sábado, 30 de mayo de 2020

LA QUE APLASTARÁ LA CABEZA DEL DRAGÓN – R.P. CALMEL





La que aplasta la cabeza del Dragón infernal en su Concepción Inmaculada y en su Maternidad virginal, la que ha sido glorificada incluso en su cuerpo y que reina en el Cielo con su Hijo, Ella domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia y particularmente los tiempos más tremendos para las almas, a saber, los de la venida del Anticristo y aquellos en que sus diabólicos precursores prepararán esta venida.

por el Padre Roger-Thomas Calmel O. P. (1914-1975)


“Quisiera vivir en tiempos del Anticristo” escribía la pequeña Teresa sobre su lecho de agonía. No cabe duda que la carmelita que se ofreció como víctima de holocausto al Amor misericordioso intercederá por nosotros cuando surja el Anticristo, ni cabe duda que ya esté intercediendo muy especialmente en nuestra época, en la que los precursores del Anticristo se han introducido en el seno de la Iglesia; tampoco cabe duda de que su oración se una con la súplica infinitamente más poderosa de la Santísima Virgen María, Madre de Dios. La que aplasta la cabeza del Dragón infernal en su Concepción Inmaculada y en su Maternidad virginal, la que ha sido glorificada incluso en su cuerpo y que reina en el Cielo con su Hijo, Ella domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia y particularmente los tiempos más tremendos para las almas, a saber, los de la venida del Anticristo y aquellos en que sus diabólicos precursores prepararán esta venida.

María se manifiesta no solamente como Virgen Poderosa y consoladora en las horas de angustia para la ciudad terrestre y la vida corporal, sino que se muestra sobre todo como Virgen auxiliadora, fuerte como un ejército en orden de batalla, en las épocas de devastación de la Santa Iglesia y de agonía espiritual de sus hijos. Ella es la reina de la historia del género humano, no solamente para los tiempos de angustia, sino también para los tiempos del Apocalipsis.

La Primera Guerra mundial fue uno de esos tiempos de angustia: hecatombes de las ofensivas mal preparadas, derrota implacable bajo un huracán de hierro y de fuego… ¡Cuántos hombres al abrochar sus cinturones salían con la certeza terrible de perecer en este tornado alucinante sin nunca ver la victoria; incluso a veces, y era lo más atormentador, la duda les venía a la mente respecto al valor de sus jefes y a la prudencia en sus órdenes! Pero, al final, sobre un punto no tenían duda y esa cuestión superaba a todas: la de la autoridad espiritual. El capellán que auxiliaba a esos hombres al servicio de la patria hasta la muerte era absolutamente firme en cuanto a todos los artículos de la fe y nunca hubiera pensado en adaptar pastoralmente la Santa Misa; celebraba el Santo Sacrificio de la Misa según el rito y las palabras antiguas; celebraba con una piedad tanto más profunda, que el sacerdote sin armas y sus parroquianos armados, podían ser llamados a unir de un momento a otro su sacrificio de pobres pecadores con el único Sacrificio del Hijo de Dios que quita los pecados del mundo. La misma fidelidad del capellán se fundaba tranquilamente en la fidelidad de la autoridad jerárquica que conservaba y defendía la doctrina católica y el culto tradicional y no dudaba en apartar de la comunión católica a los herejes y a los traidores. Después, en pocos instantes quizá, en el frente de batalla, los cuerpos iban a ser aplastados, despedazados en un horror sin nombre, quizá se sofocarían inexorablemente y se asfixiarían lentamente en medio de una capa de gas. Pero, a pesar del suplicio de los cuerpos, las almas quedarían intactas, su serenidad inalterada, su interior preservado, y el más negro de todos los demonios, el de las supremas mentiras, no dejaría escuchar sus sarcasmos. El alma no quedaría abandonada a los ataques pérfidos, cobardemente tolerada de los pseudo-profetas de la pseudo-Iglesia; a pesar del suplicio de los cuerpos, el alma volaría del recinto de una fe protegida al recinto luminoso de la visión beatifica en el paraíso.

