Las angustias presentes nos obligan
a levantar nuestros ojos y nuestros corazones hacia la gran figura de Santiago
el Mayor, Padre, Fundador y Patrono celestial de la Iglesia Española, en busca
de aliento, consuelo, protección y esperanzas.
Nuestro Apóstol, en el breve
espacio de los nueve años que transcurrieron entre la muerte de Jesucristo (año
33) y su martirio en Jerusalén (año 42), supo hacer honor al sobrenombre que le
había puesto su Divino Maestro, cuando le denominó «Hijo del Trueno».
Caballero andante de Cristo, se
alejó de la Palestina y de las regiones colindantes, mucho antes que ningún
otro Apóstol, y, en una correría evangélica tan rápida como arrolladora, llegó hasta
el confín del mundo entonces conocido, recorrió a lo largo y a lo ancho la
Península Ibérica, y fundó en ella la Iglesia Española, que había de ser a su
vez, con el tiempo, Madre fecunda de otras veinte Iglesias, en mundos
desconocidos de América y Oceanía.
Terminada esta gran obra, retornó a
la Palestina, cuando aún no se habían alejado de ella los demás Apóstoles, y
comenzó a predicar públicamente, en Jerusalén, la doctrina de su Maestro, con
tal brío y elocuencia, que mereció ser sacrificado por Herodes Agripa, como se
narra en el sagrado libro de los Hechos de los Apóstoles (XII, 2), por haberse
concentrado en su persona el odio de los judíos contra los discípulos de
Cristo.
Fue el primer Apóstol que selló con
su sangre el Evangelio, entregando su cuello a la espada. Es también el que ha
dado a la Iglesia Romana mayor número de hijos espirituales, en las veinte
naciones por las que se extendió y consolidó la Iglesia española, fundada por
él.
La paternidad espiritual de
Santiago nos impone deberes que fácilmente descuidamos y olvidamos, tanto en
España como en América, porque: 1.º, cada Iglesia debe amar y venerar
especialmente al Apóstol que la fundó, reconociendo en él a su Padre en Cristo;
2.º, los fieles de cada Iglesia deben imitar especialmente el carácter y
virtudes de su propio Apóstol.
La razón de este segundo deber está
en que Jesucristo, con la sabiduría infinita de que estaba dotado, preveía las
necesidades especiales de cada uno de los pueblos adonde se había de dirigir
cada uno de sus Apóstoles, y destinó para ellos al Padre espiritual que más les
convenía, sobre todo tratándose de pueblos como el español, que tenían
reservadas altas misiones en su Providencia.
Desde hace poco más de un siglo,
las Iglesias de América han constituido Provincias desligadas de su antigua
Metrópoli; pero, en los tres primeros siglos de su nacimiento, constitución y
crecimiento, han sido mero desarrollo extensivo y parte integrante de la
Iglesia española, que es la Iglesia de Santiago.
Por consiguiente, su Padre en la
fe, lo mismo que el de las restantes diócesis españolas, es Santiago el Mayor,
y siguen siendo moralmente una parte integrante de la gran Iglesia Jacobea,
extendida por todo el hemisferio occidental.
Santiago,
uno de los tres Apóstoles predilectos de Cristo
Consta por los Santos Evangelios
que Jesucristo distinguió con un amor especial a tres de sus Apóstoles: a Simón
Pedro, a Santiago el Mayor y a su hermano Juan Evangelista.
Sólo a estos tres distinguió
Jesucristo con sobrenombres nuevos, impuestos por El. A Simón le llamó Pedro
(es decir, «Cefas», que significa «Piedra»), porque había de ser el Jefe
Supremo y «Piedra fundamental» de su Iglesia futura. A Santiago y a Juan los
llamó «Boanerges», que quiere decir «Hijos del trueno».
Sólo a estos tres Apóstoles separó
de los demás, en las ocasiones más solemnes, para darles muestra de su especial
aprecio. Ellos sólo fueron elegidos para verle transfigurado en el Tabor; ellos
solos presenciaron la resurrección de la hija de Jairo, porque Jesucristo, como
dice San Marcos «no permitió que le siguiese ninguno, fuera de Pedro y Santiago
y Juan el hermano de Santiago» (V, 37); ellos solos fueron testigos de su
agonía en el Huerto de las Olivas.
