Por Mons. Émile Guerry
“Sed
sencillos como palomas” (Mt., 10, 16).
I.
LA SIMPLICIDAD ES UNIDAD
La
simplicidad no es ni la ingenuidad excesiva de la inexperiencia, ni la
liberación de toda regla, ni la imprudencia en los modales o en el lenguaje.
La palabra "simple” evoca ante todo la idea de unidad. Simple y uno es la
misma cosa. El Divino Maestro predica constantemente la unidad en la vida
espiritual: “Ninguno puede servir dos amos: porque o aborrecerá el uno, y amará
el otro, o se adherirá a uno, y despreciará el otro” (Mt., 6, 24). Y acto
continuo Jesús recomienda la entrega entre las manos del Padre celestial.
Lo
que Nuestro Señor condenó con mayor severidad en los fariseos fue su
duplicidad, su hipocresía, que los hace aparecer en contradicción consigo
mismos: "Dicen, y no hacen”; condenó la mentira de sus vidas, y llamó
bienaventurados a los rectos de corazón. Toda la Escritura nos manifiesta que
ésta es una condición indispensable para agradar a Dios y que El rechaza a los
hombres que pretenden seguir dos caminos.
Ser
simple es tener la mirada puesta en Dios, es ir derecho hacia Él como hacia un
Padre, sin desviarse hacia las criaturas, ni replegarse sobre sí mismo. La
paloma vuela con derechura, sin dar vueltas como otros pájaros, cuando se
dirige al palomar. El alma simple se desprende de todo lo creado por un vigoroso
aletazo, sin mirar a diestra ni a siniestra, ni hacia las criaturas, ni hacia
sí misma, no viendo sino una sola cosa, la meta a la cual se lanza con ímpetu:
¡Sólo Dios!
"Como
los ojos de la esclava están fijos en las manos de su señora, así nuestros ojos
se adhieren al Señor Dios nuestro” (S. 122, 2).
¡Oh
Padre! Sólo una cosa debe valer para mí: tu Gloria. El buscarla, como la
buscaba Jesús, debe ser el objetivo supremo de todos mis pensamientos, de
todos mis anhelos, de todos mis propósitos. Esa unidad en mi vida establecerá
en mi alma la simplicidad. No buscaré ya mi gloria, y así quedaré libre de las
vueltas y rodeos suscitados por las preocupaciones del amor propio del qué
dirán, por el incentivo de la vana gloria y el deseo de captar la estimación
general.
II.
LA SIMPLICIDAD DEL NIÑO
Ser
simple es ir a echarse en los brazos del Padre, en el impulso alegre y confiado
del niño que está seguro del amor y de la bondad de su Padre. En ese sentido
Jesús nos ha propuesto como modelo el niño: "Si no os convertís y no os
volvéis como pequeñuelos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 18, 3).
Primero hay que convertirse, para en seguida volverse niño. ¡Somos demasiado
grandes! Creemos poder conducirnos por nosotros mismos, cuando Él es quien nos
quiere conducir.
El
modelo es el pequeñuelo que se dirige a su padre sin segunda intención, sin
vacilación, sin cálculo. ¡Qué capa de vanidad, de complicaciones ha echado el
mundo sobre nuestras almas! Todo es disimulo y convencionalismo en las
relaciones de unos hombres con otros. Ser simple es tener, con la rectitud de
la intención, la pureza del corazón: es mantenerse constantemente bajo la
mirada del Padre, confiando en su bondad, afirmado en su amor, no buscando
otra cosa que darle gusto, no hacer nada, sin antes consultarlo, sin darle
cuenta después.
Padre,
¡soy tu hijo! Tú me tratas como el mejor de los Padres. Haz que yo vaya a Ti
con toda la simplicidad del niño.
(“Hacia
el Padre”, Ediciones Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1947)