Por
Mons. Dr. Paul W. von Keppler
«Padre, perdónales,
porque no saben lo que hacen.»
Pater,
dimitte illis, non enim sciunt quid faciunt.
(Luc.
23, 34.)
La
imagen lastimera del Salvador crucificado, en la que fijan hoy su mirada todos
fieles, fuéle mostrada en vaticinio al profeta Isaías, con toda claridad. Una
circunstancia, entre todas, causóle profundísima impresión: el silencio
maravilloso de este divino Paciente, en medio de tan terribles tormentos y de
tan horrenda injusticia. Este silencio llena de sagrado asombro al profeta, que
maravillado exclama: «Ofrecióse al sacrificio voluntariamente, y no abrió su
boca; será conducido al matadero, como la oveja, y, como cordero delante del
que lo trasquila, enmudecerá y no abrirá su boca»—Oblatus est quia ipse voluit, et non aperuit os suum; sicut ovis ad
occisionem ducetur, et quasi agnus coram tondente se obmutescet, et non aperiet
os suum (Is. 53, 7).
De
este silencio del Salvador maravillóse también Pilato (Matth. 27, 14), y se
maravillan asimismo todas las almas nobles. Acumulan los judíos acusaciones y
más acusaciones contra el Señor, mas él no se defiende, y calla. Herodes hace
burla de él, y calla; los soldados desgarran sus carnes con dolores acerbos,
que le arrancan algún gemido, pero calla; le hincan en la cabeza y en las
sienes la corona de espinas, que le hace estremecer, por lo terrible de sus
dolores, pero calla; cargan sobre sus llagados hombros el peso de la cruz, y
lleva esta carga hasta que no puede más, hasta sucumbir debajo de ella; pero
calla. Realmente no hay cosa que tanto nos descubra la grandeza de alma y la
heroica paciencia del Varón de dolores, como este soberano silencio.
Mas
con este su callar tan elocuente mezcló el Salvador en su Pasión, algunas
veces, muy breves frases; y el largo y profundo silencio que guardó, estando en
la cruz, lo interrumpió para decirnos, en aquellos postreros momentos, sus
últimas siete palabras.
¡Sus
últimas palabras! Las últimas expresiones de un moribundo suelen tenerse en
grande estima, y los que le sobreviven las conservan como un legado
testamentario.
Las
últimas palabras del Salvador moribundo son palabras de un Redentor,
reveladoras de su dignidad de Mesías; palabras que iluminan como relámpagos las
tinieblas del Calvario, el misterio de la cruz; palabras que suenan, a la vez
poderosas y terribles, como los siete truenos del Apocalipsis (Apoc. 10, 3), y
dulces y suaves como las campanillas de plata del vestido del sumo sacerdote,
cuando entraba en el Sancta Sanctorum para
ofrecer el sacrificio. La primera de estas siete palabras es el mensaje de
salvación, que hoy no&-envía el Salvador desde la cruz. ¡Ojalá que todos
los corazones se abran para recibirlo!
Los
verdugos en el Calvario acaban de terminar su tarea sanguinaria: se ha
extinguido ya el eco de los martillazos, con que han hecho penetrar los gruesos
clavos por las delicadas carnes de las manos y pies del Salvador. Éste queda
como víctima santa pendiente de la cruz entre el cielo y la tierra,
desangrándose por muchas heridas, entre convulsiones y estremecimientos de
dolor. Hasta la misma naturaleza universal parece suspender todo movimiento y
rumor, presa de espanto y admiración; y ni los rayos del sol ni el aire de la
primavera se atreven a tocar el sagrado cuerpo. De la muchedumbre misma del
pueblo parece haberse apoderado un terror insólito, que paraliza sus lenguas;
y reina un silencio pavoroso. Sólo el odio de los sumos sacerdotes y de los
fariseos se está cebando en los tormentos de su víctima, y con diabólica
fruición comienzan a burlarse del Salvador y a blasfemar de él. Entonces
levanta el Señor su sagrada cabeza, echa una mirada sobre el pueblo, alza sus
ojos al cielo, y abriendo sus labios exclama con voz clara y sonora: «Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen.»
