28
de abril de 2020
1. El discutido
origen de un virus
A
cualquier ciudadano, y en particular a mí mismo como profesor de Filosofía, se
le plantean continuamente situaciones ante las cuales le resulta necesario
tomar partido. Esto que veo, o que escucho, ¿me parece bien o mal? Y, ante todo
y para empezar, ¿es verdad o no es verdad? Así ha sucedido también con la
cuestión de la pandemia del coronavirus Covid-19, sobre cuyo origen caben tres
opciones: o bien es un virus producido por la misma Naturaleza, debido a una
mutación al azar; o bien es artificial, creado en un laboratorio chino, y se
escapó accidentalmente debido a un fallo de seguridad; o bien es artificial,
pero ha sido diseminado de manera intencionada, con algún tipo de propósito
oculto que también será necesario identificar.
La
primera teoría es la más tranquilizadora, la que muchos seres humanos
preferirían creer. No hay ninguna mano negra detrás de la tramoya del mundo. Se
producen continuamente mutaciones víricas, y la del Covid-19 es simplemente una
más. La explicación del mercado de Wuhan parece plausible. Además, resulta
reconfortante poder confiar en la sinceridad de las autoridades. La
desconfianza permanente nos lleva al estrés mental y al desasosiego. No es que
prefiramos la pastilla azul de Matrix: es que creemos que las cosas son tal
como parecen: si los conspiranoicos optan por otro camino, allá ellos. La
navaja de Occam, el principio de economía, nos dice que la explicación más
sencilla suele ser también la más probable: entia non sunt multiplicanda…
Además, el pensamiento crítico e incluso la sofisticación intelectual están de
nuestra parte. Richard Dawkins siempre resulta una apuesta segura.
Por
mi parte, si no encontrase realmente argumentos para desconfiar de la versión
oficial, no tendría ningún problema en adscribirme a ella. Por ejemplo,
respecto al tema de la celebérrima conspiración lunar (“¿llegamos realmente a
la Luna en 1969?”), un estudio serio de la cuestión obliga a reconocer que sí,
que llegamos, por querida que se nos haya vuelto a muchos —a base de su
frecuencia en la cultura popular— la teoría conspirativa por excelencia (y sin
que ello signifique que no se nos haya podido ocultar otro tipo de información
altamente relevante acerca de los viajes a la Luna). Así que sigamos al viejo
Aristóteles, menos pasado de moda de lo que parece: la verdad es la adaequatio
intellectus ad rem… Y si la res es de una determinada
manera, no hay más remedio que admitirlo.
Ahora
bien: resulta que sí hay motivos para desconfiar de la versión oficial. Y no
sólo porque el esquema del mito platónico de la caverna esté presente en
prácticamente cualquier situación social o política (los poderosos, los
“titiriteros” detrás de la pared, siempre nos muestran la realidad como a ellos
les interesa que la veamos), de manera que, por principio, hay que poner en
duda la veracidad de lo dicho por “las autoridades”. No sólo por esto —que
también— es aconsejable la duda, sino por una serie de razones objetivas que
paso a detallar.
En
primer lugar, las propias características del Covid-19, muy peculiares respecto
a todos los demás coronavirus conocidos hasta ahora. Baja tasa de letalidad,
pero altísima resistencia fuera del cuerpo humano, largo periodo de incubación
sin síntomas: todo lo cual facilita una transmisibilidad o contagiabilidad sin
precedentes. Sólo produce efectos graves en un porcentaje muy pequeño de
individuos, pero constituye el virus ideal para producir no una verdadera
pandemia stricto sensu, pero sí una epidemia de pánico social a
escala planetaria, contando con la inestimable labor de los medios de comunicación
de masas (como ha observado Yuval Harari, en el siglo XV el Covid-19
habría pasado completamente inadvertido): una epidemia de pánico social que
derive en una catástrofe económica y provoque transformaciones políticas,
económicas, psicológicas y culturales de fondo que van infinitamente más allá
del aspecto sanitario de lo que realmente es una pseudopandemia.
