Hermann Cohen, apóstol de la Eucaristía
Por Charles Sylvayn
Muerte de la señora de Cohen
La
señora de Cohen falleció el 13 de diciembre de 1855, mientras el padre Hermann
predicaba el adviento en Lion. Él mismo refiere la noticia a su amigo De Cuers:
«Dios
acaba de descargar un terrible golpe sobre mi corazón. Mi pobre madre ha
muerto... ¡y yo quedo en la incertidumbre! Sin embargo, tanto se ha rogado que
debemos esperar que entre su alma y Dios algo habrá ocurrido en esos últimos
instantes que nosotros no conocemos.
«He
recibido orden de ir a París a consolar a la familia»...
Fácil
será imaginarse el dolor del padre Hermann al enterarse de la muerte de su
madre. Había rogado tanto y tanto había hecho rogar por su conversión...
«Yo
tengo también madre -exclamaba un día, después de hablar de Mónica conversando,
la víspera de su muerte, con su hijo Agustín-. La he dejado para seguir a
Jesucristo, y ya no me llama su buen hijo. Sus cabellos están encanecidos, ya
se le surca la frente, y tengo miedo de verla morir. ¡Oh, no! No quisiera que
muriese antes de que amara a Jesucristo, y desde hace muchos años espero para
mi madre lo que Mónica esperaba para Agustín. Y¿quién sabe si Dios no ha ligado
la gracia de su conversión al fruto que sacáis de mis palabras?»
No
obstante, si su dolor fue muy profundo, su esperanza en la bondad infinita de
Dios no desfalleció ni un momento. La noche del mismo día en que recibió esta
penosa noticia, debía predicar. Después de haber rogado y llorado mucho, subió
al púlpito como de ordinario, conmoviendo a todos con un sermón sobre la
muerte.
Algún
tiempo después, confiaba al santo Cura de Ars las inquietudes que sentía sobre
la muerte de su pobre madre, muerta sin la gracia del bautismo.
«Tenga
esperanza, le respondió el hombre de Dios, y espere. Usted recibirá un día, en
la fiesta de la Inmaculada Concepción, una carta que le traerá un gran
consuelo».
Estas
palabras proféticas estaban casi olvidadas, cuando el 8 de diciembre de 1861,
seis años después de la muerte de su madre, un Padre de la Compañía de Jesús
entregaba al padre Hermann una carta. Estaba escrita por una venerable sierva
de Dios, que murió más tarde con fama de santidad y que era conocida por sus
numerosos escritos sobre temas de espiritualidad, especialmente por su
Eucaristía meditada, que alcanzó numerosas ediciones. La carta decía así:
«El
18 de octubre, después de la santa comunión, me hallaba en uno de esos
instantes de unión íntima con Nuestro Señor, en los que me hace sentir su
presencia en el sacramento de su amor de manera tan grata, que la fe ya no me
parece necesaria para creer en ella. Al cabo de un rato, hizo que oyera su voz
y se dignó darme algunas explicaciones relativas a una conversación que yo
había tenido la víspera. Me acordé entonces de que, en dicha conversación, una
de mis amigas me había manifestado su extrañeza de que Nuestro Señor, que había
prometido otorgar todo a la oración, hubiese permanecido sordo, sin embargo, a
las que el Rdo. padre Hermann le había dirigido tantas veces para obtener la
conversión de su madre. Su sorpresa iba casi hasta el descontento, y me costó
trabajo hacerle comprender que debíamos adorar la justicia de Dios y no tratar
de penetrar sus secretos. Me atreví a preguntar a mi buen Jesús cómo era
posible que, siendo la bondad misma, hubiera podido resistir a los ruegos del
padre Hermann y no hubiese concedido la conversión de su madre.
«Ésta
fue su respuesta:
«¿Por
qué Ana quiere siempre sondear los secretos de mi justicia y trata de penetrar
los misterios que no puede comprender? Dile que no debo la gracia a nadie, que
la doy a quien me place, y que al obrar así no dejo de ser justo ni ceso de ser
la justicia misma. Pero ha de saber también que, antes de faltar a las promesas
que tengo hechas a la oración, trastornaré el cielo y la tierra, y que todo
ruego que busca mi gloria y la salvación de las almas, siempre es oído
favorablemente, cuando va acompañado de las cualidades necesarias».
«Luego
añadió: "Y para probaros esta verdad, quiero enterarte de lo que ocurrió
cuando la muerte de la madre del padre Hermann". Mi buen Jesús me iluminó
entonces con un rayo de su luz divina y me dio a conocer, o mejor, me hizo ver
en Él lo que voy a procurar contar.
«En
los últimos momentos de la madre del padre Hermann, cuando estaba a punto de
exhalar el último suspiro y que parecía estar privada de conocimiento, casi sin
vida, María, nuestra buena Madre, se presentó ante su divino Hijo y,
postrándose a sus pies, le dijo: "Gracia, piedad, Hijo mío, por esta alma
que va a perecer. Un instante más y estará perdida, perdida para siempre. Haz,
te lo ruego, por la madre de mi siervo Hermann, lo que quisieras que él hiciera
por la tuya, si ésta estuviese en su lugar y tú estuvieras en el suyo. El alma
de su madre es su bien más querido. Mil veces me la ha dedicado, y la ha
confiado a mi amor, a la solicitud de mi corazón. ¿Podré soportar que perezca?
No, no; esta alma me pertenece, la quiero, la reclamo como herencia, como el
precio de tu sangre y de mis dolores al pie de tu cruz".
«Apenas
la excelsa suplicante había acabado de hablar, cuando una gracia fuerte,
poderosa, brotó del manantial de todas las gracias, del corazón adorable de
nuestro Jesús, y fue a iluminar el alma de la pobre judía moribunda, triunfando
instantáneamente de su obstinación y resistencia. Esta alma se volvió
inmediatamente con amorosa confianza hacia Aquél cuya misericordia la perseguía
hasta en los brazos de la muerte, y le dijo: "¡Oh Jesús, Dios de los
cristianos, Dios que mi hijo adora! Yo creo, yo espero en ti ¡ten piedad de
mí".
«En
este grito, oído de Dios solo y que partía de las más íntimas profundidades del
corazón de la moribunda, estaba encerrado el arrepentimiento sincero de su
obstinación y de sus culpas, el deseo del bautismo, la voluntad expresa de
recibirlo y de vivir según las reglas y los preceptos de nuestra santa
religión, en el caso de que hubiera podido volver a la vida. Este impulso de fe
y de esperanza en Jesús fue el último sentimiento de su alma. En el instante en
que ella subía hacia el trono de la divina misericordia, los débiles lazos que
la retenían a su envoltura mortal se rompieron y caía a los pies de Aquél que
había sido su salvador antes de erigírsele en juez.
«Después
de haberme mostrado todas estas cosas, Nuestro Señor añadió: "comunica
todo esto al padre Hermann; es un consuelo que quiero otorgar a sus prolongadas
penas, para que bendiga y haga bendecir por todas partes la bondad del corazón
de mi Madre y el poder que ejerce sobre el mío».
Esta
carta, verdaderamente sorprendente e imprevisible, había sido anunciada al
padre Hermann con toda precisión por el santo Cura de Ars con seis años de
antelación.