miércoles, 26 de junio de 2013

HOY COMO AYER: LA VICTORIA DE LA DIPLOMACIA POR SOBRE LOS PRINCIPIOS





“Tocamos aquí un problema muy importante: para alcanzar un objetivo determinado, ¿puede la diplomacia ceder en los principios? La experiencia da una respuesta negativa, porque al ser la apariencia todo lo que ve la opinión, a ésta se le escapa la maniobra. No ve más que el abandono consentido, la restricción mental o la “combinazzione” y lo que no es más que una maniobra le parece adhesión sincera. Confundida, la opinión pierde gran parte de su ardor para defender las ideas que son combatidas por el régimen con el que se negocia. El avance del enemigo se encuentra tanto más facilitado y sus exigencias aumentan en la misma medida en que la diplomacia se vuelve más complaciente.

León XIII piensa poder manejar a los católicos franceses según las necesidades de su diplomacia. No presta atención a que los individuos se guían por convicciones y que llevarlos a dudar de ellas, es debilitar el instrumento del que se pretende disponer.

Prisionero de la maniobra diplomática que ha decidido, León XIII tiene que ordenar a los católicos franceses, en su inmensa mayoría monárquicos, que se adhieran a la República. Decisión dramática, porque va a desorientar a la Derecha, a lanzar a muchos militantes a la abstención, forzar al disimulo a espíritus rectos y reforzar, por el contrario, la combatividad de los republicanos que ven cómo el adversario abandona sus posiciones y solicita el armisticio.

El nuncio Czalcky explicaba al marqués de Dreux-Brézé que los legitimistas, al continuar luchando a favor de los principios de los que eran representantes, ya no serían escuchados y verían disminuir progresivamente el número de sus afiliados. Su influencia, reconocida como muy valiosa en muchos aspectos, desaparecería y el bien moral, que lógicamente estarían llamados a hacer, sería para ellos irrealizable en adelante.

“Este bien –añade Mons. Czalcky, según cuenta M. de Dreux-Brézé- hay que enfocarlo ahora desde otro punto de vista, nuestros adictos deberán intentar llevarlo a cabo en otro terreno; este punto de vista es el reconocimiento del hecho de la transformación de Francia en una república y el de la aceptación de esta transformación”.

¡Estas expresiones eran pasmosas! No solamente prefiguraban una filosofía del “sentido de la Historia” irreversible, sino que parecían indicar una ignorancia total de los esfuerzos de propaganda de los republicanos para conquistar a las masas. No lo habían conseguido a la primera, ni fácilmente y, aunque el nuncio lo dijera, no estaban seguros de tener siempre ventaja. Después de todo, hacía solamente diez años, ¡no había más que cinco diputados republicanos en el Cuerpo Legislativo!

Parecía que el nuncio no aprendía nada de esta lección de propaganda dada por los republicanos. Lo que le interesaba era intentar formar una fuerza nueva con los católicos arrancados de sus fidelidades políticas.

“Yo me permití contestar a Mons. Czalcky –prosigue M. de Dreux-Brézé- indicándole que sus proposiciones, que su programa, eran para un legitimista absolutamente inaceptables; que aceptándolos, si fuese posible adoptarlos, los realistas ya no serían comprendidos por nadie; que, haciendo esto, en lugar de acrecentar su autoridad moral sobre la población entre la que vivían, perderían la que aún les aseguraba la estima y el respeto que les rodeaba”.

Se perdieron los principios y no se obtuvieron los votos.





Los únicos que se beneficiaron de la situación fueron los radicales. León XIII les hacía el juego anulando la oposición que más podían temer, e incluso escribiendo al presidente de la República pidiéndole que “usase de su autoridad, para que fuesen restablecidas las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado”.

Jules Grévy respondió fríamente que si las cosas no iban bien entre la República y la Iglesia, la causa era “la actitud hostil de una parte del clero respecto a la República, en las luchas que aún sostiene diariamente contra sus mortales enemigos”. Y añadía: “En este funesto conflicto, desgraciadamente, tengo muy poco poder sobre los enemigos de la Iglesia. Pero Vuestra Santidad tiene mucho poder sobre los enemigos de la República”.

León XIII quedó atrapado en este engranaje. Obligó a exigir a los católicos su adhesión a la República. La intrusión política era flagrante y resultó ser desastrosa: incapaces de adueñarse del poder por las elecciones, los “ralliés” tuvieron que soportar las leyes de descristianización que votaba alegremente la Cámara de los diputados.

“Los católicos podían maldecir el laicismo, pero desde el momento que no habían podido adueñarse del poder político que les habría dado la fuerza de legislar a su conveniencia, no podían reprochar con razón al gobierno que aplicase su legislación”.

