Amen, amen dico vobis: si quid
petieritis
Patrem in nomine meo, dabit vobis.
En verdad os digo, todo cuanto pidiéreis
a mi Padre en mi nombre, os lo concederá:
(S. In., XVI, 23.)
Nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace
en el Evangelio, al decirnos que todo cuanto pidamos a su Padre en su nombre,
nos será concedido. No contento con esto, no solamente nos permite pedirle lo
que deseamos, sino que nos insta a ello, llegando hasta a mandárnoslo. Así
hablaba a sus Apóstoles (Joam., XVI, 24.): «He aquí que hace ya tres años estoy
con vosotros y no me pedís nada. Pedidme, pues, a fin de que vuestra alegría
sea llena y perfecta». Lo cual nos indica que la oración es la fuente de todos
los bienes y de toda la felicidad que podemos esperar aquí en la tierra. Siendo
esto así, si nos hallamos tan pobres, tan faltos de luces y de dones de la
gracia, es porque no oramos o lo hacemos mal. Digámoslo con pena: muchos ni
siquiera saben lo que sea orar, y otros sólo sienten repugnancia por un
ejercicio tan dulce y consolador para todo buen cristiano. En cambio, vemos a
algunos orar pero sin alcanzar nada, lo cual proviene de que oran mal; es
decir, sin preparación y hasta sin saber lo que van a pedir a Dios. Mas, para
mejor haceros sentir la magnitud de los bienes que la oración nos procura, os
diré que todos los males que nos agobian en la tierra vienen precisamente de
que no oramos o lo hacemos mal; y si queréis saber la razón de ello, aquí la
tenéis: si acertásemos a orar ante Dios cual debe hacerse, nos sería imposible
caer en pecado; y si nos hallásemos exentos de pecado, volveríamos a un estado,
por decirlo así, semejante al de Adán antes de su caída. Voy a mostraros: 1.°
Cómo sin la oración nos es imposible salvarnos; 2.° Cómo la oración lo puede
todo delante de Dios; 3.° Qué cualidades ha de reunir la oración para ser
agradable a Dios y meritoria para el que la hace.
I.- Para mostraros el poder de la oración y las gracias que del cielo nos
alcanza, os diré que por la oración es como los justos han tenido la dicha de
perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia para el cielo.
Abonad un campo cuanto os plazca; si falta la lluvia, de nada os servirá cuanto
hayáis hecho. Así también, practicad cuantas obras os parezcan bien; si no
oráis debidamente y con frecuencia, nunca alcanzareis vuestra salvación; pues
la oración abre los ojos del alma, hácele sentir la magnitud de su miseria, la
necesidad de recurrir a Dios y de temer su propia debilidad. El cristiano
confía solamente en Dios; nada espera de sí mismo. Sí, por la oración es como
perseveraron los justos. Era la oración lo que inflamaba sus corazones con el
pensamiento de la presencia de Dios, con el deseo de agradarle y de no servir
más que a Él. Mirad a Magdalena; ¿en qué se ocupa después de su conversión? ¿No
es por ventura en la oración? Mirad a San Pedro; mirad aún a San Luis, rey de
Francia, quien, en sus viajes, en vez de pasar la noche durmiendo en su lecho,
pasábala en una iglesia orando y pidiendo a Dios el don precioso de perseverar
en su gracia. Mas, sin ir tan lejos, ¿no observamos nosotros mismos cómo, a
medida que descuidamos la oración, vamos perdiendo el gusto por las cosas el
cielo? No pensamos más que en la tierra: pero, si reanudamos nuestra oración,
sentimos renacer también en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas del
cielo. Cuando tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o bien recurriremos
a la oración, o podemos tener la certeza de no perseverar largo tiempo en el
camino del cielo.
En segundo lugar, decimos que todos los pecadores, salvo extraordinario e
insólito milagro, se convirtieron por la oración. Mirad lo que hace Santa
Mónica para alcanzar la conversión de su hijo: o bien la hallaréis al pie del
crucifijo, orando y llorando; o bien la veréis junto a personas buenas y
prudentes para recabar su auxilio y sus oraciones. Ved al mismo San Agustín
cuando quiso de veras convertirse; miradle en el jardín, entregado a la oración
y a las lágrimas a fin de mover el corazón de Dios y cambiar el suyo. Por más
que seamos pecadores, si recurrimos a la oración y la practicamos debidamente,
podremos estar seguros de que Dios nos ha de perdonar. No nos extrañe, pues,
que el demonio haga todos los posibles para movernos a dejar la oración o a
practicarla mal, pues sabe mejor que nosotros cuán temible sea ella al infierno
v cómo es imposible que Dios pueda denegarnos lo que le pedimos al orar.
¡Cuántos pecadores saldrían del pecado, si acertasen a recurrir a la oración!
