Alguien
decía:
-Nosotros
no nos servimos lo suficiente de la Fe.
Es
muy cierto que sacamos poco partido de ella. Muchos de entre nosotros tenemos
una fe sin energía, que se alimenta más que todo de fórmulas. Pocos de entre nosotros
poseen la fe vivificante, y es de esta fe vivificante que deseo hablar algo en
estos momentos.
El
espíritu humano posee mediocridades naturales. Es atraído por las cosas
intermedias. El sí y el no causan ambos temor.
Dirigid
a un cristiano esta pregunta:
¿Jesucristo
ha dicho la verdad?
Evidentemente
sí.
Y
continúas diciéndole al cristiano:
«Jesucristo
ha dicho la verdad: Mas, Jesucristo ha dicho:
«Todo
lo que vosotros pidiereis a mi Padre en mi nombre os será concedido.
«Todo
lo que me pidiéreis en mi nombre, os lo concederé.
«Pedid
y recibiréis,- buscad y encontraréis,- llamad y so os abrirá.
«Si
llegáis a creer, todo será posible a quien cree.
«Y
vosotros llegáis a esta conclusión: Jesucristo ha dicho la verdad; mas
Jesucristo dijo todo eso, luego todo eso es verdadero. Todo es posible a quien
cree».
Todo
eso es claro,- ¿verdad?
El
cristiano se verá indeciso. Dirá: sí, con un aire tímido. No cree en la
consecuencia con la misma fe que en el principio. Retrocede, duda.
El
no transporta las montañas.
Muchos
tienen confianza en las palabras que prometen otra vida diferente, con sus
recompensas y sus castigos.
Y
esos mismos no creen con una fe viviente, en la potencia de la oración en este
mundo de abajo.
San
Bernardo, hacía esta advertencia a sus religiosos: «Vosotros creéis firmemente,
les decía, en las promesas relativas al otro mundo. Vosotros creéis menos en
las promesas relativas a este mundo. Y, sin embargo, es la misma boca la que ha
dicho las cosas que vosotros creéis firmemente, y las cosas que vosotros casi
no creéis».
Muchos
de entre nosotros pueden decirse a sí mismo lo que San Bernardo decía a sus
amigos.
No
existe, entre tal palabra del Evangelio, y tal otra palabra, una diferencia de
veracidad, una diferencia de certeza.
Las
palabras del Evangelio no son unas más y otras menos ciertas.
Las
aproximaciones no existen en esta región. Una palabra siempre igual en sí
misma, no puede ser base sino de la misma garantía, de la misma invariabilidad.
Si
participáis do los sacramentos de la Iglesia, si participáis del bautismo, de
la penitencia, de la Eucaristía, si conserváis vuestro lugar en la comunión de
los Santos, es en virtud de las palabras de Jesucristo que ha instituido esos
sacramentos.
Y
es la misma palabra la que ha dicho con igual acento:
«Todo
lo que vosotros pidiéreis en mi nombre os será concedido».
«Todo
es posible a quien cree».
Yo
desafío a quienquiera que sea, a que encuentre cualquier razón que sea, para
fundar cualquier diferencia entre esta palabra y otra palabra del mismo
Evangelio.
Cuando
los hombres pretenden declarar dudosa una cosa dudosa, dicen vulgarmente o
proverbialmente: «Eso no es cosa que está en la Biblia».
Y
como es imposible, en presencia de una tal afirmación que sale de unos tales
labios, alegar o ligereza o exageración, se impone absolutamente aceptarla
como una verdad que posee el mismo valor que todas las demás.
Entre
las palabras que salieron de los labios de Jesucristo, muchas no fueron
recogidas de una manera oficial. Muchas no fueron certificadas por la voz
encargada de transmitir a la posteridad los ecos del Verbo Eterno, y que habló
sobre esta tierra.
Si
existiera, en la verdad absoluta, el más y menos, el más estaría en favor de
las palabras oficialmente repetidas por la Iglesia Universal desde el comienzo
de los siglos.
Y
la palabra a que aludíamos está en ese conjunto. Ella está en el número de las
palabras oficiales.
Ella
fue pronunciada, y además ha sido escrita. Consta por escrito y permanece
escrita, para ser repetida con toda la autoridad que emana del Evangelio. No es
solamente una confidencia hecha a algunos privilegiados. Es la promesa
auténtica, auténticamente hecha y dada al género humano.
