El
católico que se hace protestante da un paso atrás, no da un paso adelante.
Hay
gente entre nosotros que cree lo contrario, entre ellos algunos politicones
amigos míos. Creen que con el divorcio, la separación de la Iglesia y el Estado,
el matrimonio de los clérigos, el auge de la Masonería, el Ku-Klux-Klan, el
«Prohibition-Act», el reparto de Biblias y el acogotamiento de los negros, la
Argentina se pondría a la cabeza de la civilización, como los Estados Unidos.
Son locos.
«—Los
Estados Unidos ¿no tienen libertad de enseñanza? —Sí. —Entonces el
proteccionismo es la verdadera religión moderna, porque fomenta más en las
naciones la simple honradez humana. Tanto «santidad, santidad», tanta Santa
Madre Iglesia... y los países católicos están atrasados en todo, incluso en la
simple honradez humana... ¿Cómo puede dar eso la religión verdadera? Por sus
frutos la conoceréis...».
Otro
día trataremos el problema del atraso de los países católicos, en el cual han
metido la pluma y la nariz Balmes, Donoso Cortés, Ramón y Cajal, el Conde de
Maistre, Monseñor Bougaud, Belloc Hilario y otros; y que todavía no está claro.
Hoy nos contentamos con esta sencilla proposición: el protestantismo es un paso
atrás... El protestantismo quiso volver atrás hacia la primitiva Iglesia; y se
pasó y fue a dar en paganismo, en este «neopaganismo» del que habló San Pío X.
Usaré
la doctrina de un protestante, el filósofo danés Soeren Kierkegaard, del cual
han dicho entre nosotros que «es luterano»: el profesor Aranguren en la Revista
de la Universidad de Buenos Aires, el doctor Sciacca y el P. Jolivet en sendas
conferencias públicas, y el P. Quiles en alguno de sus opúsculos... Me parece
que ya con eso...
Yo
no sé si fue luterano.
Yo
sé que nació luterano, que fue destetado con las obras de Lutero y de Hegel,
que quiso ser Pfarrer luterano y no lo dejaron... eso sí. Que nunca se redujo
(imposible para él) a la Santa Iglesia Romana, la cual recomenzó en Danesia con
la Constitución de 1849, poco antes de su muerte. Pero sé seguro que se redujo
a Dios, con un gran estallido de luz, que se vio un poco (bastante) también en
la tierra. Y se sigue viendo y se seguirá viendo... No por todos, desde luego.
Dejando
sus palabras y su estilo denso y complicado —inimitable— voy a exponer
brevemente sus pensares valiéndome de los libros de sus tres últimos años: Tagebuecher, Einubung im Christentum y Der Augenblick.
Catolicismo
y Protestantismo se suponen hoy día uno al otro; son como una pared terremotada
y los puntales que la sostienen; tales que ninguno (hoy día) puede tenerse en
pie solo.
Del
Protestantismo eso es manifiesto, puesto que todo él está montado sobre una
protesta contra Algo —que realmente estaba mal en aquel tiempo—, pero que se ha
incorporado a la «Reforma» en carácter de presupuesto y punto de referencia;
como «Forma subordinada». Retirando el cristianismo medieval de la Weltanschauung del protestantismo, se
produciría una cosa como un paisaje sin perspectiva o un mundo de dos dimensiones.
Aquello
contra lo cual insurgió Lutero era vicioso; el mensaje de Lutero, la
«interioridad», era verdad. La Iglesia Medieval había incurrido en una
tirantez insoportable: lo exterior, lo formal y lo violento amenazaban
transformar la vida religiosa de Europa en algo muy diferente del espíritu de
Cristo; recordemos las ejecuciones de Juana de Arco, de Juan Huss, de Wyclef,
de Savonarola...
La
religión se transformaba en una política y se confundía con un imperialismo;
los medios de que se prevalía eran de más en más duros; sus prácticas de más en
más complicadas y externas; su espíritu de más en más infraternal; su vida de
más en más automática. En suma, había una crisis de lo interior (de la «fe») y
una hipertrofia de lo humano (de las «obras») que había destruido el equilibrio
de esos dos elementos necesarios, creando una especie de nuevo fariseísmo. La
sangre de San Genaro —como si dijéramos— y la sangre de Savonarola amenazaban
recubrir la sangre de Cristo.
