por Juan Manuel de Prada
06
mayo 2020
Escribíamos hace algunas semanas un artículo en el que denunciábamos el bestialismo (propio, en verdad, de la Bestia del Mar retratada en el Apocalipsis) de nuestros gobernantes, que han permitido que miles de personas mueran de la forma más indigna posible, sin respiración mecánica, en la más sobrecogedora soledad, sin poder sostener la mano de un familiar que los conforte en el tránsito hacia ultratumba. Y, lo que aún es más aberrante, sin poder recibir sacramentos ni consuelo espiritual alguno, para después ser arrojados al horno crematorio de forma casi clandestina y entregadas sus cenizas a sus familias del modo más deshumanizado concebible (y a saber cuántas cenizas se habrán confundido en los trasiegos). Pero hoy no quisiera volver sobre este sobrecogedor indicio de la época proterva que vivimos; sino para recordar –pues no en vano estamos en días pascuales, aunque pareciera que nos hubiésemos internado en una interminable noche de Viernes Santo– que nuestros muertos, vejados y entregados al fuego devorador por gobernantes inicuos, no han sido abandonados por Dios, que conoce sus nombres y sus señas, aunque hayan sido confundidos en los trasiegos.
Cuando San Pablo se refiere en el Areópago de Atenas a la resurrección de los muertos, todos los filósofos que lo escuchan se cabrean. Este es el gran escándalo de la fe cristiana, que los escépticos de todas las épocas aceptarían condescendientemente si se conformara con ser un mero espiritualismo sentimentaloide que imagina una vida de ultratumba poblada por almitas que revolotean eternamente en torno a Dios como luciérnagas. Pero la fe cristiana afirma la resurrección de la carne, una osadía que encocora a los oyentes del Areópago, como sospecho que sigue ocurriendo hoy. A los oyentes espiritualistas, esta resurrección que predicaba San Pablo debió de parecerles demasiado material; a los oyentes materialistas, demasiado espiritual; y a unos y otros, completamente inaceptable. Lo mismo que sucede hoy, en que sigue habiendo espiritualistas dispuestos a creer en una supervivencia exclusiva del alma más allá de la muerte; y también materialistas dispuestos a aceptar la supervivencia de nuestro cuerpo, transformado en abono que alimente las plantas, o incluso reencarnado en cualquier animal. Para negar la resurrección de los muertos, nuestra cultura terminal y hedionda ha encumbrado incluso las historias de zombis como uno de sus productos (o subproductos) estelares para consumo de masas cretinizadas. Pues imaginar nuestro cuerpo incorruptible y glorioso habitado por nuestra alma inmortal se considera demasiado obsceno, demasiado subversivo, demasiado peligroso.
Y es natural que así sea. Pues la resurrección de la carne sostiene la supervivencia de la persona más allá de la muerte. Y esta supervivencia ultraterrena de la persona implica la posibilidad de continuar siendo quienes ahora somos, bajo una forma de vida superior, infinitamente más plena. Una forma de vida en la que el alma no se sienta dentro el cuerpo como en una cárcel; y en la que el cuerpo no esté sometido a las flaquezas y achaques propios de su condición. Quienes creen sinceramente en esta transfiguración de sus cuerpos no temen a la muerte, ni se desmoronan ante la enfermedad, ni sucumben a los reclamos publicitarios que los incitan a probar tal o cual experiencia, a viajar a tal o cual lugar, a votar a tal o cual demagogo que les promete chorradas irrisorias (y, por otro lado, inalcanzables en esta vida). Simplemente, sabe que le basta aguardar pacíficamente su muerte para probar una vida incalculablemente mejor en la que, además, seguirá siendo la misma persona; o, dicho con más exactitud, la versión mejorada de la persona que ahora es, sin necesidad de pasar por el quirófano ni por la urna, sin necesidad de pasar por el aro del consumismo ni por el trasiego extenuante por el atlas. Simplemente, sabe que esta vida mortal es un grano de trigo que sembramos al morir; y de ese grano nace una planta entera, restallante de savia, que nunca se amustiará. Como escribe San Pablo a los corintios: «Se siembra corrupción y resucita incorrupción; se siembra vileza y resucita gloria; se siembra debilidad y resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual».
Y contra esta primavera milagrosa en la que volveremos a vivir con formas recobradas y venas vibradoras de nada sirven las bestialidades que han perpetrado nuestros gobernantes, tratando los cuerpos de nuestros muertos como si fuesen muebles viejos. Tal vez han autorizado tales bestialidades porque barruntan que ellos no podrán disfrutar de esta primavera. La envidia tiene razones que la razón no entiende.