Una
oración al Padre. Ésta es la primera palabra que dice el Señor agonizando en la
cruz. Y no ruega por sí. No dice: Padre, líbrame de esta hora, pase de mí este
cáliz; Padre, no me desampares ni a mí ni a los míos. No suena en su oración ni
la palabra “yo” ni “los míos”. Por otros ruega. ¿Por quién? Por sus enemigos,
por sus verdugos, que acaban de desfogar en él su rabiosa crueldad, por los
príncipes de los sacerdotes y doctores de la Ley, que han jurado darle la
muerte, y aun en la cruz le persiguen y le mofan y escarnecen. Ruega por el
pueblo, que a gritos ha pedido su muerte en cruz, ruega por Pilato que ha
consentido cobardemente en tan injusta y cruel demanda, ruega por todos los
reos y cómplices del crimen que están perpetrando contra él. Y al rogar por
ellos añade la excusa de tan horrenda maldad: ¡No saben lo que hacen!
Ruega
y pide por sus enemigos, pero no los llama enemigos. Pide perdón de su culpa,
pero no la nombra; sólo especifica la excusa, y aun en la misma excusa
contiénese una súplica: no saben, dice, no saben lo que hacen; como si dijera:
ruégote, pues, ¡oh Padre! que les cures de su ignorancia, que los ilumines y
les des la gracia de la fe. Para nada menciona lo que ha tenido él que padecer
por esta culpa de ellos, sólo indica la gran compasión que le causan. No dice:
yo les perdono el mal que me hacen, sino pide que Dios les perdone; y para
importunarle como a padre y moverle más el corazón en favor de ellos, alega sus
derechos de hijo, su amor filial: y no con palabras tan solamente, sino con las
obras elocuentísimas de su obediencia hasta la muerte, de su agonía, de sus
heridas, de su sangre. Por todo esto le dice: ¡Perdónales, Padre, perdónales!
Verdaderamente no pudo haber elevado al cielo su petición con mayor afecto y
eficacia, con mayor encarecimiento y respeto.
«En
los días de su mortalidad», escribe el Apóstol, «ofreciendo con grande clamor y
con lágrimas preces y ruegos a aquél que le podía salvar de la muerte, fue oído
por su reverencia» — Qui in diebus carnis
juae preces supplicationes que ad eum qui possit illum salvum facere a morte,
cum clamore valido et lacrimis offerens, exauditus est pro sua reverentia
(Hebr. 5, 7).
Fue
oído; pues no pedía ser libertado él de las manos de sus enemigos, sino que
fueran éstos perdonados; fue oído por la reverencia con que rogaba al Padre.
¿Sabéis cómo fue su petición oída? Mirad el fruto de esta súplica en la
conversión del malhechor que tiene a su derecha, en la confesión de fe que hace
pública el centurión romano, en el cambio maravilloso de los muchos que,
bajando del Calvario, se daban golpes en los pechos, como dice San Lucas (23,
48). Fruto de esta súplica fue el plazo de cuarenta años de gracia y espera
con que se difirió el castigo que, por la muerte de los profetas y por el
deicidio, merecían el pueblo judío criminal y la ciudad de Jerusalén deicida.
Mas
no es esto todo. La oración del Salvador en la cruz sigue obrando en el
transcurso de todos los siglos; todavía hoy conserva su fuerza, y va extendiendo
su eficacia hasta los últimos confines de la tierra. Esta circunstancia le fue
revelada también al profeta de la Pasión, Isaías, y la expresó él y la incluyó
en la pintura que nos hizo del Crucificado. «Por tanto le daré por su porción a
muchos, y repartirá los despojos de los fuertes; porque entregó su alma a la
muerte, y con los malvados fue contado; y él cargó con los pecados de muchos, y
rogó por los transgresores» — Ideo
dispertiam ei plurimos, et fortium dividet spolia, pro eo quod tradidit in mortem animam suam; et
cum sceleratis reputatus est; et ipse peccata multorum tulit, et pro
transgressoribus rogavit (Is.
53,12).
Esta
oración es el prólogo puesto al sacrificio de la cruz; es el Introito y el
Kyrie eleison, que dan el tono a toda la liturgia de la misa cruenta del
Calvario. Es un mensaje mesiánico, en que el Salvador mismo declara la
naturaleza y fin del sacrificio de la cruz. Sabemos ya de sus mismos labios
que su pasión y su muerte son una ofrenda de expiación; que muere por la culpa,
pero en beneficio de los culpados; que él, levantado en el patíbulo de la cruz,
se interpone como medianero, con su oración, con su sangre y con sus llagas,
entre Dios y el humano linaje prevaricador, sin excluir a ningún pecador,
porque no hay pecador alguno que no sea cómplice en la muerte de Jesús. Por
todos pide perdón al Padre celestial, por todos los que sean todavía capaces
de recibir su disculpa y su absolución.
