La Cruz de Cristo fue descubierta el año 326 por Santa Elena, madre del
emperador Constantino. Permaneció la Cruz en la iglesia del Santo Sepulcro, que
fue dedicada el 14 de septiembre de 335; de ahí la fecha de esta fiesta. Pero
hoy también se conmemora la recuperación de la Cruz de manos de los persas,
acontecimiento que tuvo lugar el 14 de septiembre del año 630. En el año 615 el
rey persa Cosroes invadió la Tierra Santa y ayudado por los judíos y
samaritanos destruyó, a su paso, todo lo que encontró de católico. Y aunque
dejó el sepulcro de Cristo intacto, se llevó el fragmento de la Cruz que Santa
Elena había dejado allí, el cual se encontraba dentro de un cofre de plata. Se
dice que Cosroes se hizo un trono en una alta torre, en que se sentaba con la Cruz
a su derecha, denominándose a sí mismo "el padre".
Catorce años estuvo la Cruz en poder de los persas hasta que el
emperador bizantino Heraclio logró recuperarla, una vez asesinado Cosroes por
un hijo suyo. El emperador había pensado hacer entrar la Cruz a la ciudad por
la misma puerta por la que Cristo había pasado humildemente sobre un asno antes
de su Pasión. En la procesión, Heraclio llevaba sobre sus hombros el relicario
con el santo Madero. Entonces sucedió un milagro: repentinamente aumentó tanto
el peso de la Cruz, que el emperador fue incapaz de dar un paso más. El
Patriarca San Modesto, reparando en el oro, púrpura y piedras preciosas de que
iba cubierto el emperador, le dijo: «Señor, ¡no sea que ese ornato que
ostentáis esté poco en armonía con la pobreza y la humildad de Cristo caminando
cargado con la Cruz!» Ante estas palabras Heraclio se descalzó y se puso un
vestido pobre, y entonces sí pudo llevar cuesta arriba el sagrado Leño con
facilidad, hasta el mismo lugar del Calvario en que fue fijado cuando el
Redentor del mundo murió clavado en él.
Hasta acá la historia de la fiesta de hoy, en la que san Pablo nos
exhorta a la humildad con el ejemplo de Cristo (Filip 2, 5-11): Porque -dice
la Epístola- debéis tener en vuestros corazones los mismos
sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo, el cual, teniendo la naturaleza de
Dios, no usurpó el ser igual a Dios -como sí usurpan o roban los
demonios y los hombres que con orgullo y rebeldía pretenden hacerse iguales a
Dios-sino que se anonadó a Sí mismo tomando la forma de siervo, hecho
semejante a los hombres, y reducido a la condición de hombre, se humilló a Sí
mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz. Anonadar
significa reducir a la nada, rebajar, humillar, abatir. ¿Qué Cristo se haya
anonadado a Sí mismo quiere decir que se vació de la divinidad? No -explica
Santo Tomás (Comm. in Phil.)- porque al tomar lo que no era (ser hombre)
permaneció siendo lo que era (Dios). Se anonadó, entonces, no por dejar la
naturaleza divina, sino por tomar la naturaleza humana. Dice tomando
la forma de siervo (o esclavo): porque el hombre por su creación
es siervo o esclavo de Dios. Y reducido a la condición de hombre -al
tomar todos los defectos y propiedades del hombre, menos el pecado- se
humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte: “el modo de
humillarse y el signo de la humildad es la obediencia, mientras que lo propio
de los soberbios es seguir su propia voluntad, ya que los orgullosos buscan lo
elevado, y a lo elevado corresponde gobernarse a sí mismo, no ser gobernado por
otro, y por eso la obediencia es contraria a la soberbia” (id.). “De aquí que
queriendo mostrar la humildad perfectísima de la Pasión de Cristo, dice que se
hizo obediente; porque si hubiese padecido, pero no por obediencia, no fuese
tan alabado, ya que la obediencia da el mérito a nuestros padecimientos” (id.).