Así
que el Covid-19, o SARS Cov 2 —que es como debería llamarse; pero este nombre,
el original, ya ha sido sutilmente censurado—, es, como mínimo, muy extraño.
Aunque se nos dirá: “Sí, puede presentar unos rasgos peculiares, pero eso no
significa necesariamente que haya sido diseñado: puede haber surgido de manera
natural, y de hecho es lo que afirma la mayoría de científicos entendidos en el
tema”.
Bien,
de acuerdo, todo esto es cierto; pero vamos a introducir algunas precisiones.
En primer lugar, el Covid-19 es, como he dicho, cuanto menos, muy peculiar como
coronavirus, y (según reconocen expertos en bioterrorismo e inteligencia
militar) parecería completamente adaptado a una finalidad de guerra psicológica
e ingeniería social dadas las particulares características de las
sociedades desarrolladas contemporáneas. Y en cuanto a la opinión de los
científicos, tengamos en cuenta que entre la mayoría de virólogos que afirman
que el coronavirus de Wuhan es de origen natural puede haber, simplemente, un
conocimiento insuficiente o superficial del tema y, sobre todo, aparte de una
profunda aversión a todo lo “alternativo” y pseudocientífico (ufología, homeopatía,
antivacunas, etc.), al menos entre una parte de ellos el miedo a decir en
público lo que piensan en privado, dado el precio que saben que tendrían que
pagar por tal osadía. Es el “miedo a mojarse”, a quedar señalado como
“alarmista”, “conspiranoico”, “prorruso” o “simpatizante de la extrema
derecha”, por ejemplo. Resulta
evidente que el establishment político y científico defiende
la tesis del mercado de Wuhan como origen de la pandemia; y,
como científicos con prestigio académico, conocen las presiones que existen y
saben que ir contracorriente significaría arriesgar su posición y ser arrojados
a las tinieblas exteriores a las que se expulsa a los disidentes y malditos.
Creo
que todo esto que digo no es absurdo, pero desde luego tampoco resulta aún
mínimamente concluyente. ¿Hay alguna razón más para dudar de la tesis del
origen natural del Covid-19? En mi opinión, sí; y no sólo del origen natural,
sino también del posible escape accidental del laboratorio de Wuhan. En lo que
sigue no pretendo aportar ninguna información novedosa, nada que no esté
circulando ya hace varias semanas por los foros alternativos de Internet. Me he
limitado a recopilar y ordenar los argumentos que me parecen más consistentes,
para al final aportar una reflexión filosófica que sí será, digamos, de mi
propia cosecha.
2. El
Covid-19, ¿un virus de diseño?
En
primer lugar, desde hace ya al menos un par de décadas existe la posibilidad
técnica de manipular virus por ingeniería genética para crear virus-quimera. Si
estuviésemos, digamos, en 1980, esto aún no habría sido posible. De manera que
la capacidad técnica ya está disponible, dado el estado de desarrollo de la
bioingeniería actual.
En
segundo lugar, existen laboratorios dedicados a este tipo de experimentación,
dentro de programas de guerra bacteriológica o de proyectos sanitarios civiles
pero susceptibles de uso militar. El laboratorio P-4 de Wuhan es uno de ellos
(aunque esto no signifique necesariamente que el Covid-19 haya sido
desarrollado allí).
En
tercer lugar, sabemos que, desde hace varios años, se está experimentando en la
creación de coronavirus con “capacidades mejoradas”, tal como se deduce de la
lectura del artículo publicado en Nature Medicine en noviembre
de 2015 que motivó, pocos días después, la información ofrecida por el programa
de la RAI TGR Leonardo sobre los experimentos chinos con
coronavirus. Es cierto que el virus del que se hablaba en ese programa no era
el Covid-19, pero también lo es que se informaba de que se estaba investigando
sobre la posible modificación de coronavirus para que pudiesen pasar
directamente del murciélago al tracto respiratorio humano. Como mínimo, resulta
lícito preguntarse bajo qué directrices y con qué propósitos se efectúan tal
tipo de investigaciones.
