El acordonamiento policial del santuario de Fátima
13/05/2020
En la víspera del
centésimo tercer aniversario de las apariciones de Fátima, se ha sabido que la
Guardia Nacional Republicana portuguesa inició el pasado 9 de mayo la operación
«Fátima en casa» al objeto de impedir que los peregrinos accedan al santuario este
13 de mayo. La noticia la ha dado Vítor Rodriguez, jefe de operaciones, que ha
elogiado la «fantástica actitud de colaboración» de los miembros de la Iglesia
Católica con los que la GNR ha cooperado «durante muchas semanas» ). A raíz de
esta operación de «confinamiento», el santuario de Fátima ha sido colocado bajo
la vigilancia de 3500 efectivos de la Guardia Nacional, con la misión de evitar
que se acerquen fieles sin una justificación razonable (https://diariodistrito.pt/fatima-cercada-por-3500-gnr/amp/).
Está claro que para las autoridades rezar no es una justificación razonable. En
la práctica, no sólo se han acordonado todas las vías de acceso, sino también
otros centros de devoción como Aljustrel, pueblo natal de Lucía, Francisco y
Jacinta; Valinhos, lugar de la aparición de agosto, y el propio Vía Crucis.
Parece que
hubiéramos vuelto a las vísperas de la Revolución Francesa, cuando el
jansenismo, el galicanismo, el iluminismo y el catolicismo iluminado –fuerzas
dispares y heterogéneas pero con el común denominador del odio a la Iglesia
Roma– se entremezclaban y redoblaban esfuerzos a la sombra de las logias
masónicas con miras a la destrucción definitiva del orden religioso y social
que se cimentaba en la Cristiandad.
La limitación de
las actividades de la Iglesia al terreno de la conciencia se basaba en la idea
de que sólo el Estado tenía autoridad sobre la sociedad. Pero despojar a la
Iglesia de su misión pública significa condenarla a una lenta asfixia y
posteriormente a la muerte. El representante de esa política anticatólica en
Portugal fue José de Carvalho e Melo, marqués de Pombal, destacado exponente de
la Masonería y jefe del Gobierno entre 1750 y 1777 bajo el reinado de José I de
Braganza. En el Imperio de Austria, José II de Habsburgo-Lorena aplicó una
política similar entre 1765 y 1790, por lo que se conoció como josefinismo. El
soberano nombraba obispos y abades, intervenía en la vida de las órdenes
religiosas y se presentaba como reformador de la disciplina eclesiástica.
Derechos tradicionalmente atribuidos a la Iglesia, como la educación y la
institución misma del matrimonio, fueron absorbidos por el Estado. Las
confiscaciones del patrimonio eclesiástico, el cierre de los conventos y
seminarios, una nueva distribución de las diócesis, una reglamentación
minuciosa del culto y la influencia doctrinal del Estado en la formación del
clero priorizando las corrientes heterodoxas llevaron al
colmo el proceso de secularización de la casa real de Habsburgo.
«Con este gobierno filosófico –señalará el filósofo suizo
Carl Ludwig von Haller en un célebre texto–, ya nada era sagrado: ni propiedad,
ni ley natural, ni promesas, ni contratos ni derecho privado» (La
restaurazione della scienza politica, tr.it., Turín, Utet 1963, vol.
I, p. 280).
La diferencia que
va de entonces a hoy es que en aquella época la política laicista la llevaron a
cabo gobiernos fuertes, a veces con la colaboración de los obispos, pero
siempre contra la Cátedra de Roma. Los papas condenaron enérgicamente dicha
política. Hoy en día, por el contrario, gobiernos débiles e incompetentes
ejercen una política análoga, en muchos casos con la colaboración de los
obispos, y siempre con la tácita aprobación de la autoridad de Roma. Bastaría
ciertamente una palabra clara del papa Francisco para desbaratar esta maniobra
anticlerical y dar nuevamente voz al pueblo de Dios, que
después del coronavirus se muestra, no sumiso, sino más vivo y dispuesto a la
resistencia de lo que había estado hasta ahora.
En un ambiente de
creciente confusión, el acordonamiento del santuario de Fátima por parte de la
Guardia Nacional portuguesa resulta igual de escandaloso que la clausura de las
piscinas de Lourdes el pasado 1 de marzo. Ahora bien, la mayor responsabilidad
del escándalo no recae sobre las autoridades militares portuguesas, sino sobre
las eclesiásticas, empezando por el cardenal Marto, obispo de Leiría-Fátima.
Dichas autoridades ofrecieron, o quizás solicitaron, colaboración a las
autoridades civiles para prohibir las peregrinaciones en el aniversario de las
apariciones de Fátima.
El actual espíritu de sumisión al mundo y a sus
autoridades por parte de los prelados lusos y del propio papa Francisco deja
entrever que en un futuro a estos clérigos no les importará someterse al islam
aceptando convivir en régimen de sharía –es decir, total
subordinación– a quienes desean convertir a Europa en tierra de Mahoma. El caso de Silvia Romano, la voluntaria italiana
secuestrada en Kenya el 20 de noviembre de 2018 y liberada en Somalia el pasado
9 de mayo, resulta emblemático. Esta muchacha, que trabajaba en una ONG en
Kenya, al cabo de dieciocho meses prisionera reapareció como una convencida
seguidora del Corán. La iglesia de su barrio la recibió echando las campanas al
vuelo. Está claro que para su párroco la apostasía es un mal menor en
comparación con el bien de la recuperada libertad. Actualmente, junto con la
salud, la libertad contra toda restricción parece ser el bien supremo para
todos. En el caso de Silvia Romano se ha hablado de síndrome de Estocolmo, ese
estado particular de dependencia psicológica que se manifiesta en muchas
víctimas de violencia. Pero se diría que hoy en día el síndrome de Estocolmo es
el estado psicológico y moral del Vaticano y de buena parte de las conferencias
episcopales para con los poderles laico-masónicos de Occidente y con el islam
que avanza.
La cosa adquiere más gravedad si se tiene en cuenta
que precisamente en Fátima la Santísima Virgen pidió oración y penitencia,
tanto privada como pública, para evitar los castigos que se ciernen sobre el
mundo. Pero este 13 de mayo el santuario de Fátima está inmerso en un vacío
fantasmal, como Lourdes y como la Basílica de San Pedro en Semana Santa. Cuesta
no ver en tan simbólicos sucesos la proximidad de los grandes castigos que
anunció la propia Virgen en Fátima. La prohibición para los fieles católicos de
manifestar públicamente su devoción a la Virgen en su santuario acerca la hora
de los mencionados castigos, que tal vez se hayan iniciado ya con el
coronavirus. Olvidar la
inminencia de estos castigos para perseguir a los propagadores de la peste
puede conducirnos a un peligroso laberinto.
Quien no recuerda
la presencia de la mano de Dios en las calamidades a lo largo de la historia
demuestra que no ama la justicia divina. Y quien no ama la justicia de Dios,
corre el riesgo de no merecer su misericordia. El aislamiento del santuario de Fátima, más que la clausura de un
lugar, parece el silencio impuesto a un mensaje.