CARTA ABIERTA A LOS CATOLICOS
PERPLEJOS
Mons. Marcel Lefebvre,
Edit. EMECE.
Se
lo acepte o se lo discuta a Mons. Marcel Lefebvre, el presente libro será
iluminador para todos, tal como lo es a sus destinatarios obvios, el católico “medio”,
el buen creyente que — a pesar de haber sido horadado por una práctica abusiva
y malintencionada de cierta autoridad eclesiástica y, en general, por los
medios de comunicación— no puede dejar de sentirse sorprendido y atacado por
reformas más o menos subrepticias que se han venido sucediendo desde el
Concilio Vaticano II. No es necesario decir, por supuesto, que estas modificaciones
en un cuerpo que siempre se consideró inmutable, provienen de ese fenómeno de
reacomodamiento que fuera condenado de una vez por todas por San Pío X: el
progresismo modernista; fenómeno que, revestido de nuevo ropaje —una nueva
terminología y una nueva teología— se impuso finalmente en niveles neurálgicos
de la Iglesia e hizo eclosión en el Concilio; la etapa actual de este desquiciante
proceso —fomentado por todas partes, desde dentro y desde fuera de la Iglesia—
es lo que motiva la preocupación vital y recurrente de Mons. Lefebvre, preocupación
tan central que le ha reclamado sus mejores esfuerzos, su buen nombre y su vida.
El que el nombre de Monseñor Lefebvre se ha hecho circular como sinónimo de
sectarismo, de incomprensión o de indisciplina —el hereje o el separado— y
que no haya periodista que no se sienta obligado o autorizado a agregar al
lado de su apellido, el adjetivo de "rebelde", constituye el mejor
triunfo del progresismo eclesiástico.
Tal
vez no fuera necesario agregar nada a las propias palabras del autor, quien
casi en el comienzo asienta esta observación no por evidente menos profunda: "En las iglesias se oyen afirmaciones
que causan estupefacción, se leen tantas declaraciones contrarias a lo que se
había enseñado siempre que la duda se ha insinuado en los espíritus... En
consecuencia uno se ve obligado a preguntarse por la causa que determinó
semejante estado de cosas. A todo efecto corresponde una causa. ¿Se trata de
la fe de los hombres que disminuyó por un eclipse de la generosidad del alma,
del apetito de goces, de la atracción de los placeres de la vida y de las
múltiples distracciones que ofrece el mundo moderno? Esas no son las verdaderas
razones que de un modo u otro siempre existieron; la rápida caída de la
práctica religiosa se debe más bien al espíritu nuevo que se introdujo en la
Iglesia y que suscitó sospechas sobre todo un pasado de la vida eclesiástica,
de enseñanza y de principios de vida. Antes todo se fundaba en la fe inmutable
de la Iglesia transmitida por catecismos que eran reconocidos por todos los
episcopados". Aquí está dicho todo, diagnosticado, descripto y reducido
a esquema el íntegro drama de la Iglesia Católica contemporánea, de la
Cristiandad y de los cristianos. El resto de "la carta" es no más que
una explicitación y una ilustración a través de mil ejemplos de esta verdad de
a puño que atenaza a los corazones fieles.
Pero
es, también, una larga reflexión sobre las causas, los modos, los signos, los
efectos y los remedios de esta hecatombe religiosa, intelectual y cultural que
amenaza con enterrar —esto en el sentido más estricto de la expresión— a la Iglesia
de Cristo y a la civilización que engendró, si es que ésta aun sobrevive en la
actualidad. El hecho es que lo que parecía no sólo imposible sino impensable,
la contradicción interna de la Iglesia y su autonegacíón, es hoy una realidad
histórica. El febril espíritu mundano de renovación que se adueñó de los
lugares santos está haciendo estragos en la Iglesia y en las almas de cuya
salvación Ella es custodia y responsable. Porque es verdad que el Progresismo o
Modernismo no sólo ciega las inteligencias sino que seca los corazones al
confundirlos y alterarles o sustituirles su objeto propio de especulación y de
amor: ya no será Cristo el alfa y el omega de la historia, de la humanidad y de
cada individuo como proyecto sino que la Iglesia que desperdiga —y sus hombres
más encumbrados hacen de esto una cuestión casi principista— en un ecumenismo
proteico, abierto y permisivo. La Iglesia ha salido a marcar su Verdad —que es
la de Cristo, es decir la Verdad—, a relativizarla, a transarla, a prostituirla
(y, en definitiva, a cambiarla, lo que equivale a decir modificarla), en
síntesis inacabables, siempre abiertas, inadministrablemente siempre abiertas.