«Todo
lo que pidiéreis a mi Padre, en mi nombre, os será otorgado».
Mas,
esta palabra está entre las palabras pronunciadas hace diez y ocho siglos, en
Judea, y es una de las que el Santo Espíritu ha elegido para que sea repetida
en todos los hogares a donde llegue una edición del Evangelio. Está en el
número de esas palabras que se pronuncian en el Evangelio de la misa, entre
Pascua y Ascensión.
Cada
sacerdote, sin exceptuar uno solo, las pronuncia en el altar, y entre el pueblo
de pie, en la iglesia, no hay un hombre que no las haya leído en el Evangelio,
que nos las haya oído pronunciar en el lugar Santo, y que no se haya levantado
para escucharlas atentamente, solemnemente y devotamente. El acto de
levantarse durante el Evangelio, significa la disposición de confesar
públicamente la verdad que se va a decir. Es un testimonio rendido.
Y
si ni aun en un lugar humano, no se rinde en vano un testimonio cualquiera, en
una ceremonia humana, ¿qué decir del testimonio que se rinde en la Iglesia, en
el lugar consagrado, bajo las bóvedas consagradas, cerca de la Cátedra de la verdad,
en presencia del altar, en presencia de la hostia santa? Y es propiamente este
testimonio que todos sin excepción debemos rendir al oír aquella palabra, en presencia
del cielo y de la tierra, cuando nos levantamos para escuchar la lectura del
Evangelio, y al sacerdote que dice:
“Todo
lo que pidiéreis a mi Padre, en mi nombre, os lo concederá”.
Y
el momento de esta profesión de fe no está aislado en la vida cristiana. Todo
acto de la vida rinde el mismo testimonio si pertenece a la vida cristiana, al
indivisible cristianismo.
Todo
hombre, por el sólo hacho que no ha renegado el Evangelio, por el sólo hecho de
aceptar el título de cristiano, afirma esta palabra que permanece por los
siglos de los siglos indestructible. Todo es posible a quien cree.
No
hay ninguna puerta para escapar, ninguna hendidura en ninguna de las murallas.
Es
imposible, y de una imposibilidad absoluta siendo verdadero el Evangelio, que esa
palabra no sea verdadera.
«Todo
lo que pidiéreis a mi Padre, en mi nombre, os lo concederá».
Esta
palabra sintetiza en ella todas las realidades y todas las solemnidades.
No
solamente está colocada entre las palabras que se pronuncian en el altar,
durante el acto del sacrificio, en presencia del cielo, en presencia de la
tierra, en presencia del infierno que tiene que temblar, en presencia del
pueblo que está atento, y que está allí, de pie, rindiendo el testimonio de su
fe; sino que, fuera de todo eso, fuera de la verdad que posee a
semejanza de las otras palabras del Evangelio, tiene una importancia práctica
excepcional, pues en ella está el secreto de la potencia.
La
potencia es el objeto a que tiende el deseo. Y esta palabra nos indica en qué
condiciones la potencia nos es otorgada.
La
potencia es el eje alrededor del cual giran los mundos. Y he aquí una palabra
alrededor de la cual gira la potencia.
«Todo
es posible para quien cree.»
Esta
palabra incide sobre la Fe.
No
se trata, pues, de enviarla a la eternidad, ya que en la eternidad se habrá
desvanecido la Fe.
La
Fe y la Esperanza habrán sido los magníficos socorros de la ruta recorrida.
La
Caridad resplandece sola, en el presente sin fin de la Eternidad. Las palabras
que se refieren a la Fe se refieren asimismo a la tierra, al tiempo presente,
porque en la tierra está el dominio de la Fe. «Todo es posible para quien
cree». Esta palabra es el viático del tiempo. Es la gloria de la Fe. Es la luz
que luce en las tinieblas. Es la práctica de hoy.
Es
la práctica de este hoy que pide su pan cotidiano. Es el secreto de la vida,
pues el justo vive de la Fe.
Ella
implora con fuertes gritos el Amén que hace culminar todo. Amén, Amén, Amén.
Del
libro “El Siglo”, Editorial Difusión, Bs. As., 1943.