11/05/2020
El silencio cómplice de los obispos
italianos o, mejor dicho, de una confusa y poca clara Conferencia Episcopal
Italiana, sobre el tema de las iglesias cerradas y los sacramentos prohibidos
ha provocado, y continúa provocando, el escándalo de los fieles, incluso de los
más ingenuos y menos fervorosos.
Entonces es útil repasar los
desafortunados principios de la colegialidad, que, a partir del Vaticano II,
han experimentado una escalada de la que ahora todos constatamos los trágicos
resultados. El teólogo dominico, P. Roger Thomas Calmel, después de la última
asamblea conciliar, había previsto la desgracia que se abatiría sobre la
Iglesia en nombre de la colegialidad. En su Breve apología de la
Iglesia de siempre, escribe: «El Señor ha querido autoridad
personal en su Iglesia y la instituyó personal. En cambio, después del
Concilio (Vaticano II, nota del editor), asistimos a un gigantesco intento
de despersonalizar la autoridad: personal como lo es por derecho divino y la
vemos parlamentarizarse, colegializarse, se podría decir sovietizarse.».
Las Conferencias Episcopales en cada país no son sino la consecuencia de este
proceso de sovietización, que subvierte desde los mismos cimientos la
estructura de la Iglesia deseada por el Señor. «Él, continúa el P.
Calmel, ha dotado a esta Iglesia de poderes particulares con vistas a
la santidad. Esos poderes son jerárquicos, avalados, personales; […],
estos poderes están en manos de determinada persona (vulgar o noble, santo o
mediocre); en cualquier caso una persona personalmente responsable; estos
poderes no pueden ser transferidos a ninguna de esa múltiple variedad de
organizaciones de tipo rousseauiano y masónico». Esto se debe a que el
régimen de la asamblea democrática «es ajeno al Reino de Dios». Con este
régimen «aquellos que de hecho ejercen la autoridad normalmente tienen los
medios para eclipsarse a sí mismos. Los poseedores oficiales del poder, de
hecho, son hipócritamente despojados del poder efectivo. El poder real se
transfiere a autoridades paralelas, irresponsables y evasivas. Es por eso que
la democracia de Rousseau es un régimen de mentiras y es intolerable en la
Santa Iglesia, en el Reino de toda verdad, incluso más que en los reinos de
este mundo«.
De hecho, ¿qué sucede cuando actúa una
asamblea? Pero antes que nada ¿qué es la asamblea? «La asamblea significa
todos y nadie», responde el P. Calmel. «En cada asamblea plenaria
colegiada, la demolición de la doctrina, la moral y la liturgia progresó
considerablemente. ¿Pero quién es el demoledor? Todos los obispos o casi todos,
si consideramos el mecanismo de la mayoría de los sufragios, pero un pequeño
número difícil de identificar, si se tiene en cuenta la determinación personal,
deliberada, ponderada y calculada. Y es precisamente en esto que el sistema
colegiado es hipócrita y antinatural: exime a cada uno de su propia
responsabilidad individual y del remordimiento que quema de forma intolerable,
pero al mismo tiempo y en virtud del mismo mecanismo, hace que todos cooperen
con las peores fechorías, a la instalación de una falsa religión cristiana bajo
una máscara cristiana». A pesar de ello, todo Obispo debe ser
consciente de que «es él quien es elegido, honrado con este signo,
investido con esta misión divina: él, y no un grupo anónimo».
Por lo tanto, el Obispo, lo quiera o
no, sea consciente o no, es y sigue siendo el único pastor de su diócesis,
evidentemente bajo la autoridad del Papa, de quien deriva su autoridad.:El
segundo domingo después de Pascua, el Evangelio nos presentó la figura noble y
fuerte del Buen Pastor «que da la vida por sus ovejas» (Jn. 10,11),
contrapuesta a la del mercenario, que «viendo venir al lobo abandona las
ovejas y huye» (Jn. 10,12). Este pasaje del cuarto Evangelio fue comentado
con mano despiadada por el gran Obispo de Hipona, el cual se pregunta: «¿Quién es el mercenario que ve venir al lobo y
huye? Quien busca sus propios intereses, no de los de Jesucristo, y no tiene la
valentía de reprender públicamente a aquel que ha pecado (cfr. 1 Tim 5, 20). Por ejemplo, uno ha pecado, ha pecado
gravemente; merece ser reprendido y tal vez excomulgado; pero excomulgado, se
convertirá en un enemigo, causará problemas y, si puede hará el mal. Ahora,
quien busca sus propios intereses y no de los Jesucristo, para no perder aquello
que guarda en el corazón, para no perder las ventajas de la amistad de los
hombres y para no incurrir en el acoso de su enemistad, no interviene» (Comentario al Evangelio de San Juan, Homilía 46, 8). He aquí pues descrito el rostro del
mercenario: es el pastor que cuida de sus propios intereses y pro
bono pacis calla. Veámoslo en
acción: «Sí– escribe San Agustín – el diablo agarró a la oveja por el
cuello, el diablo empujó al fiel al adulterio (o cualquier otro pecado
grave ndr) tú cállate, no levantes la voz. Mercenario que eres has visto
venir al lobo y escapaste. Tal vez él dirá aquí estoy, no me escapé. No,
huiste, porque has callado; y has callado porque has tenido miedo. El
miedo es la fuga del alma. Con el cuerpo te has quedado, pero con el espíritu
has huido». Callar por miedo, según San Agustín, equivale a huir, y quien huye
(aunque sea solo con el alma no el cuerpo) es un mercenario, porque «no
tiene interés en las ovejas» (Jn.10,13).
