miércoles, 20 de noviembre de 2013

LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS


LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS


R. P. Emmanuel André

El drama del fin de los tiempos
 (Noveno artículo, noviembre de 1885)




La Sagrada Escritura nos señala un gran acontecimiento, que nos muestra como entrelazado en la guerra que el Anticristo desencadenará contra la Iglesia: es la conversión de los Judíos. Hemos diferido de hablar de ella hasta ahora, para tratar este tema con más detalle. Además de que, en el punto en que vamos, se encuentra perfectamente en su lugar. Porque la conversión del pueblo judío nos es presentada como fruto de la predicación de Elías.

I

El pueblo judío es el punto alrededor del cual se desarrolla la historia de la humanidad. Fue acariciado por Dios, en la persona de Abraham, de quien sale; es, antes de Nuestro Señor, el pueblo sacerdotal por excelencia, cuyo estado, según la sentencia de San Agustín, es totalmente profético; ha dado nacimiento a la Santísima Virgen y al Salvador del mundo; ha formado el núcleo de la Iglesia naciente. Todos estos privilegios hacen de la raza judía una raza excepcional, cuyos destinos son extremadamente misteriosos.
Por una inversión extraña y lamentable, desde el momento en que produce al Salvador del mundo, la raza elegida, la raza bendita entre todas, merece ser reprobada. Ella se niega a reconocer, en su humildad, a Aquél cuyas invisibles grandezas no sabe adorar. Parece que Dios haya querido mostrar por ahí que la vocación al cristianismo no le debe nada ni a la carne ni a la sangre, puesto que los mismos de quienes Cristo venía según la carne (Rom. 9 5) fueron rechazados de ella por su orgullo tenaz y carnal.
Su reprobación, sin embargo, ¿es definitiva? ¿Seguirán siendo siempre la presa de Satán, y estando excluidos del resto del mundo por la cruz del Salvador? ¡Dios no lo quiera! Dios reserva misericordias supremas al pueblo que fue el suyo. A este pueblo, al que fue dicho: “Vosotros no sois mi pueblo”, se le dirá un día: “Vosotros sois los hijos del Dios vivo” (Os. 1 10). Después de haber quedado durante largo tiempo sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin altar, los hijos de Israel buscarán al Señor su Dios; y eso se hará sobre el fin de los tiempos (Os. 3 4-5).
Elías será el instrumento de esta maravillosa vuelta. “He aquí que Yo os enviaré, dice el Señor por Malaquías, al profeta Elías, antes de que llegue el día grande y terrible de Dios, para que vuelva el corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a sus padres” (Mal. 4 5-6). Es decir, restablecerá la armonía de los mismos amores, de las mismas adoraciones entre los santos antepasados del pueblo judío y sus últimos descendientes.
San Pablo afirma a su vez este acontecimiento tan consolador. El ve en la reprobación de los judíos la causa ocasional de la vocación de los Gentiles. Luego añade: “No quiero que ignoréis, hermanos, este misterio: que el encallecimiento ha sobrevenido parcialmente a Israel, hasta que la totalidad de las naciones haya entrado; y entonces todo Israel será salvo” (Rom. 11 25).
Tal es, pues, el designio de Dios. Es necesario que toda la gentilidad entre en la Iglesia; y cuando haya concluido el desfile de las naciones, Israel entrará a su vez. Será el gran jubileo del mundo; la gracia se derramará por torrentes. Si se toman al pie de la letra las profecías, todos los Judíos que entonces vivan, hasta el último de ellos, aunque fuesen numerosos como las arenas del mar, se salvarán (Rom. 11, 27).
Para comprender los estremecimientos profundos que este gran acontecimiento producirá en el mundo, hay que recurrir a las figuras proféticas, por las que Dios se complació a anunciarlo de mil maneras.
El pueblo judío, entrando en la Iglesia, es Esaú reconciliándose con Jacob. ¡Y con qué ternura! “Corriendo al encuentro de su hermano, Esaú lo abrazó, se echó sobre su cuello y lo besó, rompiendo ambos a llorar” (Gen. 33 4).
Pero el verdadero símbolo de Jesús reconocido por sus hermanos Judíos, es sobre todo José reconocido por sus hermanos. En otro tiempo lo vendieron y lo crucificaron; mas una imperiosa necesidad de verdad y de amor los lleva a sus pies al fin de los tiempos. ¡Qué encuentro! ¡Qué espectáculo! ¡Jesús, en todo el brillo de su poder, desvelando a los Judíos los tesoros de su Corazón, y diciéndoles: Yo soy José, yo soy ese Jesús a quien vosotros vendisteis! (Gen. 45 3).
Abrid por fin el Evangelio, en la página del hijo pródigo (Lc. 25). Este pródigo, que viene de tan lejos, son los pobres Gentiles que entran en la Iglesia. Los judíos son representados por el hijo mayor, celoso y egoísta, que se obstina en permanecer afuera porque su hermano ha sido recibido en la casa. El padre sale y le hace invitaciones apremiantes, cœpit illum rogare. Este desnaturalizado se niega a escuchar a su padre; pero al fin lo escuchará, entrará, y habrá en la casa paterna doble regocijo.
¡No!, no podemos imaginarnos las alegrías de la Iglesia, cuando por fin abra su seno de madre a los hijos de Jacob. No podemos imaginarnos las lágrimas, los arrebatos de amor de éstos, cuando, después de desaparecer por fin el velo de sus ojos, reconozcan a su Jesús. ¿En qué momento preciso sucederá este gran acontecimiento? Ahí está el nudo de la dificultad. Sin pretender resolverla, esperamos esclarecerla un poco.