¿Qué representaban estos tres
Apóstoles? San Pedro representaba la cabeza del futuro cuerpo místico de
Cristo, que es la Iglesia; Santiago y San Juan Evangelista representaban el
brazo derecho y el brazo izquierdo de Jesucristo y de su representante San
Pedro.
La Iglesia Romana es
indiscutiblemente el centro de la Iglesia de Cristo. A los dos lados de la
Iglesia Romana se levantan la Iglesia Occidental fundada por Santiago, y la
Iglesia Oriental que reconoce como su principal Apóstol a su hermano San Juan,
el más joven de todos los Apóstoles.
La Iglesia Oriental tuvo una
brillantísima juventud; pero luego decayó lamentablemente, con tenaces herejías
y con el funestísimo Cisma Oriental, que todavía dura. La Iglesia del joven San
Juan, después de su juventud, fue más bien carga que apoyo para Pedro, y el
mismo San Juan abandonó su sepultura del Oriente Cismático y se refugió en
Roma, junto al sepulcro de Pedro. La Iglesia de Juan es desde hace siglos la
izquierda de Pedro. Hasta en el mapa mundi físico, la Iglesia Oriental queda a
la izquierda de Roma. Porque la orientación normal es la del Sol. Y mirando a
éste desde Roma, en su curso medio, la Iglesia Oriental queda a la izquierda de
la Iglesia Romana.
En cambio, la Iglesia de Santiago,
aun físicamente considerada, queda a la derecha de la Iglesia Romana, tanto en
el Viejo como en el Nuevo Mundo. Y mucho más si consideramos la derecha en su
sentido moral. La Iglesia de Santiago es la que ha dado mayor número de fieles
y de naciones enteras a la Iglesia Romana. Es la que ha mantenido siempre, en
conjunto, mejores relaciones y más leal adhesión a la Cátedra de Pedro. Es la
que ha defendido a la Iglesia Católica más denodadamente, en las grandes crisis
de la historia. Es la primera nación que reconoció prácticamente, desde el año
254, la suprema potestad judicial del Romano Pontífice, apelando a ella contra
la sentencia pronunciada por un concilio nacional de la misma Península. (Marx,
Historia de la Iglesia, pág. 99.)
Vemos, pues, que se cumplió
literalmente lo que había pedido para los dos primos de Jesucristo su madre
Santa María Salomé, cuando ésta, postrada a los pies del divino Maestro, le
dijo: «Manda que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, uno a tu derecha
y otro a tu izquierda.» (Evangelio de San Mateo, XX, 20.)
Derrota
del Arrianismo
El arrianismo fue la primera
herejía que desgarró a la Iglesia, después de su libertad, en el siglo IV, y
también la más peligrosa de todas las que ha sufrido la Iglesia, hasta la
rebelión protestante. Negaba solapadamente la divinidad de Cristo, y arrastró
hacia el error a gran número de Obispos e Iglesias particulares, hasta llegar a
dar la impresión de que todo el orbe se estaba convirtiendo en arriano.
El brazo fuerte que tuvo a raya
esta gran rebelión contra la Iglesia, fue el de Osio el Grande, secundado por
el infatigable doctor alejandrino San Atanasio.
Osio aconsejó la convocación del
primer Concilio Universal de la Iglesia; Osio lo organizó en Nicea, con la
ayuda de Constantino, enviando carros y viáticos a todos los Obispos del mundo,
para trasladarse a aquella primera augusta asamblea; Osio la presidió en nombre
del Romano Pontífice; Osio dictó solemnemente al secretario del Concilio el
Símbolo de la Fe Ortodoxa, que fue aclamado y suscrito por la augusta asamblea
y sigue rezándose y cantándose por toda la Iglesia, en las misas de los
domingos y días solemnes, para proclamar a Jesucristo: «Dios verdadero
procedente de Dios verdadero, engendrado y no hecho, consubstancial con el
Padre,etc.»).
De tal manera se convirtió Osio en
campeón de la fe católica, que llegó a ser presidente obligado de los concilios
subsiguientes, como el de Milán y el de Sárdica, recibió el título de «Príncipe
de los Concilios», y mereció que los arrianos, después de haber arrastrado a su
bando al sucesor de Constantino, escribieran así al emperador arriano: «Todo es
inútil mientras Osio de Córdoba esté en pie… Basta la autoridad de su palabra
para arrastrar a todo el mundo contra nosotros. El símbolo de Nicea es obra
suya, y somos herejes porque él lo pregona.»