De
esa arcilla empapada y apretada saltó afuera el hombre Lutero, afuera del
claustro; un hombre que había sido claustral («frailuno», dice él) como ningún
otro; que había cumplido como nadie las cargadas «reglas» de las Ordenes
envejecidas; que no se había perdonado ayunos, cilicios, vigilias,
indulgencias, novenas y devociones —todo, menos la oración interior— sin
lograr «salvarse»; sin haber alcanzado en su interior la paz. Lutero salió de
ese ambiente con un grito que era en sí mismo verdadero: —No somos salvos por
las obras de la Ley sino por la gracia de Jesucristo—; y se puso a polemizar
contra «las obras» —como si dijéramos, contra su pasado—; y el ardor de la
polémica y sus pasiones irascibles lo fueron llevando insensiblemente adonde no
pensó, y torciendo su mensaje alemán a lo que en el principio no fue. Si
tomamos ahora del luteranismo los Resultados, con sorpresa hallamos cosas
diametralmente opuestas a la prédica inicial de Lutero; por ejemplo, la
Mundanidad relajada y complaciente en lugar del Temor y Temblor del reformador
sajón —o nuevo paganismo en lugar del cristianismo primitivo (cf Luthers Reformaiorische Schriften, Deutsche
Bibliothek, Berlín, 1913).
«Sería
interesante aprenderse de memoria un sermón de Lutero y echarlo desde el
pulpito de Copenhague... —dice Kierkegaard—. La gritería que se armaría contra
el predicador entre los Párrocos, clérigos y Consejeros de Estado sería cosa de
ver; y entonces revelarles que es un sermón de Lutero. Claro que habría que
hacer constar primero ante notario lo que se iba a hacer; porque de no, me
acusarían de haber querido hacer un plagio; y al ser descubierto el plagio, de
haberlo querido pasar como una broma...» (Diario, 1849).
El
primer grito de Lutero: ¡al interior del alma! hubiese sido respondido por
pocos, si no se hubiese acompañado a otro mucho más popular: ¡Oh tú, Papa de
Roma, asnillo, mujer vieja, payaso, ya verás quién es el Doctor Martín!; al
cual una gran muchedumbre de descontentos —algunos con razón— respondió de
inmediato: «¡Hurra!», y entre todos estos heterogéneos paulatinamente (aunque
no insensiblemente) fueron cayendo en otro grito aún más popular: ¡Vino, mujeres
y canto!, al cual una innumerable masa respondió: ¡Hurra, hurra, hurra, Herr
Dóktor Déutsche Mártin Lúther!
La
rebelión de Lutero surgió para liberar de una tirantez; y puestas sobre esa
tirantez, las palabras de Lutero son liberadoras; pero suprimida la tirantez
son pura cháchara y su teología se disuelve en la contradicción y la
incoherencia; la presuposición faltando, la proposición pierde su sentido, como
una respuesta a una pregunta ya inexistente.
Generación
tras generación, Europa había sido educada en el Memento Mori, en el recuerdo
de la Muerte, del Juicio, del Infierno: había sido cargada de prácticas, de
obligaciones y de «shiboletes» devotos; había sido aterrorizada con las
hogueras de los herejes y las guerras religiosas —y estaba acostumbrada a ver
lo religioso en gestos y en exterioridades ya estereotipadas y vueltas rutinas
y fetichismos, como por ejemplo el «consejo» de celibato eclesiástico vuelto de
más en más un «precepto», y por cierto, muy mal guardado; la compra del perdón
de los pecados por medio de las «indulgencias»; el poder y la actividad
política, el poder y la actividad económica del alto clero sustituyendo a la
contemplación y la predicación de la Verdad..., etc.
Este
terreno pedía un reformador, un hombre que llamase la religión a lo interior;
pero un Reformador es un hombre que impone cargas y no que las arroja; que
aprieta y no afloja; que ata por todas partes nuevos lazos y lazos rotos y no
que los relaja; para lo cual tiene que ser en alguna forma un mártir. Cosa que
por desgracia estuvo lejos de ser Lutero. Lejos de volverse mártir, se volvió
popular... Yo soy un escritor religioso; si fuese popular, no sería un
escritor religioso.
Por
desgracia, la actitud polémica también influyó malamente en el Catolicismo, a
pesar de que allí no fue tan exclusiva: hay que ver por ejemplo las pavadas
exegéticas en que incurre el gran exégeta Maldonado por su manía de polemizar
con los calvinistas. Una gran parte del Catolicismo moderno (sobre todo en
España y aledaños) se ha edificado sobre el Concilio de Trento más que sobre el
Evangelio; es decir, se ha configurado en contra del Protestantismo, lo cual
comporta una especie de imitación subconsciente. No se mueve libremente el que
esgrime contra otro: depende del otro en sus movimientos.
El
Protestantismo se llevó cautivas una cantidad de nociones, o digamos más bien
de esencias-cristianas, que el Catolicismo necesitaba y que el Catolicismo
abandonó y aun combatió, viéndolas convertidas en «herejía»: como por ejemplo,
la lectura y el estudio de la Biblia, tan intensos en los Santos Padres,
sustituidos por la lectura de obras de autores devotos de más en más chabacanas
y deleznables; y otra lista de cosas excelentes, que por haber vivido en países
protestantes, podría yo hacer fácilmente...