En tercer lugar; digo que todos los condenados se perdieron porque no
oraron o porque oraron mal. De lo cual deduzco que, sin la oración, habremos de
perdernos por toda una eternidad, mientras que, con la oración bien hecha,
tenemos la seguridad de salvarnos. Los santos estaban de tal manera convencidos
de la eficacia de la oración, que, no contentos con dedicarse a ella durante el
día, empleaban en tal ejercicio noches enteras. ¿Por qué, pues, sentimos tanta
repugnancia por una práctica tan dulce y consoladora? Es porque la hacemos mal,
y nunca hemos sentido las delicias que en ella experimentaban los santos...
En efecto, la oración bien hecha es aceite balsámico que se extiende por
toda el alma y parece hacernos sentir ya la felicidad de que gozan los
bienaventurados en el cielo. Es esto tan cierto, que leemos en la vida de San
Francisco de Asís que, estando en oración, caía muchas veces en éxtasis, hasta
tal punto que no podía discernir si se hallaba en la tierra, o en el cielo
entre los bienaventurados. Tan abrasado estaba por el fuego divino que la
oración encendía en su corazón, que llegaba a comunicarle calor sensible. Un
día, mientras se hallaba en la iglesia, sintió un acceso de amor tan violento,
que hubo de exclamar en alta voz: «Dios mío, no puedo más».
-Pero, pensaréis para vosotros mismos, esto sucederá a los que saben orar
bien y proferir hermosas palabras.-No es, a las largas y bellas oraciones a lo
que Dios mira, sino a las que salen del fondo del corazón, con gran reverencia
y vehemente deseo de agradarle. Ved de ello un hermoso ejemplo. Refiérese en la
vida de San Buenaventura, gran doctor de la Iglesia, que un religioso muy
sencillo le dijo: «Padre mío, ¿creéis que yo, con mi poca instrucción, podré
orar y amar a Dios?» San Buenaventura le contestó: «¡Ay!, amigo mío,
precisamente los simples y humildes son los que más agradan a Dios y aquellos a
quienes El ama con mayor ternura». Admirado aquel religioso de lo que acababa
de saber, se fue a la puerta del monasterio, y decía a cuantos pasaban por
allí: «Venid, amigos míos, tengo que datos una buena noticia: el doctor
Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque ignorantes, podemos amar a Dios
tanto coma los sabios. ¡Qué dicha para nosotros, poder amar y agradar a Dios,
con todo y ser ignorantes!» Ya veis, pues, cómo es cosa fácil y consoladora
orar delante del Señor.
Decimos que la oración es la elevación de nuestra corazón a Dios. Mejor
dicho, es una dulce conversación de un hijo con su padre, de un súbdito con su
rey, de un criado con su dueño, de un amigo con su amigo en el sena del cual
deposita sus tristezas y sus penas. Para mejor haceros cargo de la excelsitud
de la oración, considerad cómo es tina vil criatura la que Dios recibe en sus
brazos para prodigarle toda suerte de bendiciones. ¿Queréis saber aún más? La
oración es la unión de cuanto hay de más vil con lo más grande, más poderoso,
más perfecto en todos los órdenes que imaginar podamos. Decidme, ¿necesitamos
algo más para penetrarnos de la excelencia y necesidad de la oración? Ya veis,
pues, cuán necesaria sea ella para agradar a Dios y salvarnos.
Por otra parte, no podemos hallar la felicidad aquí en la tierra si no
amamos a Dios; y solamente podemos amarle orando. Así vemos que Jesucristo,
para animarnos a recurrir frecuentemente a la oración, nos promete no
denegarnos nada cuando oremos de la manera debida. Mas no hay necesidad de ir
muy lejos para convenceros de que debemos orar con frecuencia; no tenéis más
que abrir el catecismo, y allí veréis que el deber de todo buen cristiano es
orar por la mañana, por la noche, y a menuda durante el día: o sea, hemos de
orar siempre.