II

Parece seguro, según la tradición, que el Anticristo será de nacionalidad judía. Aparecerá como el producto de esta fermentación de odio que, desde hace siglos, agría el corazón de los judíos contra Jesús, su tierno hermano, su incomparable amigo.
Parece igualmente seguro que los Judíos en su mayor parte acogerán a este falso mesías, haciéndole cortejo, y le someterán el mundo por la mala prensa y la alta finanza.
Pero, ya desde el tiempo que precederá a la venida del hijo del pecado, se formará, entre los judíos, una corriente de adhesión a la Iglesia. Los grandes acontecimientos tienen siempre preludios que los anuncian.
San Gregorio declara que el furor de la persecución del Anticristo recaerá principalmente sobre esos judíos convertidos, cuya constancia en soportar todos los ultrajes y todos los tormentos por el nombre mil veces bendito de Jesús nadie igualará. Este pasaje de San Gregorio es demasiado importante para que lo omitamos.
El gran Papa explica una de las misteriosas profecías en acción de Ezequiel (Ez. 3). Es un drama en tres actos. 1º Dios ordena al profeta que salga al campo; esta salida representa la difusión del Evangelio entre los Gentiles. 2º Luego lo hace entrar de nuevo en la casa, donde es cargado de cadenas, apresado y reducido al silencio; lo cual indica cómo el Evangelio será predicado por los Judíos a los mismos Judíos, de los cuales unos se convertirán, y otros agarrarán a los predicadores y los abrumarán de malos tratos, a saber durante la persecución del Anticristo. 3º Dios aparece, abre la boca al profeta, que habla con más fuerza que nunca; es lo que sucederá con la venida de Elías, el cual, por sus predicaciones inflamadas e irresistibles, convertirá a los restos de su nación (In Ezech. lib. I, hom. XIII).
No podríamos aquí admirar bastante la lucidez profética de San Gregorio. Distingue de antemano las fases del gran acontecimiento que nos ocupa: escisión del pueblo judío en dos partes, opresión de los convertidos por parte de los refractarios, conversión total realizada por Elías.
El santo Papa asegura, en sus comentarios sobre Job, que esta vuelta definitiva de los restos de Israel tendrá lugar bajo los ojos mismos y a pesar de la rabia impotente del Anticristo (Moralia in Job, lib. XXXV, cap. 14). Si la Iglesia goza de semejantes consuelos en el mismo ardor de la persecución, ¡qué será a la hora del triunfo! Es lo que vamos a considerar rápidamente.

III

Hay destrucciones necesarias, para las cuales Dios se sirve de los malos ángeles. El Anticristo, a su modo y a pesar suyo, será la vara de Dios. Esta vara de hierro pulverizará los cismas, las herejías, las falsas religiones resto del paganismo, el mahometismo y el mismo judaísmo; triturará el mundo para conseguir una prodigiosa unidad.
Cuando este coloso de impiedad haya sido abatido por la pequeña piedra, ésta se convertirá en una montaña inmensa y cubrirá la tierra; el Evangelio, no encontrando ya obstáculos de ninguna clase, reinará sin contradicción en todo el universo.
Los judíos serán los principales obreros en este establecimiento del reino de Dios. San Pablo se extasía ante las grandes cosas que resultarán de su conversión. “Si la caída de los Judíos, exclama, ha sido la riqueza del mundo, y si su mengua ha sido la riqueza de los Gentiles, ¿cuánto más lo será su plenitud [esto es, su adhesión total]?... Si su repudio ha sido reconciliación del mundo, ¿qué será su acogida [en la Iglesia] sino un retornar de muerte a vida?” (Rom. 11 12, 15). Temeríamos debilitar, comentándolas, estas antítesis enérgicas. Es legítimo concluir de ello que los judíos convertidos pondrán al servicio de la Iglesia un ardor inexpresable de proselitismo. Rejuvenecida por esta infusión de vida, la Iglesia saldrá de los aprietos de la persecución como de la piedra de un sepulcro; y tomará posesión del mundo, con la majestad de una reina y la ternura de una madre.
Estos acontecimientos, ¿serán el preludio inmediato del juicio final, o la aurora de una nueva era? Enunciaremos las conjeturas que se pueden formular sobre este particular.