En
cuarto lugar, en marzo de 2020 un grupo de científicos indios se atrevió a
hacer público un análisis que mostraba las inserciones artificiales en la
secuencia genética del Covid-19: unas inserciones que servían para construir la
“llave” que le sirve al Covid-19 para “abrir la cerradura” de las células del
aparato respiratorio humano e infectarlas (pero, como ya hemos dicho, siguiendo
un proceso inusualmente lento, de manera que el sujeto pase varios días
asintomático, dándole así tiempo a infectar a otras muchas personas y extender
la enfermedad). Sin embargo, ante las enormes presiones recibidas, estos
científicos indios fueron obligados a retractarse y, de hecho, ya en la segunda
quincena de abril de 2020 su investigación parece haber desaparecido de
Internet, o al menos haber quedado sospechosamente oculta en páginas de difícil
acceso.
Y
en quinto lugar, una voz de reconocido prestigio como el virólogo francés Luc
Montagnier, descubridor del VIH en 1983 y Premio Nobel de Medicina en 2008, ha
dicho públicamente que, después de estudiar la secuencia genética del Covid-19,
le parece evidente que se trata de un virus diseñado en laboratorio, y que
nunca podría haber surgido por una mutación al azar. Parece lógico pensar que,
si se ha atrevido a decirlo, se debe a que sabe que su prestigio científico y
su posición personal lo convierten en una figura inatacable. Es decir, lo
piensa y puede permitirse el lujo de decirlo públicamente. Eso no significa que
no pueda equivocarse (el argumento de autoridad nunca es definitivo), pero al
menos da que pensar.
Todo
lo anterior apoya mi convicción de que el Covid-19 no es un virus natural, como
pudieron serlo los del Zika, el SARS o el Ébola. Comprendo que es mucho más
cómodo tomar la pastilla azul (querer estar siempre en el lado de la pastilla
roja te puede desestabilizar a nivel psíquico o desquiciar a nivel filosófico)
y quedar cómodamente instalado en los relatos de la Matrix; y, como ya he
dicho, no tendría empacho en admitir la versión oficial si honradamente me
pareciese cierta. Pero resulta que no me lo parece ni en cuanto al origen
natural del Covid-19 (por cierto: he olvidado decir que la tesis del mercado de
animales vivos de Wuhan no está probada en absoluto y se da
por buena de manera acrítica) ni en cuanto al escape accidental del virus del
laboratorio de Wuhan (hipótesis que defiende Montagnier).
3. La tesis de la
propagación intencionada
Entramos
aquí en territorio ya puramente conspiranoico: porque lo que se
trata de dilucidar es nada menos que la posible diseminación intencionada del
coronavirus. Entramos también en la “batalla por el relato”, ya que China, que
hace algunas semanas parecía ir ganando este combate y adquiriendo prestigio
y soft power ante el mundo por su enérgica y al parecer eficaz
gestión de la pandemia, ahora camina sobre el filo de la navaja, temiendo que
finalmente se imponga ante la opinión pública mundial la tesis de una posible
negligencia en el laboratorio P-4 de Wuhan como origen de la pandemia.
Resulta
muy comprensible la resistencia psicológica a entrar en este tipo de
consideraciones. Los seres humanos necesitamos creer en un orden del mundo
básicamente bondadoso. Los psicólogos especialistas en cuentos infantiles saben
que es esencial que el cuento termine bien: eso estructura correctamente la
imagen del mundo que se va formando el niño. Los niños no conciben que sus
padres puedan divorciarse. Los adultos necesitan confiar en el sistema: si
incluso los fundamentos más básicos se tambalean… La gente quiere pensar que la
policía está ahí para defenderla. En cuanto a los políticos, la publicidad y
todo eso, sí, sabemos que nos mienten y nos manipulan en muchos temas; pero nos
resistimos a pensar que exista una Gran Mentira, y mucho menos una Gran
Conspiración. ¿No desacreditó Umberto Eco todas las conspiraciones, todos los
“Protocolos de los Sabios de Sión”, en El péndulo de Foucault?