La
Contrarreforma quiso reforzar el celibato eclesiástico (el cual tengo por
loable y santo) por medio del rigor, convirtiéndolo en una especie de absoluto;
de manera que por eso un hombre es sacerdote, por no estar casado, y basta; es
decir, eso es un carisma que incluso dispensa a veces de la obligación de
trabajar; y que tiene por sí solo un poder santificador y perfeccionador de la
natura humana, lo cual es un error en teología. La Contrarreforma exteriorizó
más la fe, convirtiendo en objeto preponderante de ella a la Santísima Virgen
(mi Madre y Señora) e incluso al Papa (al cual acato y obedezco) convertido en
más infalible de lo que en realidad él mismo pretende; disolviendo la fe pura
de un Dios trascendente en devociones exteriores o «mandatos de hombres».
La
Contrarreforma exaltó la virtud militar de la «obediencia»; y ella considerada
más en su cómodo automatismo que en su espíritu, hasta volverla una especie de
virtud teologal que puede sustituir incluso a la conciencia personal. La
Contrarreforma defendió y propagó la noción suareciana de «la acción primero
que la contemplación», que es una plaga en la Iglesia hoy día, y ha traído el
triunfo del mediocre agitado sobre el sabio débil; e incluso la persecución del
sabio. Finalmente, la Contrarreforma aumentó el sacramentalismo y disminuyó la
predicación; rebajó la contemplación y la caridad en apologética y beneficencia
(las cuales no son malas, pero no son sumas); alejó más y más a los fieles del
Poder Eclesiástico (lo que llaman «La Jerarquía») haciendo de la Iglesia la
sociedad más totalitaria que existe; y se entregó desaforadamente a la
«propaganda».
Y
así otras cosas. Todo con poco resultado religioso, por cierto. Esto es la faz
negativa de la «Contrarreforma»; no quiero negar aquí su inmensa faz positiva,
que otros ya ponderan bastante.
Sin
embargo, hay una diferencia neta entre el catolicismo —suponiendo que se
tuerza— y el protestantismo —suponiendo que también se tuerza—; hay, por
decirlo así, como un refinamiento de perdición en la Reforma; y ese
refinamiento viene de que la Reforma presupone el Catolicismo, y el Catolicismo
no presupone nada. El Protestantismo es algo que nació como correctivo (lo cual
supone la cosa-a-corregir) y se volvió normativo; por lo cual no corrigió nada.
La Reforma se quiso volver norma; y la Norma sólo brota de la Forma.
Tomemos
un ejemplo sencillo, que quizá no es imaginario. Supongamos dentro del
catolicismo un prelado adicto del todo a la mundanidad; no hasta el punto de
tropezar con los Tribunales o ser castigado por la naturaleza o la opinión
pública, que eso no sería ser muy mucho sino muy poco mundano; porque lo
archimundano es ser mundano con prudencia, y saber gozar con prudencia, y
gozar incluso de su prudencia; como lo hicieron los más perfectos entre los
Epicúreos... y entre los cardenales del Renacimiento.
Este
Prelado que saca de su posición religiosa con exquisito cálculo todo lo
agradable que ella puede rendir, será fácilmente juzgado y rechazado por el
católico sincero como deficiente. ¿Por qué? Porque el católico dispone de la
Otra Figura, de la figura patética del hombre que vive en Pobreza y
Humillación, aunque sea por un casual exagerado o fanático. Aunque sea en
forma oscurantista, rutinaria o relajada, el católico tiene en sus Órdenes
Religiosas, o fuera de ellas, el reflejo del Cristo Doloroso —en el adicto a
los ayunos, cilicios, disciplinas, soledad, reglas, vigilias, penitencias—, y a
ese modelo puede referir la Figura del Obispo Mundano para juzgarla.
«Tú,
Martín el Tullido, no eres un buen prelado / Florece en aleluyas tu labio
angelisado / Mas tú, Martín Tullido, no eres un buen prelado...
Dineros
que te dieron por socorrer los muertos / Van en aceros finos para tus hombres
de armas / Pláñense los hidalgos que les hiciste tuertos / Y hasta la Villa
asomas el haz de tus bisarmas...
Vendiste
a sarracenos un burgo bien guarnido / Por un asnillo onusto de dagas y caireles
/ Envió un legado el Papa ¡qué mal que fue acogido! / De entrada lo volteaste
con tus cinco lebreles...» (E. Banchs).
Supongamos
ahora una comarca protestante donde no exista el catolicismo. De ordinario hoy
coexisten ambos en un mismo paralelo, y hay entre ellos una especie de ósmosis,
por la cual se toman y se prestan cosas. Pero supongamos una comarca donde
solamente estén vigentes como religión los Resultados de Lutero; es decir, la
crítica sin la presuposición; donde, por lo tanto, todo lo que sea penitencia,
mortificación exterior, askesis, no
solamente no es predicado, sino que es predicado como ridículo, demente y
enfermizo, como lo más bajo, lo más imperfecto e infecto que se encuentra en el
género humano...