Un cristiano que desea salvar su alma, por la mañana, al despertarse, debe
hacer la señal de la cruz, consagrar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus
obras, y prepararse para la oración: No ha de empezar jamás el trabajo sino
después de haber orado. No perdamos nunca de vista, que es la mañana el momento
en que Dios nos tiene preparadas todas las gracias necesarias para pasar
santamente el día; pues Él sabe y conoce todas las ocasiones que de pecar se
nos presentarán, y todas las tentaciones a que el demonio nos someterá durante
el día; y si oramos de rodillas y cual debemos, el Señor nos otorgará todas las
gracias que necesitemos para no sucumbir. Por esto el demonio hace cuanto puede
para que dejemos la oración o la hagamos mal, plenamente convencido, como lo
confesó un día por boca de un poseso, de que, si puede obtener para sí el
primer momento de la jornada, tiene ya la seguridad de obtener también lo
restante. ¿Quién de nosotros podrá oír, sin llorar de compasión, a esos pobres
cristianos que se atreven a deciros que no tienen tiempo para orar? ¡Pobres
ciegos! ¿Qué obra es más preciosa, la de trabajar por agradar a Dios y salvar
el alma, o la de dar de comer al ganado de las cuadras, o bien llamar a los
hijos o sirvientes para enviarlos a remover la tierra o el estercolero? ¡Dios
mío, cuán ciego es el hombre! ... ¡No tenéis tiempo!, más, decidme, ingratos,
si Dios os hubiese enviado la muerte esta noche, ¿habríais trabajado? Si Dios
os hubiese enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais
trabajado? Id, miserables, merecéis que el Señor os abandone en
vuestra ceguera y en ella perezcáis. ¡Hallamos ser demasiada dedicarle algunos
minutos para agradecer las gracias que en todo momento nos concede! -Quieres
dedicarte a tu tarea, dices. Pero, amigo mío, te engañas miserablemente, ya que
tu tarea no es otra que agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu
tarea: si tú no la haces, otros la harán; mas si pierdes el alma, ¿quién la
salvará? Vete, eres un insensato: cuando estés en el infierno, entonces
conocerás lo que debías practicar y, desgraciadamente, no has practicado.
Pero, me diréis, ¿cuáles son las ventajas que con la oración obtenemos,
para que hayamos de orar con tanta frecuencia? -Vedlas. La oración hace que
hallemos menos pesada nuestra cruz, endulza nuestras penas y nos vuelve menos
apegados a la vida, atrae sobre nosotros la mirada misericordiosa de Dios,
fortalece nuestra alma contra el pecado, nos hace desear la penitencia y nos
inclina a practicarla con gusto, nos hace comprender y sentir hasta qué punto
el pecado ultraja a Dios Nuestro Señor. Mejor dicho, mediante la oración
agradamos a Dios, enriquecemos nuestras almas v nos aseguramos la vida eterna.
Decidme, ¿necesitamos aún más para decidirnos a que nuestra vida sea una
continua oración mediante nuestra unión con Dios? ¿Cuando se ama a alguien, hay
necesidad de verle para pensar en él? No, ciertamente. Por lo mismo, si amamos
a Dios, la oración nos será tan familiar como la respiración. Sin embargo, debo
advertiros que, para orar de manera que dicha práctica pueda lograrnos los
favores que os acabo de enumerar, no basta dedicar a ella un breve instante, ni
hacerla con precipitación. Dios quiere que empleemos en la oración el tiempo
conveniente, que haya espacio suficiente para pedirle las gracias que nos son
necesarias, agradecerle sus favores y llorar nuestras culpas pasadas,
pidiéndole perdón de las mismas.
Pero, me diréis, ¿cómo podremos orar continuamente? - Nada más fácil:
ocupándonos de Nuestro Señor, de tiempo en tiempo, mientras trabajamos; ora
haciendo un acto de amor, para testimoniarle que le amamos porque es bueno y
digno de ser amado; ora un acto de humildad, reconociéndonos indignos de las
gracias con que no cesa de enriquecernos; ora un acto de confianza, pensando
que; aunque miserables, sabemos que Dios nos ama y quiere hacernos felices. O
también, podremos pensar en la pasión y muerte de Jesucristo: le contemplaremos
en el huerto de los Olivos, aceptando la pesada cruz; nos representaremos su
coronación de espinas, su crucifixión, y si queréis, recordaremos su
encarnación, su nacimiento, su huída a Egipto, podemos pensar también en la
muerte, en el juicio, en el infierno o en el cielo. Rezaremos algunas preces en
honor del santo Angel de la Guarda, y no dejaremos nunca de bendecir la mesa,
ni de dar gracias después de la comida, de rezar el Angelus, y el Ave María
cuando dan las horas: todo lo cual nos va recordando nuestro último fin, nos
hace presente que en breve ya no estaremos en la tierra, y así nos iremos
desligando de ella, procuraremos no vivir en pecado por temor de que la muerte
nos sorprenda en tan miserable estado. Ya veis, cuán fácil es orar
constantemente, practicando lo que hemos dicho. Esta es la manera cómo oraban
siempre los santos.
II.- El segundo motivo que debe inducirnos a recurrir a la oración, es que
todo el provecho redunda en favor nuestro. El Señor conoce dónde está nuestra
felicidad y sabe que solamente por la oración podemos procurárnosla. Por otra
parte, ¡cuán grande honor para una vil criatura cual nosotros, el que todo un
Dios quiera abajarse hasta ella y conversar con ella tan familiarmente coma un
amigo que habla con otro amigo? Ved cuánta es su bondad al permitirnos que le
comuniquemos nuestras penas y nuestras aflicciones. Y este buen Salvador pone
toda su diligencia en consolarnos, en sostenernos en las pruebas, o por decirlo
mejor, en sufrirlas por nosotros. Decidme, el dejar de orar ¿no, sería
equivalente a renunciar a nuestra salvación y a nuestra felicidad aquí en la
tierra, toda vez que sin la oración no podemos menos de ser desgraciados,
mientras que mediante la oración estamos seguros de alcanzar cuanto nos sea
necesario para el tiempo y para la eternidad, según ahora vamos a ver?