Fue tal el odio de los arrianos
contra Osio, que la tempestad de calumnias y libelos desatada contra él, en
vida y después de muerto, llegó a impedir que fuera venerado en los altares por
las Iglesias del Occidente, aunque recibe culto en las del Oriente, donde
vindicó su memoria San Atanasio el Grande.
Notemos finalmente que el triunfo
decisivo contra el arrianismo tuvo también lugar en España, el año 589, cuando
el Rey visigodo Recaredo, con todo el ejército y pueblo germánico arriano que
había invadido a España, abjuró sus errores en el famoso Concilio III de
Toledo, y abrazó la fe católica de los españoles.
Derrota
del Mahometismo
Nadie ignora que España fue el muro
en que se estrelló la expansión arrolladora del imperio mahometano, que, desde
el África, había invadido a Europa, a través del estrecho de Gibraltar.
Siete siglos y medio luchó España
sin tregua contra los feroces muslimes, cuya religión prometía el paraíso a
todos los que muriesen guerreando con la espada contra los que no abrazasen la
doctrina del Corán.
Esta lucha titánica se terminó el
mismo año 1492, en que las naves españolas descubrieron un nuevo mundo infiel,
que había de ser convertido a la fe de Cristo.
Tampoco es preciso recordar que el
predominio creciente del imperio turco mahometano, en el Oriente de Europa,
tuvo su tumba en las aguas de Lepanto, bajo el mando del príncipe español don
Juan de Austria y por el valor de los marinos españoles, acompañados solamente
por los soldados pontificios y venecianos.
Victoria
del Universalismo Católico
Dos tumbas, en los dos puntos
extremos del mundo cristiano, fueron, como dice Guéranger (L’anné liturgique,
XXV juillet), en la Edad Media, los dos polos predestinados por Dios para un
movimiento absolutamente incomparable en la historia de las naciones.
La tumba de Jesucristo en
Jerusalén, y la tumba del Hijo del Trueno en Compostela fueron las que
arrastraron hacia sí el corazón de la Europa medioeval, enviando a la primera
ejércitos de guerreros y peregrinos, y a la otra ejércitos mucho mayores de
solos peregrinos, en que iban confundidos en un solo ideal hombres de todas las
razas y naciones, cantando en todas las lenguas las alabanzas de Jesucristo y
de Santiago.
Estas dos peregrinaciones dieron
origen a las Órdenes caballerescas, destinadas primitivamente a proteger a los
peregrinos.
Cuentan los viejos cronistas de
Carlomagno, que el emperador de la barba florida, en el atardecer de un día de
recia labor guerrera, en los bordes del mar de Frisia, se quedó contemplando,
en el cielo claro, la Vía Láctea, cuajada de innumerables estrellas; y,
recordando con nostalgia, en aquellas lejanas riberas, a los peregrinos de
Santiago, dijo a sus guerreros que aquella faja brillante que atravesaba el
cielo azul de oriente a occidente, era la línea que señalaba a los peregrinos
de todo el mundo la dirección que habían de seguir para encontrar la Casa del
Señor Santiago.
La tumba de Compostela fue cátedra
sagrada de toda Europa
Derrota
de la Idolatría en el Nuevo Mundo
El vasto hemisferio de América y
Oceanía, esclavo de la idolatría, de la antropofagia y de la corrupción moral
más degradante, fue puesto por la Providencia en manos de España, para que
desterrase de él la idolatría y la barbarie.
España cumplió con su misión de una
manera tan rápida y asombrosa que, cincuenta años después del descubrimiento,
apenas había sin bautizar más indios que los dispersos en los lugares más
inaccesibles. Se cubrió toda América de parroquias, conventos, residencias
misioneras, obispados, y arzobispados. Las listas de embarque de pasajeros para
América, conservadas en el Archivo de Indias, demuestran que el diez por ciento
de todos los que se embarcaban eran misioneros y sacerdotes. En 1649, había en
América 840 conventos. Sólo en Méjico, llegaron a contarse, en el momento de la
mayor actividad misionera, hasta 15.000 sacerdotes.
En presencia de estos datos, no es
de extrañar lo que afirmaba un sacerdote francés especializado en cuestiones
misioneras, el cual decía que España, durante solo el siglo XVI, había dado a
la Iglesia mayor número de misioneros de infieles que todo el resto del mundo
en todos los siglos de existencia del Cristianismo.
