Revista Iesus Christus nº 11 –
Mayo/Junio de 1990
Aquel
que no tropiece con su legua será un varón perfecto. (Sant. I, 2)
Vestíos
de la caridad, que es el vínculo de la perfección. (Col. III, 14)
Desde
la última vez en que conversamos me he estado preguntando permanentemente qué
actitud adoptar frente a los comentarios que me hiciste. Conozco tu
temperamento y además tengo en ese aspecto un sentir común con vos. Mi modo de
ser es también crítico y sospecho que desprenderse de las malas consecuencias
que esto entraña es tarea de toda una vida.
Sé
que la actitud crítica es sana, manifiesta un espíritu de inconformismo frente
a los males y a los errores. Pero aprendí también que existe un “demonio de la
crítica” cuya misión consiste en atormentar las mentes de quienes vigilan la
marcha de los asuntos humanos para llevarlos a la desesperación de dos modos,
según me parece: desesperando de todo y de todos y luego desesperando de sí
mismos.
La
conciencia de haber tenido el privilegio de la revelación, acceso a los misterios
de la Fe, fidelidad frente a la apostasía general, perseverancia en
resistir la presión social que nos apremia a seguir la corriente, coraje para
perseverar cuando otros defeccionan y testimoniar frente a los que se niegan a
toda libertad de espíritu; la conciencia de estos méritos –que no son propios
sino misteriosamente donados por Dios- no debe hacernos olvidar que somos
falibles.
Es
fácil reconocerlo. Solamente un necio lo negaría. Lo difícil es creerlo con una
convicción profunda, y obrar en consecuencia frente a los dichos y los hechos
propios y ajenos, sobre todo en esas materias en las que nos consideramos
paladines.
Para
poder medir de un modo más o menos realista el alcance de nuestra propia
falibilidad y el terrible daño que causamos al prójimo por acción u omisión en
la medida en que nos creemos infalibles –insisto, hábito más que una convicción
racional- deberíamos dirigir las propias energías críticas contra nosotros
mismos, sanamente. No se trata de castigarse (algo que hacemos con frecuencia)
por no haber alcanzado el éxito. El tan aspirado “éxito” es uno de los
conceptos vacuos del hombre moderno. Se trata de criticar nuestras falencias
con la caridad que nos debemos a nosotros mismos, no menos que al prójimo, e
insistir pacientemente en un rumbo de perfección cuyo término debe ser la
voluntad de Dios.
Aquí
queda al descubierto nuestra más cruda y penosa falibilidad: muchas veces ni
siquiera somos capaces de saber a ciencia cierta cuál es la voluntad concreta
de Dios respecto a nuestro propio destino personal. Penosa y triste falencia
que sin embargo sabemos disimular con arrestos pontificales sobre los destinos
de la Patria, del mundo y de la Iglesia, de los cuales, por supuesto, no
tenemos la menor duda.
Yo
te diría, parafraseando a un conocido escritor: los hipercríticos son quienes
viven juzgando a los demás por las cosas que hacen y reclaman ser juzgados por
las que ellos planean hacer algún día.
Creo
que un buen antídoto contra la hipercrítica es la acción. Cuando la obstinación
de los hechos nos hace sentir nuestra propia impotencia, empezamos a reconocer
los méritos de los actos ajenos. Pero tiene sus riesgos: cuando no encaminamos
debidamente la frustración, nos volvemos envidiosos y resentidos. O terminamos
en la apatía o en un escepticismo más o menos larvado, con barnices
intelectuales rigurosamente diletantes.
¿Nunca
se te ocurrió pensar que esa incapacidad para la acción fecunda (la que deja
detrás de nuestro paso obras en pie y no ruinas) es una consecuencia del temor
de confrontar nuestras ilusiones (en las cuales somos héroes, genios o santos)
con la realidad (en la que seguramente somos infinitamente más cobardes que los
héroes, más torpes que los genios y más pecadores que los santos)?
¿Cómo
alcanzar nuestra propia medida, conformarnos a nuestro propio destino? Te
sugiero algunas ideas que recojo de por allí.
No
buscar el éxito, sino hacer la voluntad de Dios, la que se expresa aquí y ahora
en el cumplimiento puntilloso de los deberes de estado, de los mayores a los
más insignificantes. Ser fieles en lo pequeño.
Ser
tardos en hablar, sobre todo del prójimo y de sus obras y prestos en oír. Sí,
oírlo cordialmente, con los oídos del corazón. Ponerse en su posición, tratar
de entender –lo que no significa tolerar ni aprobar necesariamente- su punto de
vista, y hacerle algún bien con nuestras palabras. Y si esto no es posible,
hacerle un bien con nuestro silencio, aunque más no sea el de no empecinarlo en
su error. Cuántas veces sabemos que la palabra dicha por nosotros en ciertos
ambientes no hará ningún bien y sin embargo la decimos, porque no podemos
resistir la ocasión de azuzar al otro, aunque lo estemos empujando al
precipicio de la ira o de la obcecación. Si no podemos dar testimonio hablando,
démoslo callando.
Si
se trata de juzgar, ¿por qué no usar una vara generosa para que la misma medida
nos sea luego aplicada a nosotros? ¿Por qué no salvar la intención del prójimo
en la medida de lo posible? Si es insalvable, guardar silencio, y si no podemos
guardar silencio porque habar es nuestro deber moral o intelectual, hacerlo sin
saña, sin escupirle en la cara sus errores o sus deficiencias o los errores y
deficiencias de sus obras.
¿Con
qué derecho sentirnos alguien por nosotros mismos, si no seríamos nada sin el
auxilio de todos los que nos han dado lección en sus obras o en sus ejemplos?
Somos forzosamente herederos de muchos, ¿cuál va a ser el legado que dejemos a
su vez a nuestros sucesores? ¿El de la coherencia de los locos? ¿No vamos a
reconocer nunca que somos humanos, que podemos contradecirnos y errar y que
estos errores no son necesariamente descalificadores?
Esta
es la forma en que el hipercrítico se va transformando en el sectario. Dados
mis principios, tengo absoluta razón en todo lo que digo. Así, sin matices, sin
comprensión, sin piedad, sin humanidad.
Es
imposible conservar la pureza intelectual si no conservamos la pureza del
corazón. Si nuestro ojo se ha vuelto impuro ya no podrá ver nada nítidamente,
todo estará distorsionado por esa lente que agiganta los defectos hacia afuera
y los hace imperceptibles hacia adentro.
Ya
sabemos que no hay otro fuego purificador que el de la Caridad.
No somos los detentadores de la verdad, sino apenas aspirantes, en el
mejor de los casos, a su conocimiento. No tenemos la verdad, sino que, por
gracia de Dios, apenas si estamos en la verdad. No seamos iconoclastas de las
opiniones ni de las obras ajenas y seguramente recibiremos la gracia de la
fecundidad en las propias.
Alejemos
de nosotros todo espíritu de secta. Respiremos el aire fresco de la disidencia
cordial, afable, caritativa. Son tan pocos (y tan importantes) los temas en los
cuales debemos necesariamente estar de acuerdo que caben en las escuetas
fórmulas del Credo. En lo demás nos debemos mutuo auxilio porque toda
apreciación, por ilustrada y prudente que sea, siempre resultará precaria.
En
el orden del saber y en el de la prudencia de las decisiones; en el orden de
los logros y de las realizaciones también se aplica esta sentencia: Quien crea
ser más de lo que es –es decir, nada- se perderá. Quien crea sencilla y
firmemente que nada puede por sí mismo, pero que lo puede todo en Aquel que nos
sostiene, ése obrará milagros”.
M.A.G.