En esta pandemia, el silencio mendaz
parece ser la característica más perturbadora de nuestros obispos, salvo pocas
excepciones, demasiado tímidas y demasiado tardías. Pero este silencio es solo
un «escape del alma», que convierte a los pastores en mercenarios.
Tal hallazgo asustó al Cardenal Biffi,
quien como párroco, por lo tanto mucho antes de recibir el birrete episcopal y
luego el cardenalicio, describió la figura del Obispo con su pluma ingeniosa y
afilada en estos términos irónicos pero terriblemente verdaderos: «La
conducta del obispo rara vez tiene la marca del genio en evidencia: con
frecuencia aparece sin lógica interna, sin ímpetu, sin iluminación. […] A veces
hay que seguir a un obispo que no va a ninguna parte y, más que caminar,
simplemente se mantiene de pie. Sin decir que si el obispo, como más a menudo
ocurre, no sabe que hacer, siento que es simpático y verdaderamente hermano,
pero no veo por qué debería dirigirme en lugar de ser dirigido» (Quando
ridono i cherubini -Cuando se ríen los querubines, Bolonia 2006, p. 87). El
retrato no puede ser más realista aunque inclemente. A quien se quejaba de no
tener más que un burro como Obispo, el párroco Biffi, que ahora se convirtió en
Obispo y Cardenal, invitó con su inconfundible ironía a no detenerse en la
burricie de los Obispos, sino a admirar el sabio diseño de ¡Dios, quien en Su
omnipotencia logra hacer Obispos incluso a los burros!
Y esto por una razón muy elemental:
necesitamos Obispos. La Iglesia es la Inmaculada Esposa del Cordero, pero en la
tierra es visible y tiene una estructura organizada. «No se está obligado a
amar las estructuras», dijo. «Es como el sistema óseo de
nuestro cuerpo: nadie se enamora del esqueleto de una mujer, pero nadie se
enamoraría de una mujer si no lo tuviera.» (p. 88). Necesitamos Obispos,
porque necesitamos la visibilidad de la Iglesia. Por supuesto, el escenario que
tenemos ante nosotros no es muy consolador: las Conferencias Episcopales
pasivamente inclinadas ante los poderosos de la tierra. Individualmente, los
Obispos se parecen más a los mercenarios que a los pastores o se han convertido
ellos mismos en los lobos de su rebaño… Entonces, ¿estamos ante una Iglesia en
crisis? De nuevo, el Cardenal Biffi respondió: «La Iglesia se funda en el
evento de Cristo, la encarnación de la muerte y la resurrección. Un
hecho no entra en crisis».
Así es, nuestra fe teológica se basa en
un hecho sucedido, indeleble y destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo.
Ningún Obispo, y ni siquiera una Conferencia Episcopal completa, aunque haya
apostatado de la verdadera fe, puede menoscabar este evento supremo, ni
siquiera ligeramente. Entonces, si nos encontramos con Obispos burros,
contemplaremos con el Cardenal Biffi el designio misterioso y abarcador del
Padre, que se dignó elevar al Episcopado también a estos graciosas criaturas.
Si son mercenarios, no los seguiremos, pero los incluiremos en nuestra oración
fraterna y misericordiosa, conscientes de que el juicio de Dios que pende sobre
ellos es muy severo. Si lamentablemente se convierten en lobos, les
agradeceremos bendiciendo al Señor, como los mártires dieron gracias a los
propios verdugos, porque nadie como ellos tiene el poder de hacer de nosotros
nuevos mártires. Aunque tengamos que alejarnos de ellos, nuestra más profunda
gratitud se dirige hacia ellos, por ser herramientas inconscientes pero muy
efectivas de nuestra gloria eterna.
Finalmente, nuestra fe debe ir más
allá del mundo visible y, como escribió una vez el P. Calmel, vivir con la
certeza de que «el Señor nunca permitirá que
prevalezcan la colegialidad y la democratización. No lo permitirá porque
siempre concederá a su Iglesia, para seguir siendo santa, es decir, para
administrar los sacramentos y santificar las almas, la cantidad indispensable
de poder jerárquico y poder sacerdotal ordinario (aunque mínimo, ndr). La Virgen elevada al
cielo, y quien nunca deja de interceder por la Iglesia de su Hijo, siempre está
segura de ser escuchada. Se nos permite dirigirnos a Ella diciendo: Regina
pastorum, omnium ora pro nobis, Reina de todos los pastores, ruega por nosotros».