La Primera Guerra mundial fue un tiempo de angustia. Pero ahora, entramos en un tiempo del Apocalipsis. Sin duda, todavía no llegamos al huracán de fuego que enloquece los cuerpos, pero ya presenciamos la agonía de las almas, porque la autoridad espiritual parece ya no querer defenderlas y se desinteresa de la verdad de la doctrina como de la integridad del culto, al no condenar ostensiblemente a los culpables. He aquí la agonía de las almas en la Santa Iglesia socavada desde el interior por traidores y herejes todavía no exiliados.

En la historia, hubo otros tiempos del Apocalipsis. Acordémonos, por ejemplo, de los interrogatorios a Santa Juana de Arco, privada de los Sacramentos por los hombres de la Iglesia, relegada al fondo de un calabozo oscuro, bajo la guardia de horribles carceleros.

Pero las victorias de la gracia siempre sellan los tiempos del Apocalipsis. Porque, aunque las bestias del Apocalipsis penetren hasta dentro de la ciudad santa y la pongan en gran peligro, la Iglesia no deja de ser Iglesia, ciudad muy amada, inexpugnable para el demonio y sus secuaces, ciudad pura y sin mancha cuya Reina es Nuestra Señora.

Ella, la Reina Inmaculada, es la que abreviará los siniestros años del Anticristo por medio de Jesucristo, su Hijo. Incluso, más que nunca, ella nos obtendrá durante esa época la gracia de perseverar y de santificarnos. Ella nos conservará la porción de autoridad espiritual legítima que absolutamente nos hace falta. Su presencia en el Calvario, de pie cerca de la Cruz, nos lo anuncia infaliblemente. Estaba de pie cerca de la Cruz de su Hijo, el Hijo de Dios mismo, para unirse más perfectamente con su Sacrificio redentor y merecer toda gracia para sus hijos adoptivos. Toda gracia: la gracia de enfrentarnos con las tentaciones y las tribulaciones sembradas hasta en las vidas más unidas; pero la gracia también de perseverar, de volver a levantarse y de santificarse en las peores pruebas, pruebas del agotamiento del cuerpo y las pruebas más negras de la agonía del alma, tiempos en que la ciudad carnal es invadida y tiempos en que la Iglesia de Jesucristo debe resistir a la autodestrucción. Al estar de pie cerca de la Cruz de su Hijo, la Virgen María cuya alma fue traspasada por una espada de dolor, la divina Virgen molida y anonadada como ninguna criatura nunca lo será, nos dará a entender sin lugar a duda que será capaz de sostener a los redimidos en las pruebas más terribles con una intercesión materna del todo pura y poderosa. Esta Virgen muy dulce y Reina de los mártires, nos persuade que la victoria se esconde en la Cruz misma y que muy pronto será manifiesta; la mañana brillante de la Resurrección pronto se levantará sobre el día sin fin de la Iglesia triunfante.

En la Iglesia de Jesús, presa del modernismo hasta en su cabeza, el sufrimiento de las almas y la quemadura del escándalo alcanzan una intensidad conmovedora. Tal drama es sin precedente, pero la gracia del Hijo de Dios Redentor es más profunda que este drama. Y nada interrumpe la intercesión del Corazón Inmaculado de María que alcanza toda gracia. En las almas más abatidas y más cercanas a la muerte, la Virgen María interviene de día y de noche para poner fin, misteriosamente, a este drama y romper también misteriosamente las cadenas que el demonio creía irrompibles: Solve vincla reis.

Todos nosotros, a quienes Nuestro Señor Jesucristo, por una marca especial de honor, llama a la fidelidad en medio de nuevos peligros y en una forma de lucha que nunca habíamos experimentado –lucha contra los precursores del Anticristo infiltrados en la Iglesia-, volvamos a lo esencial: nuestra fe. Acordémonos que creemos en la divinidad de Jesús, en la maternidad divina y en la maternidad espiritual de María Inmaculada. Consideremos un poco la plenitud de gracia y de sabiduría escondida en el Corazón del Hijo de Dios hecho hombre y que fluye eficazmente en todos aquellos que creen; consideremos también la plenitud de dulzura y de intercesión que es privilegio único del Corazón Inmaculado de la Virgen María. Recemos como hijos a Nuestra Señora y hagamos la experiencia inefable que los tiempos del Anticristo son tiempos de victoria: victoria de la Redención plena de Jesucristo y de la intercesión soberana de María.

Padre R. Th. Calmel O.P. – 1975