Contra esas lucubraciones tóxicas, simiente de odios y genocidios, proponía la
certidumbre empirista de la percepción sensorial inmediata, que, arrancándote
de tales quimeras, te reinstala de nuevo en la realidad efectiva del mundo.
Y,
sin embargo, puede que la Gran Conspiración no sea un simple mito fácilmente
desacreditable. Existen razones que abonan la tesis de una propagación
intencionada de la pandemia —pseudopandemia, para ser exactos— del Covid-19. No
razones totalmente demostrativas, pero me parece que sí muy dignas de una seria
consideración.
En
primer lugar, tenemos el hoy ya célebre —al menos en el Internet alternativo—
“Evento 201”. Resulta que el 18 de octubre de 2019 se celebra en Nueva York,
organizado por el Centro John Hopkins para la Seguridad Sanitaria, el Foro
Económico Mundial y la Fundación Bill & Melinda Gates un simulacro de
pandemia por coronavirus que, visto en retrospectiva, prácticamente calca todo
lo que está sucediendo con la pandemia del Covid-19. Bien es cierto que los
datos son distintos y que, por ejemplo, en el simulacro se preveían 65 millones
de muertes; pero no deja de ser llamativo que, seis semanas antes del inicio de
la pandemia en China, instituciones de primer nivel mundial realicen una
simulación que más parece un ensayo general que otra cosa. Por supuesto, se nos
dirá que, si leemos las conclusiones del simulacro, lo que hay allí son las
recomendaciones que hoy se están poniendo en práctica para luchar contra los
efectos de la pandemia y que, por tanto, el objetivo era totalmente laudable y
comprensible. Ahora bien: que se ofrezca tal tipo de conclusiones y
recomendaciones es algo que hay que dar por descontado; lo que se debe considerar
es si, por debajo de la superficie, totalmente respetable, del Evento 201, en
realidad lo que se escondía era la información reservada de que precisamente
ese tipo de urgencia sanitaria se iba a desencadenar apenas seis semanas
después. Desde luego, no podemos probar fehacientemente tal cosa, pero me
parece que da mucho que pensar que se celebre un simulacro de pandemia por
coronavirus con amplia presencia de personalidades de la élite globalista unas
semanas antes de que estalle efectivamente una emergencia de tal tipo.
En
segundo lugar —y es para mí el argumento fáctico más fuerte a favor del
carácter premeditado de la pandemia—, prestemos atención a las ya célebres
portadas de The Economist. Para ser sincero, hasta hace pocas
semanas yo mismo no sabía que esta publicación británica está considerada casi
oficialmente como “la revista de la Élite globalista” ni que, en círculos
conspirativos, se ha convertido ya en una tradición analizar los mensajes en
clave que aparecen en la portada del número de diciembre, donde se analizan los
fenómenos y tendencias más determinantes del año que se apresta a comenzar.
"The Economist", la revista de la Élite
globalista
Pues
bien: resulta que en el número de diciembre de 2018, titulado “The World in
2019” y que tiene como figura central al Hombre de Vitrubio, aparece en la zona
inferior… ¡un pangolín! Repitámoslo, atónitos: a finales de 2018, la revista
económica y política de la Élite Mundial, de la City Londinense, de la familia
Rothschild, del Club Bilderberg o como queramos llamarla, incluye en su famosa
portada de final de año el dibujo de un animal cuya misma existencia era
desconocida para el común de los mortales, que los mismos analistas
conspirativos no se explicaron entonces qué pintaba ahí, pero que a finales de
2019 se haría mundialmente conocido como posible animal transmisor intermedio
del Covid-19 según la tesis oficial. Si aquí no hay un argumento de peso para
sospechar que ya entonces se había trazado un plan en el que el pangolín
tendría un protagonismo destacado, ¿entonces dónde lo habrá?