La Iglesia no convierte sino que dialoga, no enseña sino que escucha, no lleva
Su Palabra sino que la mezcla hasta hacerla inaudible, no habla, calla. Esta es
la crisis que nadie —ni el más optimista ni el más disciplinado ni el más
cómplice— podrá disimular. Poco falta para que se niegue a Cristo puesto que se
ha alterado sin mayores dificultades ni oposiciones su enseñanza, su doctrina,
su Evangelio y hasta su imagen. La Revelación misma es alterada, no ya negada
(esto había quedado a cargo de los revolucionarios de afuera de la Iglesia;
ahora, en cambio, la incredulidad viene desde adentro, en forma de
desarticulación y, también, de enseñanzas multívocas, en un proceso que no
tardará en enfrentar a las propias verdades dogmáticas), la Iglesia, a este
propósito, se ha inocultablemente, protestantizado, cada fiel es dueño e
intérprete de "su" verdad y la unidad católica se ha hecho añicos.
Carece, entonces, de sentido imponer una autoridad que ha muerto en sus propias
raíces, que es, apenas, un formalismo. La Unidad es en torno y en función a la
Verdad, a su conocimiento, a su acatamiento, a su defensa, a su participación,
no en torno a una autoridad, que se explica y se justifica por su militancia,
precisamente, en su condición de depositaría de la Verdad de Cristo y que a
cada paso —desde hace más de veinte años— amenaza con su debilidad y sus
balbuceos.
La
Iglesia es y siempre ha sido lo que Su Fundador ha querido que sea; nunca se
apartó de Su enseñanza ni de Su naturaleza ni de su ejemplo y cuando lo ha
hecho, no tardó en volver a Su quicio a impulso de un movimiento interior.
Ahora no; el mundo se adueñó de Sus claves y ha sustituido sus categorías
espirituales e intelectuales esto para decir lo menos: en realidad el peligro
es que se reemplace su Fe por otra, tal como Maritain sustituyó la caridad por
una generosidad horizontal y con la Teología de la Liberación reemplazó a la
Esperanza celestial por revancha mundana y revolucionaria. Esto produce
perplejidad, que es dolor, es desconcierto, es camino de extravío, camino
trazado desde las cumbres, a veces. Esto es sobre lo que advierte Mons.
Lefebvre en este libro que debería convertirse en una suerte de brújula para
perplejos y despistados. Hoy los perplejos forman una categoría — posiblemente
mayoritaria— de fieles que se aferran todavía al cristianismo del pasado pero
que son arrastrados, un poco a los empujones, hacia el cristianismo del futuro,
un cristianismo sincrético alrededor no de la Revelación sino de un vago deísmo
y de un cambiante humanismo inmanentista. Hoy no son pocos los católicos que
creen que cumplen con sus deberes religiosos si dejan de ir a la Misa para
atender a sus deberes de asistentes en una villa, por ejemplo o si se ocupan
más de los pobres que de Cristo en el Altar o que suponen que su mejor acto de
amor es coincidir con un ateo o con un protestante o aliarse a un marxista.
Esta
es una exposición diáfana, didáctica, si se quiere sencilla que no incursiona
tanto por las arideces teológicas como por los senderos de la sensatez. Hombre
de Dios e hijo de la claridad mediterránea, Mons. Lefevbre nos ofrece compartir
su experiencia de pastor, de luchador y de observador en este período trágico
de la Iglesia y de la civilización, sin perder la Esperanza en una Fe que, por
lo mismo que es inmutable podrá empalidecer o enriquecerse pero no modificarse
ni extinguirse.
Revista
Cabildo Nº 100, Mayo de 1986.