Así logró España la victoria más
grande que se ha conseguido sobre la idolatría, y agregó a la Iglesia Romana
diez y ocho naciones soberanas, engendradas por ella con indecibles trabajos y
heroísmo que hacen exclamar al protestante norteamericano Charles Lummis:
«Ninguna otro nación madre dio jamás a luz cien Stanleys y cuatro Julios
Césares en un siglo; pero eso es una parte de lo que hizo España para el Nuevo
Mundo.» (Los exploradores españoles, pág. 51. Ed. Araluce, Barcelona.)
Derrota
del protestantismo
Nunca perdonarán los protestantes a
España el celo con que se opuso a la difusión del Protestantismo, durante los
reinados de Carlos V y Felipe II.
La única fuerza humana que impidió
el triunfo completo de los protestantes en toda Europa, ante los esfuerzos
combinados de los luteranos de Alemania y Holanda, de los anglicanos y
puritanos de Inglaterra, de los hugonotes de Francia, de los valdenses de
Italia, etc., etc., fue la tenacidad con que España hizo frente simultáneamente
a casi toda Europa, en los más distantes campos de batalla, desde Flandes hasta
Sicilia, y desde Varsovia hasta París, que fue ocupada por las tropas
españolas, hasta que Enrique IV abjuró el protestantismo en Saint Denis. Hubo
momentos en que los únicos grandes Estados oficialmente católicos del mundo
fueron España, Portugal y Roma, es decir, San Pedro y Santiago.
Las regiones de Europa en que
sobrevivió el catolicismo, después de la rebelión protestante, deben eterna
gratitud a España, que se sacrificó, desangró y empobreció, por su tesón en
conservar este tesoro para sí y para todas las demás naciones del continente. Tenían,
pues, razón los Pontífices que, en documentos solemnes, llamaban entonces a
España y a sus católicos monarcas «Brazo derecho de la Cristiandad».
España no hacía más que cumplir la
misión de su Apóstol Santiago, brazo derecho de Jesucristo y de su Vicario en
la tierra. Él envió al caballero Iñigo de Loyola, para fundar la guardia de
corps del Pontífice Romano y luchar sin tregua contra el protestantismo. Él
envió a Teresa de Jesús, a Juan de la Cruz y a la pléyade de santos y sabios
españoles que apuntalaron a la Iglesia en aquella terrible crisis.
Misiones
que están reservadas a España para los tiempos venideros.
Nuevos días de gloria para los hijos de Santiago.
Nuevos días de gloria para los hijos de Santiago.
Sin pecar de crédulos, podemos
prestar piadoso asentimiento a lo que anunció Santa Brígida, en el siglo XIV,
sobre las futuras misiones de España, tanto porque se cumplió ya la primera
parte de aquellas predicciones, desde siglo y medio después que fueron
escritas, como porque la Iglesia, en el Breviario, las mira con extraordinario
respeto, al asegurar que «le fueron revelados por Dios muchos arcanos».
(Breviario Romano, 8 de octubre.)
La santa princesa sueca escribió en
la primera mitad del siglo XIV sus famosas revelaciones, entre las cuales hay
una, en que anuncia los sucesos principales que han de ocurrir antes de la
venida del Anticristo y del fin del mundo. Comienza por anunciar que se
convertirán al cristianismo algunas naciones desconocidas, lo cual se verificó
siglo y medio más tarde con el descubrimiento y conversión del nuevo mundo:
«…Antes que venga el Anticristo
–dice– se abrirán las puertas de la fe a algunas naciones, en las cuales se
cumplirán las palabras de la Escritura: ‘Un pueblo que no sabe me glorificará,
y los desiertos serán edificados para mí.’»
La época que ha de seguir a la del
descubrimiento del Nuevo Mundo, la describe de este modo:
«Después serán muchos los
cristianos amadores de herejías y los inicuos perseguidores del clero, y los
enemigos de la justicia.»