Primeramente digo que todo le está prometido a la oración, y en segundo
lugar, que la oración bien hecha lo alcanzará todo: es ésta una verdad que
Jesucristo nos repite casi en cada página de la Sagrada Escritura. La promesa
de Jesucristo es formal: «Pedid, nos dice, y recibiréis; buscad y encontraréis;
llamad y se os abrirá. Todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, lo obtendréis,
si lo pedís con fe». Mas no se contenta Jesucristo con decirnos que la oración
bien hecha lo alcanza todo. Para mejor convencernos de ello, nos lo asegura con
juramento (Juan XIV, 13.): «En verdad, en verdad os digo, que todo cuanto
pidiereis a mi Padre en mi nombre, os lo concederé». Después de estas palabras
del mismo Jesucristo, me parece que es va imposible dudar de la eficacia de la
oración. Por otra parte, ¿de dónde podría venir nuestra desconfianza?, ¿sería
de nuestra indignidad? Pero Dios sabe muy bien que como pecadores y culpables,
que oramos en su nombre, y que, ante todo, contamos con su infinita bondad. Y
nuestra indignidad ¿no está cubierta y como disimulada por, sus méritos? ¿Será,
pues, por ser nuestros pecados demasiado horribles o demasiado numerosos? Mas
¿no le es a Dios igualmente fácil perdonarnos un pecado que mil? ¿No dio
principalmente su vida por los pecadores?. Escuchad lo que nos dice el Rey
Profeta: «¿Se ha visto jamás a alguien que haya orado al Señor y cuya oración
haya sido desoída?» (Eccli., II, 12.) , «Sí, nos dice, cuantos invocan al Señor
y recurren a É1, han experimentado los efectos de su misericordia.»
Para sentir esto mejor, veamos algunos ejemplos. Mirad a Adán pidiendo
misericordia después de su pecado. No solamente el Señor le perdona a él, sino
además a toda su descendencia; le promete su Hijo, que deberá encarnarse,
sufrir y morir para reparar su pecado. Ved a los ninivitas, grandes pecadores,
a quienes el Señor envió el profeta Jonás, para que les avisase que iba a
castigarlos de la manera más espantosa: a saber, haciendo bajar fuego del cielo
(Jon.; III; 4.). Se entregan todos a la oración, y el Señor los perdona.
Hasta en aquella ocasión en que el Señor se decidió a destruir el mundo por
el diluvio universal, si aquellos pecadores hubiesen recurrido a la oración,
con seguridad el Señor los hubiera perdonado. Y si proseguís leyendo las
Escrituras, veréis a Moisés sobre la montaña, mientras Josué lucha con los
enemigos del pueblo de Dios. Cuando Moisés ora, los israelitas vencen; más, en
cuanto cesa su oración, los israelitas son vencidos: Ved aún al mismo Moisés
pidiendo al Señor que perdone a treinta mil culpables a los cuales había
resuelto perder : con sus oraciones, forzó, por decirlo así al Señor a
perdonarlos. «No, Moisés, le dijo el Señor, no intercedas por este pueblo, no
quiero perdonarle.» Moisés continúa en su oración, v el Señor es vencido por
las preces de su siervo, y perdona a su pueblo. ¿Qué hace Judit para librar a
su patria de aquel su temible enemiga? Acude a la oración y, llena de confianza
en el Señor ante quien se acaba de postrar, va a la morada de Holofernes, le
corta la cabeza y salva a su patria. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el
Señor envió un profeta para advertirle que pusiese en orden sus negocios, pues
iba a morir, Prosternóse delante del Señor, suplicándole que no le arrebatase
aún de este mundo. Movido el Señor por sus oraciones, concedióle quince años
más de vida. Si seguís adelante, veréis al publicano que, reconociéndose
culpable, acude al templo para implorar de Dios el perdón. El mismo Jesucristo
nos dice que sus pecados le fueron perdonados. Ved a la pecadora, prosternada a
los pies de Jesús, orando con lágrimas en los ojos. Y ¿no le responde
Jesucristo: «Te son perdonados tus pecados»?. El buen ladrón, aunque lleno de
los más enormes crímenes hace oración desde la cruz, y no sólo Jesucristo le
perdona, sino que le promete que en aquel mismo día estará en el cielo con Él.
Si tuviésemos que citar a cuantos han alcanzado el perdón orando, tendríamos
que enumerar a todos los santos que fueron pecadores; ya que por la oración
tuvieron la dicha de reconciliarse con Dios, el cual dejóse conmover por sus
súplicas.