Y
por cierto: la portada de The Economist de diciembre de 2019,
“The World in 2020”, tampoco deja indiferente a nadie. Consiste en una tabla
optométrica —la que usan los oculistas para medir la agudeza visual— que, en
sus últimas líneas, incluye las palabras “rat” (“rata”, símbolo universal de
las epidemias desde la Peste Negra) y “nightingale” (“golondrina”; el único
significado visible de tal palabra en este contexto parece ser una referencia a
Florence Nightingale, fundadora de la Enfermería moderna). Pues bien: este
número de The Economist se prepara, como muy tarde, en
noviembre de 2019, cuando todavía no existía ni la más leve sospecha acerca de
las dimensiones que iba a adquirir la pandemia del Covid-19… salvo —claro—
entre quienes ya disponían de información privilegiada acerca del plan en
curso. Los analistas conspirativos que a principios de diciembre de 2019
interpretaban esa portada veían en ella, entre otras cosas, un fuerte patrón
que apuntaba hacia algún tipo de emergencia sanitaria; pero aún no la
relacionaban con el coronavirus de Wuhan, que por aquel entonces todavía no
ocupaba lugar alguno en los grandes medios de comunicación internacionales.
Así
que, a mi modo de ver, los indicios se van acumulando uno tras otro… Sin ser
totalmente probatorios, por supuesto, pero creo que sí muy significativos desde
un punto de vista estrictamente racional. No negamos la posibilidad de que
pueda existir una explicación alternativa para todos estos enigmas de The
Economist; y, además, ¿cómo iban a ser tan imprudentes como para dejar por
adelantado tales pistas acerca de sus planes? Salvo que mostrar esas pistas
forme parte de un juego psicológico, simbólico y hasta ritual, a lo cual, por
cierto, sabemos por David Icke y por tantos otros que las élites son sumamente
aficionadas.
No
quiero concluir esta parte de mi exposición sin referirme, aunque sea
brevemente, al tema del chip subcutáneo, del “microchip 666” o “Marca de la
Bestia” que se lleva tiempo diciendo que algún día querrán implantarnos para
suprimir definitivamente el dinero físico y tener controlada a la población
hasta límites inimaginables. Podría parecer una ensoñación conspirativa
irrealizable; pero precisamente en el contexto de la pandemia del Covid-19 y
del “control sanitario” que querrán hacernos creer que es necesario a partir de
ahora para evitar posibles rebrotes, ha dejado de ser ciencia ficción el día,
tal vez ya no muy lejano, en que pretendan implantarnos un chip que, entre
otras muchas cosas, demuestre —por ejemplo— que nos hemos puesto la futura
vacuna.
Pues
bien: resulta, oh casualidad, que el 26 de marzo de 2020 Microsoft, la
megacorporación de Bill Gates, ha registrado en la Organización Mundial de la
Propiedad Intelectual de Naciones Unidas, una nueva patente para obtener
criptomonedas usando datos de actividad corporal humana: es decir, un
dispositivo digital que coincide, punto por punto, con lo que la cultura
popular ya conoce como el “microchip 666”. ¿Y adivina el lector cuál es el número
oficial de la patente? Pues nada menos que “2020/060606”. ¿Una coincidencia?
¿Un rasgo de humor negro de la propia Organización de Patentes? ¿Una petición
expresa de Microsoft? ¿Un gesto ritual de la Élite, al mismo nivel que el
pangolín de The Economist? No lo sabemos con seguridad; pero son
muchos los factores que, sin probar nada de una manera irrefutable —lo
reconozco—, sí que van acumulando indicio tras indicio a favor de la tesis que
sostiene el autor de las presentes líneas.
4. ¿A quién
interesa la pandemia?
