nuestra Señora.
Ella, la Reina Inmaculada, es la que
abreviará los siniestros años del Anticristo por medio de Jesucristo, su Hijo.
Incluso, más que nunca, ella nos obtendrá durante esa época la gracia de
perseverar y de santificarnos. Ella nos conservará la porción de autoridad
espiritual legítima que absolutamente nos hace falta. Su presencia en el
Calvario, de pie cerca de la Cruz, nos lo anuncia infaliblemente. Estaba de pie
cerca de la Cruz de su Hijo, el Hijo de Dios mismo, para unirse más
perfectamente con su Sacrificio redentor y merecer toda gracia para sus hijos
adoptivos. Toda gracia: la gracia de enfrentarnos con las tentaciones y las
tribulaciones sembradas hasta en las vidas más unidas; pero la gracia también
de perseverar, de volver a levantarse y de santificarse en las peores pruebas,
pruebas del agotamiento del cuerpo y las pruebas más negras de la agonía del
alma, tiempos en que la ciudad carnal es invadida y tiempos en que la Iglesia
de Jesucristo debe resistir a la autodestrucción. Al estar de pie cerca de la
Cruz de su Hijo, la Virgen María cuya alma fue traspasada por una espada de
dolor, la divina Virgen molida y anonadada como ninguna criatura nunca lo será,
nos dará a entender sin lugar a duda que será capaz de sostener a los redimidos
en las pruebas más terribles con una intercesión materna del todo pura y
poderosa. Esta Virgen muy dulce y Reina de los mártires, nos persuade que la
victoria se esconde en la Cruz misma y que muy pronto será manifiesta; la
mañana brillante de la Resurrección pronto se levantará sobre el día sin fin de
la Iglesia triunfante.
En la Iglesia de Jesús, presa del
modernismo hasta en su cabeza, el sufrimiento de las almas y la quemadura del
escándalo alcanzan una intensidad conmovedora. Tal drama es sin precedente,
pero la gracia del Hijo de Dios Redentor es más profunda que este drama. Y nada
interrumpe la intercesión del Corazón Inmaculado de María que alcanza toda
gracia. En las almas más abatidas y más cercanas a la muerte, la Virgen María
interviene de día y de noche para poner fin, misteriosamente, a este drama y
romper también misteriosamente las cadenas que el demonio creía irrompibles: Solve vincla reis.
Todos
nosotros, a quienes Nuestro Señor Jesucristo, por una marca especial de honor,
llama a la fidelidad en medio de nuevos peligros y en una forma de lucha que
nunca habíamos experimentado –lucha contra los precursores del Anticristo
infiltrados en la Iglesia-, volvamos a lo esencial: nuestra fe. Acordémonos que
creemos en la divinidad de Jesús, en la maternidad divina y en la maternidad
espiritual de María Inmaculada. Consideremos un poco la plenitud de gracia y de
sabiduría escondida en el Corazón del Hijo de Dios hecho hombre y que fluye
eficazmente en todos aquellos que creen; consideremos también la plenitud de
dulzura y de intercesión que es privilegio único del Corazón Inmaculado de la
Virgen María. Recemos como hijos a Nuestra Señora y hagamos la experiencia
inefable que los tiempos del Anticristo son tiempos de victoria: victoria de la
Redención plena de Jesucristo y de la intercesión soberana de María.
Padre
R. Th. Calmel O.P. – 1975