III.- Mas pensaréis tal vez: ¿De dónde proviene que, a pesar de tantas
oraciones, seamos siempre pecadores, sin mejorar en lo más mínimo?- Nuestra
desgracia, amigo mío, proviene de que no oramos cual deberíamos, esto es,
oramos sin preparación y sin deseo de convertirnos, y muchas veces sin saber lo
que a Dios hemos de pedir. No dudéis de esto, pues cuantos pecadores pidieron a
Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que suplicaron a Dios la
perseverancia, perseveraron. - Mas alguien me dirá: Se experimentan demasiadas
tentaciones. - ¿Eres excesivamente tentado, amigo mío? Ora, y ten la seguridad
de que la oración te dará fuerzas para resistir la tentación. ¿Tenéis necesidad
de la gracia? Pues la oración te la obtendrá. Si dudas de ello, oye lo que nos
dice Santiago, a saber: que mediante la oración dominamos al mundo, al demonio
y a nuestras pasiones. Por muchas que sean las penas que experimentemos, si
oramos, tendremos la dicha de soportarlas enteramente resignados a la voluntad
de Dios; y por violentas que sean las tentaciones, si recurrimos a la oración,
las dominaremos. Mas ¿qué hace el pecador? Vedlo aquí. Tiene la plena
convicción de que la oración le es absolutamente necesaria para evitar el mal y
para obrar el bien, así como para salir del pecado cuando ha caído en él; pero
mirad su gran ceguera: o no hace oración, o la hace mal. ¿Que no es cierto
esto? Ved la manera de orar que tiene un pecador, suponiendo que ore, pues la
mayor parte de los pecadores no lo hacen; veréis que se levantan y se acuestan
como bestias. Mas observemos a aquel pecador orando: vedle recostado en una
poltrona, o echado sobre la cama rezando mientras se viste o se desnuda, o va
andando o gritando; hasta tal vez jurando, a la zaga de sus criados o de sus
hijos. ¿ Con qué preparación se pone a orar? Con ninguna. Frecuentemente y en
la mayoría de los casos, esta clase de gente acaba su pretendida oración, no
solamente sin saber lo que ha dicho sino hasta sin pensar ante quien se
hallaba, ni lo que iba a hacer o a pedir. Miradlos en la casa de Dios; ¿no os
inspira compasión su actitud?. ¿Hácense cargo de que están en la santa
presencia de Dios? Indudablemente que no: miran a los que entran o salen,
hablan con los de al lado, bostezan, duermen, se fastidian, y hasta tal vez se
enojan porque las funciones, a su parecer, son demasiado largas. Toman el agua
bendita con la misma devoción que sacan la de un cubo para beber. Con duros
trabajos hincan las rodillas. pareciéndoles ya demasiado inclinar un poco la
cabeza durante la Consagración o la Bendición. Los veréis paseando su mirada
por el templo, fijándola tal vez en aquello que puede inducirlos al mal; aun no
han entrado y va quisieran estar fuera. Al salir, los oiréis exclamar cual si
fuesen personas sacadas de una cárcel y puestas en libertad. Pues bien, tal es
la miseria del pecador, y por cierto que es muy grande. Y al considerar esto,
¿deberá admirarnos que los pecadores continúen en sus pecarlos y perseveren en
tan miserable estado?
Hemos dicho, en tercer lugar, que los provechos de la oración van anejos a
la manera como cumplamos tal deber, según ahora vamos a considerar. 1.° Para
que la oración sea agradable a Dios y provechosa al que la hace, es necesario
hallarse en estado de gracia o lo menos tener una firme resolución de salir
cuanto antes del pecado, puesto que la oración de un pecador que no quiere
salir del pecado, es un insulto que se hace a Dios. 2.° Para que nuestra
oración esté bien hecha, es necesario habernos preparado antes. Toda oración
hecha sin prepararse, es una oración defectuosa, y esta preparación consiste en
pensar un rato en Dios antes de arrodillarnos en su presencia, considerando a
quién vamos a hablar y lo que le hemos de pedir. ¡Cuán escasos son los que se
preparan, y por lo mismo, cuán pocos oran de una manera debida, es decir, en
forma adecuada para ser escuchados favorablemente!. Por otra parte, ¡qué os ha
de conceder el Señor si no le pedís nada, ni deseáis nada! - Más claro: sois
como un pobre hombre que no quiere limosna, como un enfermo que no quiere
sanar, como un ciego que quiere permanecer en su ceguera; en fin, como un
condenado que no quiere ir al cielo, sino que consiente en bajar al infierno.
En segundo lugar, hemos dicho que la oración es la elevación de nuestro
corazón a Dios, una dulce conversación entre la criatura y su Criador. No será
pues orar debidamente el pensar en cosas ajenas, mientras estamos en oración.