“Muy
bien, señor Belchí: admitamos que tiene usted razón y que el coronavirus ha
sido diseñado y puesto en circulación de manera intencionada. Y todo esto, ¿con
qué propósito se haría? Una crisis económica mundial causada como consecuencia indirecta
de la pandemia, ¿no podría ser peligrosa también para la misma Élite que
supuestamente la ha puesto en marcha? Si ya poseen tanto dinero y poder, ¿para
qué embarcarse en un plan así?”
Para
entender tal cosa, resulta necesario saber que, como han señalado muchos
prominentes economistas, el sistema económico capitalista, en su versión
actual, se encuentra ya totalmente agotado desde la crisis de 2008: sobrevive
desde entonces “con respiración asistida”, gracias a las masivas inyecciones de
liquidez introducidas por los Bancos Centrales y a unos tipos de interés de
nivel cero e incluso negativos. Entre nosotros lo viene repitiendo de manera
señalada Santiago Niño Becerra, catedrático de Estructura Económica de la
Universidad Pompeu Fabra. Lleva años diciendo que el crash económico
global es absolutamente inevitable: se puede retrasar algunos años —como se ha
hecho desde 2008—, pero finalmente va a llegar. El endeudamiento mundial (unos
200 billones de dólares, según dicen), el desajuste entre economía real y
economía financiera, la disrupción de las nuevas tecnologías… Todo hace ya
inviable el modelo económico capitalista que ha regido desde 1950. Hay que
sustituirlo por otro en el que, según Niño Becerra, habrá un paro estructural
altísimo, desaparecerá prácticamente la clase media y los pequeños negocios y
empresas, y será necesario implantar la renta básica para evitar un estallido
social.
Santiago
Niño Becerra no es un teórico de la conspiración, ni tampoco un filósofo
profundísimo: se limita a diagnosticar y describir una realidad según los
síntomas que en ella aprecia. Reconoce que viene una época de sufrimiento para
una gran parte de la población occidental. La clase media quedará depauperada.
Aumentarán las desigualdades. La sociedad se polarizará cada vez más entre la
clase superior y elitista, por un lado, y la masa de la población por otro,
dividida en diversos grados de “clase baja”. No le gusta que vaya a pasar esto,
pero le parece que es inevitable.
La
Élite globalista sabe perfectamente todo esto. Lo sabe perfectamente The
Economist. El crash no se puede evitar. Entonces,
¿qué hay que hacer? Pues dirigirlo, pilotarlo, tener un plan.
La pseudoepidemia del Covid-19 sólo está acelerando
un proceso que ya existía; el crash mundial
Efectuar
una demolición controlada de un edificio aquejado de aluminosis estructural. El
proceso de transformación ya estaba en marcha desde hacía años: hay que
llevarlo a cabo poco a poco para evitar una toma de conciencia generalizada y
una rebelión popular que se desea evitar a toda costa. Según una opinión ya muy
extendida entre los economistas más perspicaces —y Niño Becerra es uno de
ellos—, la pseudoepidemia del Covid-19 sólo está acelerando un proceso que ya
existía. El crash mundial se hubiera producido de todas formas;
pero es mejor que se produzca como tú quieres, cuando tú quieres y bajo tu
control.
Y,
en realidad, he aquí un argumento más a favor de la tesis que sostengo: estamos ante una pseudopandemia provocada y
dirigida. Porque no hace falta moverse en ningún círculo
conspiranoico para darse cuenta de que los efectos del Covid-19 se ajustan
milimétricamente a los deseos, largamente acariciados, de la élite política,
tecnológica y financiera internacional.
