viernes, 1 de abril de 2016

LA SIMPLICIDAD (POR OPOSICIÓN A LA DOBLEZ)





Por Mons. Émile Guerry


“Sed sencillos como palomas” (Mt., 10, 16).


I. LA SIMPLICIDAD ES UNIDAD

La simplicidad no es ni la ingenuidad excesiva de la inexperiencia, ni la liberación de toda re­gla, ni la imprudencia en los modales o en el len­guaje. La palabra "simple” evoca ante todo la idea de unidad. Simple y uno es la misma cosa. El Divino Maestro predica constantemente la unidad en la vida espiritual: “Ninguno puede servir dos amos: porque o aborrecerá el uno, y amará el otro, o se adherirá a uno, y despreciará el otro” (Mt., 6, 24). Y acto continuo Jesús recomienda la entrega entre las manos del Padre celestial.

Lo que Nuestro Señor condenó con mayor se­veridad en los fariseos fue su duplicidad, su hipocresía, que los hace aparecer en contradicción consigo mismos: "Dicen, y no hacen”; condenó la mentira de sus vidas, y llamó bienaventurados a los rectos de corazón. Toda la Escritura nos manifiesta que ésta es una condición indispensa­ble para agradar a Dios y que El rechaza a los hombres que pretenden seguir dos caminos.

Ser simple es tener la mirada puesta en Dios, es ir derecho hacia Él como hacia un Padre, sin desviarse hacia las criaturas, ni replegarse sobre sí mismo. La paloma vuela con derechura, sin dar vueltas como otros pájaros, cuando se dirige al palomar. El alma simple se desprende de todo lo creado por un vigoroso aletazo, sin mirar a diestra ni a siniestra, ni hacia las criaturas, ni hacia sí misma, no viendo sino una sola cosa, la meta a la cual se lanza con ímpetu: ¡Sólo Dios!

"Como los ojos de la esclava están fijos en las manos de su señora, así nuestros ojos se adhieren al Señor Dios nuestro” (S. 122, 2).

¡Oh Padre! Sólo una cosa debe valer para mí: tu Gloria. El buscarla, como la buscaba Jesús, debe ser el objetivo supremo de todos mis pen­samientos, de todos mis anhelos, de todos mis propósitos. Esa unidad en mi vida establecerá en mi alma la simplicidad. No buscaré ya mi gloria, y así quedaré libre de las vueltas y rodeos suscitados por las preocupaciones del amor pro­pio del qué dirán, por el incentivo de la vana gloria y el deseo de captar la estimación general.

II. LA SIMPLICIDAD DEL NIÑO

Ser simple es ir a echarse en los brazos del Padre, en el impulso alegre y confiado del niño que está seguro del amor y de la bondad de su Padre. En ese sentido Jesús nos ha propuesto como modelo el niño: "Si no os convertís y no os volvéis como pequeñuelos, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt. 18, 3). Primero hay que convertirse, para en seguida volverse niño. ¡Somos demasiado grandes! Creemos poder con­ducirnos por nosotros mismos, cuando Él es quien nos quiere conducir.

El modelo es el pequeñuelo que se dirige a su padre sin segunda intención, sin vacilación, sin cálculo. ¡Qué capa de vanidad, de complicaciones ha echado el mundo sobre nuestras almas! Todo es disimulo y convencionalismo en las relaciones de unos hombres con otros. Ser simple es tener, con la rectitud de la intención, la pureza del corazón: es mantenerse constantemente bajo la mirada del Padre, confiando en su bondad, afir­mado en su amor, no buscando otra cosa que darle gusto, no hacer nada, sin antes consultarlo, sin darle cuenta después.

Padre, ¡soy tu hijo! Tú me tratas como el me­jor de los Padres. Haz que yo vaya a Ti con toda la simplicidad del niño.

(“Hacia el Padre”, Ediciones Desclée de Brouwer, Buenos Aires, 1947)