“Y ¿de qué modo se hizo obediente? No con la voluntad divina… sino con la
humana, que en todo se dejó gobernar por la voluntad paterna [de Dios Padre]. Y
convenientemente padece por obediencia, porque la primera prevaricación [o
pecado] fue por desobediencia: Porque como por la desobediencia de un
hombre muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno
muchos serán constituidos justos (Rom 5, 19). Y esta obediencia es
grande y loable, porque sigue el mandato de otro contra el impulso propio, pues
la voluntad humana se mueve instintivamente a dos cosas: a vivir y a ser
honrado; pero Cristo no rehusó morir ni evitó la ignominia [o deshonra], por lo
que agrega y muerte de Cruz, que es muy deshonrosa” (id.).
Estimados fieles: toda la historia de la humanidad se puede reducir a la
pugna entre la obediencia y la desobediencia a Dios: el demonio desobedeció
primero e hizo desobedecer a los primeros padres. La antigua humanidad,
enteramente hundida en la desobediencia, fue exterminada -salvo ocho personas-
por el diluvio. Dios dio la Ley a los hebreos para que éstos pudieran
obedecerle, pero la obediencia perfecta y de valor infinito sería obra sólo de
Cristo, haciéndola triunfar por su Pasión y muerte. Luego la Iglesia comienza a
extender la obediencia por todo el mundo. Recuerden los 80.000 prisioneros
sacrificados en cuatro días a los demonios por los aztecas poco antes de que se
iniciara, para este país, el tiempo de la obediencia con la llegada de la luz
de la fe. Más o menos por la misma época, Europa comienza a volver nuevamente a
la desobediencia mediante la rebelión protestante. En el siglo XVIII el demonio
hace surgir la Masonería, cuyo fin es organizar en todo el mundo la
desobediencia a Dios. A inicios del siglo XIX el demonio logra desintegrar el
católico imperio español, colocando a las nuevas repúblicas en el camino ancho
de la desobediencia; y a mediados de ese siglo surge el liberalismo, cuya
esencia está en el espíritu de autonomía -es decir, de desobediencia-, en la
preeminencia del amor a la libertad (a sí mismo) por sobre el amor a Dios.
Hasta mediados del siglo XX la Iglesia se mantuvo como el reducto inexpugnable
de la obediencia en un mundo sumergido nuevamente en la diabólica rebelión
contra Dios, pero sobrevino el concilio Vaticano II, con el que la misma
Iglesia se une a la desobediencia general al bautizar y hacer suyos los
principios liberales. Y porque es un deber desobedecer a los hombres cuando
éstos nos quieren llevar a desobedecer a Dios, suscita la Providencia a Mons.
Lefebvre como gran defensor de la verdadera obediencia, siendo acusado de
“desobediente” y excomulgado por los lobos con piel de oveja que usurpan hasta
el presente la Jerarquía eclesiástica.
En estos últimos tiempos, el demonio, entonces, lleva a los hombres a la
desobediencia no sólo frontalmente, sino que -con redoblada astucia- también
bajo las apariencias de obediencia a Dios. “Es preciso reconocer que la
jugarreta ha sido bien hecha y que la mentira de Satanás ha sido utilizada
maravillosamente”, dice Mons. Lefebvre en el libro El Golpe Maestro de
Satanás. “Satanás ha logrado un golpe verdaderamente maestro: logra hacer
condenar a quienes conservan la fe católica por aquéllos mismos que debieran
defenderla y propagarla.” “La Iglesia va a destruirse a sí misma por vía de la
obediencia.” “La iglesia liberal y modernista que ocupa la verdadera Iglesia
amordazada, no tiene ningún derecho a ser obedecida, más aún, debe ser
desobedecida porque sus órdenes y sus orientaciones no son las de la Iglesia
Católica. Ellos destruyen a la Iglesia. No podemos colaborar en la destrucción
de la Iglesia”... Lo mismo decimos en la Resistencia: no podemos colaborar en
la destrucción de la obra de Mons. Lefebvre. No entraremos en el juego
diabólico de la falsa obediencia. Desobedecemos a los hombres para obedecer a
Dios. ¡Dios nos haga obedientes hasta la muerte!