Tenemos aquí tres rasgos que
retratan la historia religiosa del mundo, desde el descubrimiento de América hasta
hoy: l.º, la aparición de numerosas herejías entre los cristianos; lo cual se
verificó veinticinco años después del descubrimiento de América, cuando en 1517
se rebeló contra el Papa el monje alemán Fray Martín Lutero, y, tras él, fueron
apareciendo innumerables sectas de calvinistas, zuinglianos, anabaptistas,
anglicanos, puritanos, socinianos, etc.; 2.º, el anticlericalismo, que sobre
todo desde el siglo XVIII prevaleció en los gobiernos de las naciones
católicas, multiplicándose en ellas las expulsiones de religiosos,
desamortizaciones, despojos y atropellos de todas clases, llevados a cabo por
los inicuos perseguidores del clero, y principalmente por los masones; 3.º, la
lucha de clases, exacerbada por los enemigos de la justicia social, abusando los
unos de su capital y los otros de su trabajo y su número. Este tercer período
lo estamos recorriendo actualmente en casi todas las naciones del mundo, aunque
en ninguna de ellas reviste un carácter más injusto y trágico que en Rusia [escrito
en épocas del Comunismo. N.d.b.], donde clases enteras de la sociedad han sido
esclavizadas y despojadas de sus derechos más elementales.
A continuación describe la Santa lo
que sucederá después de la época de la injusticia, y dice:
«Finalmente, vendrá el más criminal
de los hombres, el cual, unido con los judíos, combatirá contra todo el mundo,
y hará todo esfuerzo para borrar el nombre de los cristianos. Muchísimos serán
muertos.»
Una pequeña muestra de lo que ha de
ser esta persecución la tenemos en lo que están haciendo los judíos en Rusia,
con su guerra nunca vista contra el cristianismo y sus ocho millones de socios
activos para la propaganda del ateísmo, primera etapa destructiva, según sus
dirigentes, para construir en la segunda etapa, sobre las ruinas de todas las
religiones, el monopolio del judaísmo [escrito en época en que el Comunismo
gobernaba Rusia. N.d.b.].
Pero, en esta terrible crisis,
aparecerá, como en las demás grandes crisis de la Iglesia, el brazo de Santiago
y de su pueblo, para defender a la Cristiandad, según lo dice a continuación la
Vidente sueca:
«Tendrá fin aquella funestísima
guerra, cuando sea proclamado Emperador un hombre engendrado de la estirpe de
España. Este vencerá maravillosamente, con el signo de la Cruz, y será el que
ha de destruir la secta de Mahoma y restituirá el templo de Santa Sofía.»
(Véanse las palabras de Santa Brígida, en la obra L’odierna guerra, de Ciuffa,
págs. 181 y 184, ed. Roma. Tipografía Pontificia, nell’Istituto Pío IX, 1916.)
Según esta predicción, abonada por
el cumplimiento de lo sucedido hasta hoy, y por la respetable autoridad de su
origen, tenemos que España y su estirpe, es decir, toda la Hispanidad, debe
cumplir todavía dos brillantes misiones en la Cristiandad, para salvar a la
Humanidad en su más terrible crisis:
1.º Debe derrotar al Anticristo y a
toda su corte de judíos, con el signo de la Cruz.
(Bien podría ser la Cruz Roja
flordelisada de Santiago, que ha sido suprimida por la actual República
Española, juntamente con la Orden Militar que la ostentaba, cargada de glorias
y recuerdos, y que nosotros, en desagravio, hemos colocado al frente de esté
opúsculo, asociada con la Cruz Blanca de Covadonga, llamada también de la
Victoria y de la Reconquista, porque lo que ahora esperamos de Santiago es
especialmente «reconquista» y «victoria» contra los opresores de la Iglesia
Española.)
2.º Debe España completar la obra
iniciada en Covadonga, Las Navas, Granada y Lepanto, destruyendo completamente
la secta de Mahoma y restituyendo al culto católico la catedral de Santa Sofía,
en Constantinopla.
¡Qué hermoso ideal para enardecer
el entusiasmo de las juventudes españolas e hispánicas, fraternalmente unidas
bajo el signo de Santiago!
Confirmación
de las grandiosas misiones futuras de España y de la Hispanidad
Coincide con lo que predijo en el
siglo XIV la Vidente de Suecia, lo que escribió en su libro de Memorias, el año
1606 otro vidente y taumaturgo, residente entonces en Mallorca, San Alonso
Rodríguez.
Escribe este gran Santo, en el
lugar citado, que uno de los días de aquel año caminaba muy triste por las
costas de Mallorca, pensando en las dolorosas noticias que había recibido de África,
sobre los sufrimientos de unos religiosos que habían sido cautivados por los
moros, y de repente «sin darse cato de tal cosa –dice, según su costumbre, en
tercera persona– vio a deshora una gran armada en los mares de Mallorca. Iba Jesús
en la vanguardia, María en la retaguardia, muchos Ángeles entre los soldados.