Habían aceptado la ley del número y debían aceptar sus decisiones.

León XIII se dio cuenta pronto que el cuerpo electoral estaba manipulado por las Logias y que en la democracia moderna el verdadero poder era la Francmasonería. Creo que en el fondo pensó entonces en organizar en torno a las parroquias una especie de “contramasonería” para entorpecer la labor de las Logias. En todo caso no ahorró sus ataques contra la masonería en sus encíclicas.

León XIII alentó una vasta campaña antimasónica pero, atacar a la Masonería sin tocar el régimen que ella dominaba, era un combate perdido de antemano.

Sin embargo, León XIII se aferraba más que nunca a su política del “Ralliement”, que fue oficialmente propuesta a los católicos franceses por el cardenal Lavigerie, en noviembre de 1890 en Argel:

“Cuando la voluntad de un pueblo se ha asegurado de que la forma de gobierno no lleva consigo nada contrario, como lo proclama últimamente León XIII, a los únicos principios que pueden hacer vivir a las naciones cristianas y civilizadas… no queda más que la adhesión sin segunda intención a la forma de gobierno llega el momento de… sacrificar todo lo que la conciencia y el honor permitan… para la salvación de la Patria”.

Así pues, ya quedaba “bautizada” la República...

(…)

La política de León XIII resultó un fracaso total. De 575 diputados, en las elecciones que siguieron a la orden dada a los católicos de adherirse a la República, no fueron elegidos más que 35 de los “ralliés” y los dos que más garantizaban las miras políticas de León XIII, Albert de Mun y Jacques Piou, fueron derrotados.

Entonces comenzó la larga espera de “unas buenas elecciones”. Habían sido vencidos, pero la próxima vez esperaban ganar.

Así fue como la Derecha, corrompida lentamente durante esta interminable espera, decepcionada siempre, comenzaba a derrumbarse. Un inmenso escepticismo, una repugnancia profunda aquejaba a unos hombres a los que se había dicho bruscamente que la legitimidad no existía, que los juramentos no contaban, que las ideas eran intercambiables, relativas.

Pero, en el otro bando, la izquierda no cesaba de triunfar porque caminaba en el sentido de sus principios.

Las Logias, entretanto, seguían complaciéndose en humillar a los “ralliés” haciendo votar una legislación cada vez más antirreligiosa, expulsando a los monjes, laicizando la Escuela en donde iban a formar su nueva juventud, en fin, separando oficialmente el Estado de la Iglesia.

El ministro de Justicia, M. Darlan declaraba al Senado:

“Señores, ¿es que la actitud del Papa ha tenido alguna influencia sobre nuestras doctrinas, nuestros actos?... No dejaremos decaer de nuestras manos ninguna de las leyes que el parlamento ha dado al País”.

El masón F. Doumer declaraba que “en política, como en la guerra, la pacificación solo es aceptable cuando el enemigo está vencido, aniquilado…”

Clemenceau advertía a los “ralliés”:

“Me dicen que quieren separar la Iglesia de los partidos hostiles a la República… Es una empresa por encima de las fuerzas humanas porque los dos elementos que quieren juntar se excluyen”.

Y, a todo esto, ¿qué habían ganado los “ralliés”? Nada. Habían dividido a las fuerzas conservadoras y ni siquiera habían forzado las puertas de la República. Se los dejaba en la puerta y encima se burlaban de ellos.

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Los “ralliés” continuaron siendo vencidos en 1893, vencidos en 1898, vencidos en 1902. Y también en 1906, en 1910, en 1914, hasta que su nombre mismo desaparece del vocabulario político. La República lo había arrastrado definitivamente sin ellos y contra ellos.

A partir de entonces vinieron las consecuencias.

Los espíritus, entregados sin defensa a las más destructivas ideologías se corrompieron; las costumbres se degradaron; la corrupción del Estado acompañó a la de la sociedad. No habiendo ningún principio que mantuviese unida a la comunidad, la noción misma de comunidad quedó borrada.

Cada uno reivindicó para sí. Hubo clanes, partidos, grupos de presión. La opinión arrastrada por los periódicos y después por la radio fue una presa fácil para la plutocracia que poseía estos medios de propaganda. La democracia derivó en plutocracia sin darse ni cuenta.

Todos los cuerpos sociales fueron contaminados fácilmente y simultáneamente por una misma decadencia. El clero no escapó a ella, bebió los venenos del siglo y el mal se introdujo en la Iglesia. Los hombres de Iglesia, como los demás, comenzaron a decir las mismas palabras, a escuchar al siglo, en lugar de adoctrinarlo”.

“La Iglesia ocupada”, Jacques Ploncard d’Assac, 1974.