Apenas nos demos cuenta de que nuestro espíritu se distrae, es necesario
ponerse de nuevo ante la presencia de Dios, humillarnos ante la divina
Majestad, y no dejar nunca la oración porque no experimentemos gusto al orar.
Por el contrario, hemos de pensar que, cuanto más pesadez sintamos, más
meritoria será vuestra oración a los ojos de Dios, si perseveramos en ella
siempre con la intención de agradarle. Refiérese en la historia que, en cierta
ocasión, un santo decía a otro santo: «¿A qué será debido que, mientras oramos,
nuestro espíritu se llena de mil pensamientos ajenos, los cuales quizá no nos
acudirían, si no estuviésemos ocupados en la oración?» El otro le contestó:
«Ello no es extraño, amigo mío : ante todo, el demonio prevé las abundantes
gracias que por la oración podemos alcanzar y, por consiguiente, desespera de
ganar a una persona que ore debidamente; además, cuanto mayor es el fervor con
que oramos, más excitamos su furor». Otro santo, a quien se le apareció el
demonio, le preguntó por qué se ocupaba continuamente en tentar a los
cristianos. Y el demonio le respondió que se le hacía insoportable que un
cristiano, que tantas veces ha pecado, pudiese obtener aún el perdón, y que en
tanto hubiese un cristiano en la tierra, él lo tentaría. Después le preguntó de
qué manera los tentaba. Contestóle el demonio: «A unos les meto el dedo en la
boca para hacerlos bostezar; a otros hago que duerman; a otros hago vagar su
pensamiento de un lugar a otro». ¡Ay!, demasiado verdad es esto; podemos experimentarlo
cuantas veces nos ponemos en la presencia de Dios para orar.
Refiérese que, habiendo observado el superior de un monasterio que uno de
sus religiosos, antes de comenzar sus oraciones, se movía en ademán de hablar
con alguien, le preguntó en qué se ocupaba en aquellos momentos. «Padre mío, le
dijo, es que antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a
mis pensamientos y deseos diciéndoles: Venid todos y adoremos a Jesucristo
nuestro Dios». ¡Cuán agradable era contemplar la oración de los primeros
cristianos!, nos dice Casiano. Era tan grande el respeto que tenían a la
presencia de Dios; era tanto su silencio y recogimiento, que parecían muertos:
veíaselos en la iglesia temblorosos; no había allí ni sillas ni bancos;
permanecían todos prosternados cual criminales que esperasen la sentencia. Pero
también, ¡cuán rápidamente se poblaba el cielo, y cuán delicioso era vivir en
la tierra! ¡Felices los que vivieron en aquellos tiempos dichosos!
3.° Hemos dicho que nuestras oraciones han de ser hechas con confianza, y
con una esperanza firme de que Dios puede y quiere concedernos lo que le
pedimos, mientras se lo supliquemos debidamente. Todas las veces que Jesucristo
nos promete no negar nada a la plegaria, añade esta condición: «Si lo pedís con
fe». Cuando alguien le imploraba su curación u otra cosa, nunca se olvidaba de
decirle: «Hágase según tu fe». Por otra parte, ¿qué nos podrá hacer dudar,
cuando nuestra confianza está apoyada en la omnipotencia de Dios que es
infinita, en su misericordia sin límites, v en los méritos infinitos de
Jesucristo, en nombre del cual oramos? Al orar en nombre de Jesucristo, no
somos nosotros quienes oramos, es el mismo Jesucristo quien ora por nosotros a
su Padre. El Evangelio nos ofrece un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener
al orar, en la persona de aquella mujer que sufría flujo de sangre. Decíase
ella a sí misma: «Si puedo llegar a tocar aunque sea sólo el borde de su manto,
tengo la seguridad de que sanaré». Ya veis cómo ella creía firmemente que
Jesucristo podía curarla y con qué confianza esperaba una curación que deseaba
ardientemente. En efecto, al pasar el Salvador junto a ella, arrojóse a sus
pies, tocó su manto, y al momento quedó sana. Viendo Jesucristo su fe, la miró
bondadosamente, y le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Sí, a esta fe, a esta
confianza está todo prometido.
4.- Decimos que, al orar, es preciso tener una intención pura tocante a lo
que pedimos, y solamente implorar lo que mire a la gloria de Dios y a nuestra
salvación. Podéis pedir cosas temporales, nos dice San Agustín; mas siempre con
la intención de que os serviréis de ellas para gloria de Dios, para salvación
de vuestra alma y la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras peticiones
procederían del orgullo o de la ambición; y entonces, si Dios rehúsa concederos
lo que le pedís, es porque no quiere perderos. Mas ¿qué acontece en nuestras
oraciones?, nos dice además San Agustín: pedimos una cosa y deseamos otra. Al
rezar el Padre nuestro, decimos: «Padre nuestro que estás en los cielos; es
decir: Dios mío, desligadnos de este mundo; concedednos la gracia de saber
despreciar todas aquellas cosas que sólo sirven para la vida presente; hacednos
la gracia de que todos nuestros pensamientos y deseos sean sólo para el cielo!