Hallamos,
pues, en esta primera palabra de la cruz el manantial de la misericordia y del
perdón patente y abierto. Esta palabra sigue obrando, este manantial sigue
fluyendo en el incruento sacrificio de la santa misa, en el sacramento del
bautismo y en el sacramento de la penitencia. Y al oír hoy nosotros de nuevo,
en este Viernes Santo, esta voz de perdón que baja de la cruz, y al pensar que
el Salvador pidió también por nosotros, y pide todavía gracia y perdón al Padre
celestial, ¿no sentimos el corazón enfervorizado, e inundada el alma, por un
torrente de alegría, de esperanza y de confianza sin límites?
Pero
no debemos olvidar que en esta palabra tan suave, blanda y amorosa se encierra
también algo muy serio, muy terrible. Hay pecadores por los cuales no pide
perdón el Salvador, porque sus pecados no pueden ser perdonados. Y hay
pecadores por quienes el Salvador pide perdón, y sin embargo no lo reciben.
¡Desventurados aquéllos a quienes tal desgracia sucede! ¡Dios mío! ¿Qué debemos
hacer para que la oración del Salvador no se pierda en nosotros?
Sólo
puede aprovecharnos tan poderosa y eficaz oración cuando nuestra voluntad y
nuestras obras no se oponen a esta oración, ni le resisten, sino que están en
perfecta armonía con lo que ella pide. El Salvador pide: Padre, perdónales; y
si nosotros pedimos también con espíritu de arrepentimiento y penitencia:
Padre, perdónanos, entonces todo va bien; comunícase a nuestra petición la
fuerza y eficacia de la petición de Jesús, y nos alcanza la gracia de la
conversión y la remisión de la culpa en el sacramento de la penitencia.
Pero
si el Salvador pide: Padre, perdónales, y el pecador por el contrario dice, o
por los hechos muestra, que no le importa el perdón, que no cree necesitarlo ni
lo quiere, y que no tiene ánimo de cesar en sus pecados, ni dejar la ocasión
próxima, ni evitar las malas compañías, ni piensa en cumplir con el precepto
pascual; entonces la fuerza de la oración misericordiosa de Jesús se embota en
aquella frente pecadora de bronce, y se estrella contra el corazón empedernido
del pecador. Entonces tampoco se puede aplicar aquel «no saben lo que hacen»;
porque tales pecadores saben lo que quieren y lo que hacen; se les ha enseñado
por bastante tiempo, se les ha corregido y amonestado bastantes veces: ya saben
lo que hacen, y no quieren cambiar de conducta. Lo que les acontece eso es lo
que han querido.
El
Salvador dice: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.» Así ruega por
sus enemigos mortales que le aborrecen de balde, le cubren de ignominia y
vilipendio, le maltratan villanamente y le enclavan en la cruz. Su oración es
el más perfecto cumplimiento de su mandato: «Amad a vuestros enemigos, haced
bien a los que os aborrecen, y rogad por los que os persiguen y calumnian» —
Diligite inimicos vestros, benefacite his qui oderunt vos, et orate pro
persequentibus et calumniantibus vos (Matth. 5, 44).
De
esta manera añade él mismo el ejemplo al precepto. El que sea de Cristo y
quiera llevar dignamente el nombre de cristiano, debe seguir a su Maestro; de
donde se sigue, con forzosa e inalterable necesidad, que no pueden tener parte
alguna en él, ni recibir los frutos de su oración, ni ser perdonados, los que
alimentan en sus pechos el odio, la ira y el deseo de venganza, y no quieren
reconciliarse con los enemigos ni perdonarles. Dejan que el Salvador diga:
Padre, perdona, pero ellos piensan y dicen: Yo no perdono, ni puedo ni quiero
perdonar. De los tales no se puede decir que no saben lo que hacen. Sí, lo
saben: conocen el mandato del Salvador, conocen su ruego, conocen su ejemplo;
mas no hacen caso de nada de esto. ¿Hay por desgracia en mi auditorio alguien
que vive enemistado y se empeña en conservar esa enemistad, excluye en su
oración a sus enemigos, y no piensa en perdonarles, antes discurre la manera de
vengarse, y aun hoy mismo, día de Viernes Santo, rehúsa unirse a su Salvador
para rogar con él, y con él decir: Padre, perdónales? Pues a este tal yo le
digo, en nombre de Jesús crucificado, que no está él incluido en la oración con
que pide perdón por nosotros el Salvador; y por consiguiente no recibirá perdón
ese infeliz, porque él no quiere perdonar; más le digo que el perdón que él
niega a sus enemigos, a sí mismo se lo niega, como dice San Pedro Crisólogo.