En
esta comarca protestante al 100 por 100 hay un Obispo que es mellizo 100 por
100 del otro notomiado. Pues bien, este Obispo no será allí tenido por mundano,
sino por perfecto y pío. ¡Su mundanidad será juzgada cristiandad! Es una gran
diferencia.
El
pueblo lo verá formar parte del Consejo Real, frecuentar el gran mundo, rezumar
boato y elegancia en morada, vestidos y carrozas, publicar libros ineptos en
ediciones de lujo, lisonjear en cada sermón al monarca, predicar de modo a no
displacer a nadie, participar de todas las ceremonias oficiales, andar a la
caza de honores, ser muy hábil en procurarse dinerillos, y edificar iglesias,
buscar un matrimonio ventajoso para su hija mayor, y preparar a su yerno la
sucesión en la Sede Arzobispal; y el pueblo protestante tendrá todo eso por
cristianismo: cosa que en un país católico no puede pasar —aunque pasa un poco,
por excepción, en la Argentina, que es cristiana pero mistonga.
¿Fue
el Arzobispo Mynster un testigo de la Verdad? Con este opúsculo de 36 páginas
acabó su vida Kirkegor; literalmente hablando, porque su publicación le costó
la vida. —No, el Arzobispo Mynster no fue un testigo de la Verdad—, como
intentó proclamarlo en su oración fúnebre su yerno el Obispo Martensen, porque
«testigo de la Verdad» significa Mártir o Apóstol; y ésas son palabras sagradas
que no hay que manosear. Kirkegor escribió su opúsculo, lo dejó sobre la mesa,
meditó y oró durante ocho meses; y lo publicó: se le vino encima todo
Copenhague, el cielo y la tierra y los infiernos. No dio un paso atrás, dio
diez pasos adelante; los diez números del Augenblick. Crepó.
Ciertamente
fue más testigo de la Verdad el Jorobadillo del Tívoli que el Solemne Prelado
del Kaiserhof; pero el pueblo de Copenhague creía lo contrario. Exactamente
como había teorizado de antemano él: el pueblo protestante ha perdido el
olfato de lo santo y lo mundanal.
Lutero
proclamó el principio espiritual más alto: la interioridad pura. Esto es tan
peligroso que puede conducir a lo más bajo (porque lo más alto y lo más bajo
se parecen en los reinos del espíritu), a la adulteración del cristianismo y un
estado de mistificación en que la disipación de los sentidos sea festejada como
culto de Dios. Así puede el Protestantismo llegar a festejar la Mundanidad
como... Piedad. Esto no le puede pasar al Catolicismo.
¿Y
por qué no le puede pasar al Catolicismo? Porque el Catolicismo tiene como
presupuesto lo común, la naturaleza bruta, la realidad precristiana: presupone
que todos los hombres somos unos cachafaces. ¿Y por qué le puede pasar al
protestantismo?
Porque
el protestante tiene un presupuesto especial, no común; presupone un hombre
todo conciencia (el hombre que la Iglesia había formado en Europa), un hombre
en el que vive la Inquietud Religiosa, el Temor y el Temblor, la Metánoia; y de
esos hombres hay actualmente en cada generación poquísimos.
En
resumen, lo luterano fue un correctivo; pero un correctivo que se vuelve
totalidad y norma, es eo ipso en la
segunda generación (cuando aquello adonde él iba ya no está allí), un desvío. Y
con cada generación que se adelanta, se desvía más; hasta que al fin resulta
que aquel correctivo, vuelto autónomo, produce justamente lo contrario de mi
primer designio. Se toma salicilato contra el reuma; pero si ya no hay reuma y
sigues con el salicilato, te bandeas el estómago, querido.
Y
éste es el caso aquí. El Correctivo luterano a la exterioridad medieval trajo,
cuando ya autónomo pretendía ser todo el Cristianismo, la más refinada guisa
de Mundanidad y Paganismo; es decir, una mayor «exterioridad...».
Más
o menos esto dice el testamento religioso de Suren Kirkegor, el hombre más
religioso del siglo XIX, el cual murió espiritualmente católico; más aún, a
nosotros nos parece una especie de santo informe y tanteante, a quien Dios
probó como a ninguno sobre la tierra: una especie de águila ciega.
¿Ciega?
Miento. De ningún modo. Eso sería calumniarlo. Digamos entonces un águila con
un ala rota. Y un hombre TODO ROTO: enclavaron sus manos y sus pies y contaron
sus huesos.
Dinámica
Social, n.° 56 (abril de 1955). En Pluma en ristre, Libros Libres, 2010.