La mandaba el Rey en su propia persona, con una gran ejército que había de
conquistar toda la Morisma, y sujetarla, y ella se convertiría con gran
facilidad a la fe de Cristo Nuestro Señor.»
Y añade: «La victoria será tan
grande cual, por ventura, rey cristiano haya tenido jamás, y resultará gran
gloria de Dios y bien de las almas.» (Memorias de San Alonso Rodríguez, año
1606.)
Si
queremos apresurar la hora del triunfo de España y de la Hispanidad, imitemos
las virtudes de Santiago.
Todos los Apóstoles murieron de
muerte violenta, excepto San Juan. Pero el primero que regó con su sangre el
Evangelio que predicaba, y el único cuyo martirio se narra en la Sagrada
Escritura, fue el Apóstol Santiago.
Consta también, por la misma
Sagrada Escritura, el género de muerte que le dieron: le degollaron «con
espada».
Es la muerte más apropiada para un
carácter tan caballeresco como el de Santiago.
En recuerdo de esta muerte, la Cruz
de Santiago termina en una espada.
Y no sólo por esto, sino también
porque, en varias batallas contra los invasores infieles, apareció Santiago
confortando a los guerreros cristianos y hasta peleando a su lado, con su
caballo y su espada.
Así lo dice el himno del Breviario
Romano, en el oficio propio de España: «Cuando por todas partes nos apretaban
las guerras, fuiste visto Tú, en medio de la batalla, abatiendo brioso a los
desaforados moros, con tu corcel y con tu espada.» (Oficio del 25 de julio).
Santiago fue el patrón y modelo de
los esforzados caballeros de la Cruz, en los heroicos siglos de la Edad Media.
El rey caballero San Luis, al morir lejos de Francia, en su tienda de campaña,
bajo los muros enemigos de Túnez, en la octava Cruzada, balbuceaba agonizante
la oración de la misa de Santiago: «Sed, Señor, para vuestro pueblo,
santificador y custodio; a fin de que fortificado con el auxilio de vuestro
Apóstol Santiago, os agrade con su conducta y os sirva con tranquilo corazón.»
(Guéranger, L’année, liturgique, XXV, juillet.)
Y en efecto, los rasgos morales del
carácter de Santiago son los de un caballero andante de Cristo. Por eso la Cruz
de Santiago, además de la espada en que termina, tiene tres flores de lis, que
son los símbolos heráldicos del honor sin mancha que profesaban los caballeros.
Y hasta, si creemos a Alfonso el
Sabio, en su Primera Crónica General, el mismo Santiago se mostró defensor de
su título de caballero de Cristo.
Cuenta el Rey Sabio que, en el
siglo XI, reinando Fernando el Magno, fue en peregrinación a Santiago de
Compostela el Obispo griego Estiano, y que, al oír que Santiago «parescíe como
cavallero en las lides a los cristianos», les dijo con enojo y porfía: «Amigos,
non le llamedes cavallero, mas pescador».
Pero el Santo se encargó de
desengañarle; porque aquella misma noche se le apareció Santiago «a guisa de
cavallero muy bien garnido de todas armas claras et fermosas» y le dijo:
«Estiano, tú tienes por escarnio, porque los romeros me llaman cavallero, et
dizes que non lo so; …nunqua iamás dubdes que yo so cavallero de Cristo et
ayudador de los cristianos contra los moros».
En confirmación de ello, le dijo
que al día siguiente a las nueve de la mañana, entregaría la ciudad de Coimbra
al rey Fernando, que la tenía cercada hacía mucho tiempo. A la mañana siguiente
comunicó el Obispo al pueblo, en la Catedral, que Santiago le había anunciado
para aquel día la toma de Coimbra; y, en efecto, días más tarde llegó a la
ciudad del Apóstol la noticia de la victoria, que tuvo lugar el mismo día y
hora que había anunciado el Obispo. (Primera Crónica General, cap. 807.)
Santiago,
ferviente devoto de la Virgen María
Los dos hijos del Zebedeo y de
María Salomé se distinguieron por su amor a su augusta tía la Virgen Santísima,
que había sido encomendada por Jesucristo, desde la Cruz, a los cuidados
filiales del hermano menor de Santiago, en cuya casa tuvo desde entonces su
residencia la Madre de Dios.
