No entres en juicio con
tu siervo, porque ante Ti ningún viviente es justo.
(Salmo
142, 2)
Alguien
que, por una rápida infección en la cara se halló a un paso de la muerte sin
perder el conocimiento, ha narrado las angustias de ese momento para el que
quiere prepararse al juicio de Dios. Sentía necesidad de dormir pero luchaba
por no abandonarse al sueño porque tenía la sensación de que éste era ya la
muerte y que en cuanto se durmiese despertaría en el fuego del purgatorio.
Aunque había hecho confesión general y recibido los sacramentos le faltaba todo
consuelo y la certeza del purgatorio se le imponía como una necesidad de
justicia, pues tenía, claro está, conciencia de haber pecado muchas veces pero
no la tenía de haberse justificado suficientemente ante Dios. Una religiosa
enfermera a quien le confió esa tremenda angustia espiritual no hizo sino confirmarle
esos temores, como si debiese estar aún muy satisfecho de que ese fuego no
fuese el del infierno. Salvado casi milagrosamente de aquel trance —agrega— me
consulté con un sacerdote, que me aconsejó leer y estudiar el Evangelio de
Nuestro Señor Jesucristo, y allí encontré lo que asegura la paz del alma, pues
al comprender que nadie puede aparecer justo ante Dios (S. 142, 2) y que nadie
es bueno sino Dios (Luc. 18, 18) comprendí que sólo por la misericordia
podemos salvarnos y que en eso precisamente consiste nuestro consuelo, en que
podemos salvarnos por los méritos de Jesucristo, pues para eso se entregó
Jesús en manos de los pecadores. Maravillosa e insuperable verdad, que nos
llena más que ninguna otra de admiración, gratitud y amor hacia Jesús y hacia el
Padre que nos lo dio. Ella quedará grabada para siempre en el alma que haya
meditado este misterio de la misericordia divina.
Mons. Dr. Juan
Straubinger