Los efectos del Covid-19 se ajustan a los deseos,
de la élite política, tecnológica y financiera internacional
No
les hubiera valido ningún otro tipo de coronavirus ni ningún otro tipo de
pandemia: lo que necesitaban era precisamente lo que está pasando. Un virus
para el que no hubiera inmunidad previa entre la población mundial y que,
aunque no fuese muy letal, se extendiese con gran rapidez y provocase en los
países desarrollados el colapso de los sistemas sanitarios, causando una
epidemia de pánico y obligando a los gobiernos a tomar medidas sin precedentes
de cuarentena y aislamiento social que paralizarían casi por completo la
actividad económica. Y, por supuesto, todo ello sería imposible sin el concurso
inestimable de los medios de comunicación, grandes difusores de un estado de
histeria masiva. Primero tranquilizaron y anestesiaron a la población tachando
de alarmistas a los pocos que, ya en enero y febrero, avisaron de lo que se
avecinaba; y después siguieron mintiendo y anestesiando al hurtar la
información y el debate sobre lo que sucede entre bastidores en el escenario
del mundo político y financiero internacional, al tiempo que entretenían a los
ciudadanos con inanes noticias sobre mascarillas, balcones, retos solidarios y
tartas caseras.
Este
era el objetivo, pues: el crash económico controlado, la
extensión de una auténtica epidemia de miedo, previa a la aplicación de la
“doctrina del shock”, según la afortunada expresión acuñada por Naomi Klein.
Ahora, tras el impacto de la pandemia, los ciudadanos occidentales están mucho
más cerca de aceptar la supresión del dinero en efectivo e incluso el chip
subcutáneo, si les convencen de que éste es necesario para garantizar la futura
seguridad sanitaria de la población. Por su parte, los Estados se encuentran debilitados, y lo estarán
aún más en el futuro ante el tremendo esfuerzo que la mitigación de los efectos
económicos de la pandemia —mucho más devastadores y duraderos
que los puramente sanitarios— va a exigir a sus arcas públicas; y su margen de
maniobra y soberanía menguará también ante la creciente preponderancia de las
instancias decisorias supranacionales, necesarias —nos dirán— para el manejo de
emergencias que ya se mueven a escala planetaria. El Gobierno Mundial se
encuentra más próximo de lo que ha estado nunca. En cuanto a la tecnología 5G
—elemento imprescindible para el futuro diseñado por la Élite—, también ahora
se implantará con muchos menos problemas, objeciones y reticencias, ante la
importancia creciente que van a cobrar el teletrabajo y todo tipo de procesos
telemáticos. Y son sólo unos cuantos ejemplos de las muchísimas ventajas que el Covid-19 supone para
la Élite globalista. Vamos, que ni si ellos mismos hubieran
diseñado a propósito la pandemia les habría salido tan bien. O esperen: es que
tal vez sea eso, que son ellos los que la han diseñado…
Se
trata de algo que me parece absolutamente evidente: la Élite tiene un plan. Ya
lo dijo David Rockefeller en 1994 ante un grupo de embajadores en las Naciones
Unidas: “Estamos a las puertas de una gran transformación.
David Rockfeller (1984): “Lo único que necesitamos
es la crisis adecuada, y el mundo aceptará el Nuevo Orden Mundial”.
Lo
único que necesitamos es la crisis adecuada, y el mundo aceptará el Nuevo Orden
Mundial”. Agotado el modelo hiperindividualista de 1950-2020, ya en
estado comatoso desde 2008, ahora la brusca alteración mental y de costumbres
provocada por la pseudopandemia del Covid-19, el crash económico
inducido por ésta —y querido por la Élite— y la tecnología 5G, absolutamente
imprescindible para el nuevo sistema socio-económico que han diseñado para
nosotros, posibilitarán que el mundo pase a una nueva era, basada en el
Internet de las Cosas, que abrirá posibilidades de negocio absolutamente
nuevas, un campo virgen de explotación económica en el que, nos guste o no —si
se cumplen los planes de la Élite globalista—, tendremos que acostumbrarnos a
vivir. Y téngase en cuenta, además, que el plan de la Élite todavía está a
medio desarrollar y no sabemos qué otras fases quedan ni qué otros efectos
desestabilizadores puede producir en el ámbito geopolítico global.
