En
1918, poco después de terminada la Primera Guerra Mundial, el Cardenal Mercier
dijo: “En nombre del Evangelio y a la luz de las Encíclicas de los
cuatro últimos Papas, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y Pío X, yo no vacilo en
afirmar que esta indiferencia hacia las religiones, que coloca en el mismo
nivel la religión de origen divino y las religiones inventadas por los hombres
a fin de incluirlas en el mismo escepticismo, es la blasfemia que atrae el
castigo sobre la sociedad, mucho más que los pecados de los individuos y de las
familias.” Lo que no sabía el Cardenal era que, antes de cincuenta
años, la blasfemia masónica de la libertad religiosa sería bautizada por un
concilio que envolvería a toda la Iglesia Católica en un estado de
desorientación diabólica. Desde entonces la blasfema libertad religiosa, junto
con muchas otras herejías, es coreada conjuntamente por los enemigos de la
Iglesia y por la Jerarquía de la Iglesia, cosa nunca vista en la historia.
Muchas ideas que antes fueron inconcebibles o se juzgaron sacrílegas, heréticas
y blasfemas, hoy son predicadas desde los púlpitos bajo el rótulo de
“magisterio eclesial”. Desorientación diabólica. Los Padres
conciliares hicieron lo que nuestro Señor dijo que nunca hacen los padres
naturales con sus hijos: ¿qué padre hay entre vosotros que, si su hijo
le pide un pez, en lugar de un pez le da la serpiente? Y los Padres
conciliares nos dieron las serpientes de las palabras poco rectas, calculada y
astutamente ambiguas. ¿O, si le pide un huevo, le da el escorpión? Y
los Padres conciliares nos dieron esos textos que envenenan las almas con
muchos errores. ¿O, si le pide pan le da una piedra? Y los
Padres conciliares nos dieron, en lugar del pan de la verdad, las piedras
pesadas de las herejías que hunden a las almas en el infierno.
Nada
podrían los enemigos de Cristo, si entre los hombres de Iglesia no abundaran
los cobardes y los traidores. Los hijos del diablo hacen grandes avances por
causa de la complicidad, la ceguera y la cobardía de muchísimos católicos que
deberían estar dispuestos a dar la vida en defensa de la Verdad, como dignos
hijos de Dios. Acabamos de ver una prueba de ello en esa reunión del martes en
el Vaticano, en ese encuentro “cordial” entre las autoridades modernistas y el
supuesto líder de lo que queda de enteramente católico en la Iglesia. Dios nos
libre de ser cordiales con los destructores de la Iglesia, con esos ministros
del diablo. Pero no sólo se dio esa cordialidad entre dos prelados de
“sensibilidades” opuestas pero liberales al fin y al cabo, sino que ambos
acordaron -lo que es mucho más grave todavía y que prueba que la
desorientación diabólica ha entrado en la FSSPX desde la cabeza- “superar
gradualmente las dificultades y llegar a la reconciliación plena”. Dicho
más claramente: se acordó que la Fraternidad hará gradualmente las concesiones
necesarias para ser aprobada por Roma. ¡Pero ser aprobados por Roma apóstata
equivale a ser reprobados por Dios! Porque nos advierte San Pablo: No
os unáis en yugo desigual con los infieles, pues ¿qué tienen de común la
justicia y la iniquidad? ¿O qué sociedad puede existir entre la luz y las
tinieblas? ¿O qué acuerdo puede haber ente Cristo y Belial? (2 Cor
6 14-15). Por tanto, la reunión del pasado martes en el Vaticano fue un gran
paso en la auto demolición de la obra de Mons. Lefebvre, y la actitud de las
autoridades de la Fraternidad tiene un solo calificativo: traición.
Estas
defecciones, cobardías y rendiciones de los católicos son la principal causa de
la progresiva extensión del reinado del demonio sobre el mundo. Satanás se
va haciendo rey de los individuos, de las familias y de los Estados en la misma
medida que Cristo va siendo expulsado del trono que le pertenece en todos los
corazones, en todos los hogares y en todas las sociedades.
¿Cómo
se ha podido llegar a este increíble estado de cosas? La respuesta se relaciona
con esta fiesta de San Miguel Arcángel. El 13 de octubre de 1884, el Papa León
XIII, después de haber celebrado la misa, asistió a una segunda misa, según
acostumbraba. Hacia el final, se le vio levantar la cabeza de repente y mirar
fijamente hacia el altar, encima del tabernáculo. El Papa palideció y se le vio
tenso. Acabada la misa, se levantó y, todavía conmocionado, se dirigió hacia su
despacho y se encerró en él. Luego hizo llamar a un secretario, a quien dio una
hoja que debía ser impresa y enviada a los obispos de todo el mundo. La hoja
contenía el exorcismo del arcángel San Miguel, compuesto por el mismo
Pontífice; el mismo que recitamos después de cada misa rezada. León XIII
relataría más tarde que durante la segunda misa había visto una nube de
demonios que se lanzaban contra Roma para atacarla. «Vi demonios y oí
sus crujidos, sus blasfemias, sus burlas. Oí la espeluznante voz de Satanás
desafiando a Dios, diciendo que él podía destruir la Iglesia y llevar a todo el
mundo al infierno si se le daba suficiente tiempo y poder. Satanás le pidió
permiso a Dios de tener 100 años para influir en el mundo como nunca antes
había podido hacerlo». Pero el Papa pudo ver también aparecer a San Miguel,
que lanzaba a Satanás con sus legiones al abismo del infierno. De ahí su
decisión de recurrir a San Miguel Arcángel y a las milicias del cielo para
defender a la Iglesia contra los ejércitos diabólicos en esta gran ofensiva.
Todo
indica que estamos dentro de esos 100 espantosos y terribles años y, sin
embargo, en la misa nueva no se reza la oración a San Miguel. Fue
suprimida por los ministros del demonio en la destructora “reforma litúrgica”
iniciada en su concilio, el Vaticano II, el mismo que se negó -por las
maquinaciones del clero servidor del infierno, masón, liberal, modernista y
filo marxista- a hacer definiciones acerca de la S.V. María, el mismo que
oficializó la herejía ecumenista, el mismo que enseñó que el hombre tiene derecho a
no creer en Jesucristo, el mismo que destronó a Cristo y dio inicio a la entronización
de diablo en el lugar santo.
¡San Miguel Arcángel, defiéndenos en la
batalla!
¡Ave María Purísima!