Tal es su desventura; haga él ahora lo que quiera.
Pero
acaso algún corazón oprimido me diga: Padre, no sea tan riguroso. ¡Si supiera
lo que a mí me pasa! Tengo una enemistad, sí; y la tengo precisamente en el
seno de mi familia. La ira, la maledicencia, los pleitos, el maldito dinero se
han conjurado para crear enemigos en el mismo hogar doméstico; he trabajado
cuanto he podido para arrancar de mi corazón esta enemistad, pero inútilmente;
ella es mi pesadilla, es como sombra funesta, que envuelve en tinieblas a toda
la familia. Y no puedo remediarlo.
Si
eso es así, no habla contigo lo que acabo de decir. Si no alimentas ningún
rencor en tu corazón, si no demuestras en lo exterior ningún afecto de
hostilidad, si ruegas por tus adversarios y no dejas de buscar medios de
reconciliación, has hecho ya lo que está de tu parte, y puedes dejar lo
restante en manos de Dios. Acaso puedas, hoy precisamente, proponer una vez más
algún arreglo de paz; hoy, en que baja desde la cruz, y se oye en toda la
tierra, la voz de perdón: día sagrado en que todo habla de reconciliación y de
paz.
En
algún otro corazón bulle tal vez la memoria de injurias recibidas, daños o
perjuicios, reales o aparentes. A su recuerdo rebélase de nuevo y se conmueve
excitada el alma, exclamando: ¡No, yo no puedo olvidar eso, yo no puedo perdonarle!
no le puedo ver.
¡Alto
ahí! ¡Paz y sosiego! Estamos en Viernes Santo; desde la cruz se oye la palabra
de Jesús: ¡Padre, perdona!—-Escucha una historia: Cuando después de la muerte
del patriarca Jacob temieron los hermanos del egipcio José que se despertara de
nuevo en su corazón la ira por el crimen que contra él cometieron en otro
tiempo, se fueron a él, y le dijeron: Tu padre nos encargó, antes de morir, que
te dijéramos esto en su nombre: Ruego que te olvides de la maldad de tus
hermanos, y del pecado y la malicia que ejecutaron contra ti.... Lo cual oído,
José lloró y... díjoles: «No queráis temer, yo os mantendré a vosotros y a
vuestros hijos»; y los consoló, y les habló con blandura y suavidad (Gen. 50,
15—21).
El
Salvador desde la cruz me ha encargado te diga, oh cristiano, que olvides las
injurias que te han hecho; que perdones por amor a él, y te reconcilies con tus
enemigos. No puedes negarte a esto, pues no se te pide cosa imposible. No se te
exige en todo caso, ni siquiera te aconsejaría, tal vez, que tengas trato amistoso
y frecuente con tu enemigo, no; lo que se te pide, sobre todo, es que apagues
en tu corazón el fuego de la ira y mates los deseos de venganza; que no des a
conocer por de fuera ninguna señal de enemistad, y que ruegues por los que te
han hecho mal.
La
oración por los enemigos es el principio, fruto y corona del verdadero amor.
Ésta es la venganza que toma el cielo y que un cristiano debe tomar de su
enemigo, según la frase de San Paulino. Esta oración solemne comenzó a entonar
en la cruz el Salvador y nosotros debemos continuarla. De ninguna manera podemos
celebrar mejor el Viernes Santo, que uniéndonos todos al Salvador al pie de la
cruz, formando allí un solo corazón, y clamar con él al cielo: Padre, perdona,
perdona a todos los que nos desean algún mal o nos lo causan. Seguramente no
saben lo que hacen, y tal vez nuestra culpa es mayor que la suya. Perdónales y
perdónanos también a nosotros por amor a tu Hijo. ¡Perdónanos nuestras deudas
así como nosotros perdonamos a nuestros deudores!
¡Oh
Madre nuestra, María! Como en otro tiempo juntaste, con toda tu alma, tu
oración con la de tu Hijo al pie de la cruz, así hoy también implora para
nosotros y para todos nuestros hermanos, amigos y enemigos, la paz de Dios, la
gracia de la indulgencia y el perdón. Así sea.