5. Conclusión: el
futuro no está cerrado
De
manera que ya han preparado cierto futuro para nosotros: agenda transhumanista,
áreas urbanas a modo de paradisíacos resorts de ultralujo
(Elysium) para la élite tecno-financiera, renta básica universal como
instrumento de control social de las masas empobrecidas, generalización de las
redes telemáticas en la vida cotidiana, supresión del efectivo, geolocalización
y monitorización permanente, sistema de crédito social similar al que ya existe
en China, omnipresente vigilancia orwelliano-tecnológica, probable vacuna
obligatoria, chip subcutáneo bajo pena de convertirse en un paria social,
vaciamiento de poder de hecho de los Parlamentos nacionales, etc., etc. Parte de
todo ello aún nos puede sonar a ciencia ficción; pero esperemos a 2030 y ya
volveremos a hablar. ¿No percibimos el enorme trecho que hemos recorrido en
apenas tres meses? La Élite debe de andar absolutamente eufórica. Todo parece
estarles saliendo a pedir de boca. Es cierto que el proceso no está completado,
que quedan años de pasos sucesivos; pero la gran jugada de la pseudopandemia
originada en Wuhan les está saliendo tal como habían proyectado. El grueso de
la población anda temerosa y desorientada, y cada vez se comporta con mayor
docilidad ante las autoridades. Todavía
quedan flecos importantes, como por ejemplo Rusia. La inteligencia militar del
Kremlin no se llama a engaño: sabe perfectamente que lo que se
halla en curso es una gran operación de ingeniería social y una guerra
declarada a los Estados-nación y a todos los valores tradicionales, y así lo
han declarado ya públicamente altos oficiales de la inteligencia rusa. Así que
de Rusia y de Putin habrá que encargarse de algún modo.
En
realidad, tales consideraciones desbordan el objeto del presente escrito, de
manera que no nos vamos a extender más al respecto. Quería explicar en qué me
baso para pensar que estamos ante un virus artificial y difundido
intencionadamente, y espero haber logrado mi propósito. No pretendo haber
convencido por completo a nuestros lectores, pero sí, al menos, haber hecho que
se paren a pensar.
Desde
los tiempos de Debord y Lipovetsky hemos criticado mucho, y con razón, la
banalidad de las sociedades posmodernas, causa de tanta infelicidad íntima, de
tanto Prozac comprado en las farmacias. No nos gusta está sociedad capitalista
y narcisista. Básicamente, era la crítica que ya en la década de 1990 se
dirigía contra la globalización.
Ahora
nos dicen que este sistema —el económico, no el de la banalización— ya no sirve
y que hay que pasar a otro nuevo; el Covid-19 es un instrumento, un truco, una
añagaza para empujarnos a dar el salto con más rapidez. El salto a un mundo un
poco distópico, pero al que acabaremos acostumbrándonos. Habrá ganadores y
perdedores, sufrimiento, necesidad de adaptarse o perecer, un darwinismo
monstruoso. Será duro, sí; pero, ¿acaso no estábamos ante unas sociedades
occidentales reblandecidas y acomodadas a las que es de justicia aplicar la
filosofía purificadora del titán Thanos? Los memes de Bill Gates con el
guantelete de Thanos corren desde hace unos días por las redes sociales.
Aún
estamos a tiempo de resistirnos, sin embargo, a un plan diseñado sin habernos
consultado y que sólo nos considera como un rebaño fácilmente manipulable, como
pura carne de cañón. Queremos otro futuro, pero no éste que la Élite nos
prepara para perpetuar su dominación. Y también nosotros necesitamos algún plan
sugestivo y una hoja de ruta. De lo contrario, la superioridad estratégica de
los globalistas y nuestra propia incapacidad para organizarnos serán los
grilletes que nos encadenen a una nueva forma de esclavitud, más odiosa que
cuantas ya antes han existido en el mundo.