» ¡Ay!, si Dios nos concediera esta gracia, muchos de nosotros íbamos a quedar
disgustados.
Hemos de orar con frecuencia, pero debemos redoblar nuestras oraciones en
las horas de prueba, en los momentos en que sentimos el ataque de la tentación.
Ved un ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempo del emperador Licimo,
dióse una orden, según la cual todos los soldados debían ofrecer sacrificios al
demonio. Entre ellos hubo cuarenta que se negaron a cumplirla, diciendo que los
sacrificios sólo a Dios eran debidos y de ninguna manera al demonio. Se les
hizo toda clase de promesas. Al ver que nada era capaz de rendirlos, después de
someterlos a una serie de tormentos, fueron condenados a ser arrojados desnudos
en un lago de agua helada, durante la noche, en los rigores del invierno, para
que muriesen de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, dijéronse
unos a otros: «Amigos, ¿que nos queda al presente sino ponernos en las manos de
Dios omnipotente, el único de quien podemos obtener la fortaleza y la
victoria?. Recurramos a la oración y oremos continuamente para atraer sobre
nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que nos conceda a los cuarenta
la dicha de perseverar». Mas, para tentarlos, colocóse muy cercano a aquel
sitio un baño caliente. Por desgracia, uno entre ellos desfalleció, abandonó el
combate, y fue a meterse en el baño caliente; pero al entrar en él perdió la
vida. El que los custodiaba, viendo bajar del cielo treinta y nueve coronas y
otra que quedaba suspendida en las alturas, «¡Ah!, exclamó, ¡es la de aquel
infeliz que ha abandonado a sus compañeros!...», y arrojóse al estanque helado,
para ocupar el lugar del que aquél había desertado, y así recibió el bautismo
de sangre. Como al día siguiente estuviesen aún con vida, ordenó el gobernador
que fuesen echados al fuego. Habiendo sido puestos en un carro todos, excepto
el más joven a quien confiaba conquistar aún, su madre, que era testigo de la
escena, exclamó: ¡ hijo mío, ten valor!, un momento de sufrir te valdrá toda
una eternidad de dicha. Y cogiendo ella misma a su hijo, lo llevó al carro con
los demás, y llena de alegría, le condujo, como en triunfo, a la gloria del
martirio. Tan persuadidos estaban de que la oración es el medio más poderoso
para atraer sobre nosotros los auxilios del cielo, que durante todo su martirio
no cesaron de orar.
Vernos que San Agustín, después de su conversión, se retiró durante largo
tiempo a un pequeño desierto, para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus
buenos propósitos. Y siendo obispo, pasaba buena parte de sus noches en
oración. San Vicente Ferrer, que tantas almas llevó al buen camino, decía que
nada es tan poderoso como la oración para convertir a los pecadores, y que la
oración es semejante a un dardo que atraviesa el corazón del pecador.
Bien podemos decir que la oración lo hace todo: ella es la que nos da a
conocer nuestros deberes, ella la que nos pone de manifiesto el estado
miserable de nuestra alma después del pecado, ella la que nos procura las
disposiciones necesarias para recibir los sacramentos; ella la que nos hace
comprender cuán poca cosa sean la vida y los bienes de este mundo, lo cual nos
lleva a no aficionarnos demasiado a lo terreno; ella, por fin, es la que
imprime vivamente en el espíritu el saludable temor de la muerte, del juicio
del infierno y de la pérdida del cielo. Si tuviésemos el acierto de orar
siempre bien, pronto seríamos unos santos penitentes. Vemos que San Hugo obispo
de Grenoble, nunca se cansaba de rezar el Padre nuestro. Se le dijo que aquello
podía contribuir a aumentar su dolencia; respondió: «Al contrario, esto causa
alivio».
Hemos dicho que la tercera condición que debe reunir la oración para ser
agradable a Dios, es la perseverancia. Vemos muchas veces que el Señor no nos
concede en seguida lo que Pedimos; esto lo hace para que lo deseemos con más
ardor, o para que apreciemos mejor lo que vale. Tal retraso no es una negativa,
sino una prueba que nos dispone a recibir más abundante lo que pedimos. Ved a
San Agustín implorando por espacio de cinco años la gracia de su conversión.
Ved a Santa María Egipcíaca ocupándose durante diecinueve años en pedir a Dios
que la librase de recaer en las torpezas pasadas. ¿Qué hicieron, pues, los
santos? Perseveraron constantemente en sus peticiones y, por su constancia,
obtuviere siempre lo que pedían a Dios. Y nosotros, aunque llenos de pecados,
si Dios no nos otorga al momento lo que le pedimos, pensamos que no quiere
concedérnoslo, y dejamos en seguida la oración. No es ésta la conducta que
observaron los santos respecto al particular: ellos se consideraron siempre
indignos de ser escuchados favorablemente por Dios, creyendo que, si Él accedía
a sus ruegos, era a impulsos de su misericordia, mas no en vista de sus
méritos. Digo, pues, que al orar aunque Dios parezca no escuchar nuestras
oraciones, nunca hemos de abandonarlas, sino continuar con gran constancia. Si
Dios no nos concede lo que pedimos. Un ejemplo de la manera como debemos
insistir en nuestras oraciones, nos lo ofrece aquella mujer cananea que se
acercó a Jesucristo para implorar la curación de su hija. Ved su humildad, su
perseverancia, etc... Citaré también otro ejemplo admirable de lo que puede la
oración. Leemos en la historia de los Padres del desierto que, habiendo los
católicos de una ciudad vecina ido a encontrar a un santo cuya fama estaba muy
extendida por aquellos países, a fin de pedirle que los acompañase para ver de
confundir a cierto hereje cuyos discursos seducían a mucha gente, aquel santo
se puso a discutir con el desgraciado, sin poderle convencer de que no llevaba
razón y de que era un desgraciado que parecía sólo haber nacido para perder las
almas; viendo que, con sus, sofismas y rodeos, continuaba en la pretensión de
hacer creer a los demás que la razón estaba de su parte, el santo le dijo:
«Desgraciado, el reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vamos
los dos al cementerio, junto con toda esta gente, que servirán de testigos;
invocaremos ambos a Dios ante el primer muerto que hallemos, y nuestras obras
darán razón de nuestra fe». El hereje quedó corrido ante aquella proposición,
sin atreverse verse a acudir al reto; mas propuso al santo aguardar al día
siguiente, a lo cual éste accedió. El día señalado, el pueblo, afanoso de ver
en qué pararía aquello, se dirigió en masa al cementerio, Esperaron todos allí
hasta las tres de la tarde; mas en aquella hora el santo tuvo noticia de que su
adversario había huido por la noche y tomado el camino de Egipto. Entonces San
Macario, que así se llamaba el santo, llevóse al cementerio a todo aquel gentío
que estaba esperando el resultado de la controversia, procurando sobre todo que
estuviesen presentes aquellos a quienes el desgraciado hereje había seducido.
Paróse ante una tumba, y en presencia de todos los que le rodeaban, se arrodilló,
oro unos momentos y, dirigiéndose al cadáver que de años estaba enterrado en
aquel lugar, habló así: «¡Oh hombre!, escúchame: si aquel hereje hubiese venido
aquí conmigo, y delante de él hubiese yo invocado en nombre de Jesucristo mi
Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe? A
estas palabras, el muerta se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo
hubiera hecho al momento tal como lo hacía entonces. San Macario le dijo:
«¿Quién eres?, ¿en qué edad del mundo viviste?, ¿tuviste conocimiento de
Jesucristo?» El muerto resucitado respondió que había vivido en tiempo de los más
antiguos reyes; pero que nunca había oído pronunciar el nombre de Jesucristo.
Entonces, viendo San Macario que todo el mundo estaba ya plenamente convencido
de que aquel desgraciado hereje era un falsario, dijo al muerto: «Duerme en paz
hasta la resurrección general». Y todo el mundo se retiró alabando a Dios, que
de una manera tan elocuente había hecho conocer la verdad de nuestra santa
religión. San Macario retornó a su desierto para continuar las penitencias a
que se entregaba (Vida de los Padres del desierto, t. II, San Macario de
Egipto.).
¿Veis la eficacia de la oración cuando ella se hace con las debidas
condiciones? ¿No convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a
Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro, con una
confianza bastante grande, o porque no perseveramos en la oración cual
debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que le piden sus gracias
debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado,
perseverar en la gracia, ver el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda
suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, ya por lo que hace a nuestras
necesidades temporales.
De aquí concluyo que, si continuamos en pecado, si no nos convertirnos, si
nos inquietamos tanto por las penas que Dios nos envía, es porque no oramos u
oramos defectuosamente. Sin la oración no podemos frecuentar dignamente los
sacramentos, sin la oración no conoceremos nunca el estado a que Dios nos
llama; sin la oración no podremos librarnos del infierno, sin la oración jamás
participaremos de las delicias que podemos disfrutar amando a Dios; sin la
oración todas las cruces que nos sobrevengan quedan sin mérito. ¡De qué goces
disfrutaríamos si supiésemos orar debidamente! No oremos, pues, nunca, sin
considerar primero atentamente a quién hablamos y lo que queremos pedir a Dios.
Oremos sobre todo, con humildad y confianza, y con ello obtendremos la dicha de
alcanzar cuanto deseemos, siempre que nuestras peticiones se conformen con el
espíritu de Dios.