Antes de que partiera Santiago para
su audaz y remota expedición a España, refiere la tradición que se despidió de
la Santísima Virgen (si es que no fue ella la inspiradora del viaje), y le
prometió visitarle en aquella ciudad de España en que iluminase a mayor número
de fieles con la luz del Evangelio.
En efecto, la Santísima Virgen vino
un día maravillosamente en carne mortal a Zaragoza, visitó al Apóstol, le
entregó una columna de mármol, que simbolizaba la firmeza de la fe sembrada por
él en la Península Ibérica, le pidió que levantará allí una capilla donde ella
fuese invocada (la primera que se erigió en el mundo, en honor de la que había
dicho de sí misma en el «Magnificat»: Me llamarán bienaventurada todas las
generaciones), y le avisó que volviera después a Jerusalén, donde había de
tener término su misión.
La Iglesia de España, fundada por
el caballeresco sobrino de María Santísima, y honrada por ella, antes de su
muerte, con su visita corporal y con el regalo de su Pilar, no podía menos de
ser devotísima de la celestial Señora, como en efecto lo ha sido, a través de
todos los siglos.
Santiago,
amigo fidelísimo de San Pedro
Santiago fue llamado por Jesucristo
al Apostolado el mismo día y en el mismo sitio que San Pedro.
Jesucristo quiso anudar una amistad
especialísima entre San Pedro y Santiago, separándolos de los demás Apóstoles,
y llevándolos en su más íntima compañía, junto con San Juan, en las ocasiones
más solemnes.
Santiago correspondió a esta
amistad recibiendo en su cabeza la cuchillada que iba dirigida al jefe de la
Iglesia cristiana, en la intención de Herodes y de los judíos.
San Pedro correspondió a la amistad
de Santiago, ordenando de Obispos a los Siete Varones Apostólicos, discípulos
de Santiago, y enviándolos a fundar otras tantas Sedes en el Sur de España,
donde Santiago no había dejado Obispos.
La Iglesia española, a semejanza de
su fundador, ha sido siempre muy adicta a la autoridad del Romano Pontífice, y
seguirá siéndolo, por merecer el honor de desempeñar en los momentos críticos
el oficio jacobeo de brazo derecho de San Pedro.
Santiago
sabe cambiar su armamento según las necesidades de la época
Nota muy bien Dom Guéranger, en el
lugar antes citado, que Santiago, después de su temprana muerte, continuó su
Apostolado en el mundo, por medio de la Iglesia española, y que, en cada época,
adoptó las armas y los medios que reclamaban las circunstancias.
Hubo una época en que no se podía
defender a la Iglesia eficazmente con predicaciones, ni libros, ni discusiones;
porque los mahometanos, por mandato de su ley, rechazaban toda discusión. Y
entonces Santiago apoyaba a los guerreros de la Cruz, apareciendo entre ellos,
como un rayo, tremolando con una mano su estandarte blanco adornado con la Cruz
Roja, y blandiendo con la otra su espada reluciente.
Pero, «cuando los Reyes Católicos
arrojaron al otro lado de los mares a la turba infiel que nunca debió pasarlos
–añade Guéranguer– el valiente jefe de los ejércitos de España, se despojó de
su brillante armadura, y el terror de los moros se convirtió en mensajero de la
fe.
»Subiendo a su barca de pescador de
hombres y rodeándose de las flotas de Cristóbal Colón, de Vasco de Gama o de
Albuquerque, los guiará por mares desconocidos, en busca de playas a donde
hasta entonces no había sido llevado el nombre del Señor.
»Para traer su contribución a los
trabajos de los Doce, Santiago acarreará del Occidente, del Oriente, del
Mediodía, mundos nuevos que renovarán el estupor de Pedro, a la vista de tales
presas.»
Y aquél, cuyo apostolado, en tiempo
del tercer Herodes, pudo creerse tronchado en flor, antes de haber dado sus
frutos, podrá repetir aquellas palabras (de San Pablo): «No me creo inferior a
los más grandes Apóstoles; porque por la gracia de Dios, he trabajado más que
todos ellos.» (L’année liturgique, XXV juillet, págs. 226, 227).
Las
armas actuales de Santiago y de sus caballeros
Hoy día, los hijos de Santiago,
esparcidos por Europa, América, Oceanía y algunos también por las colonias
españolas y portuguesas de África y Asia, deben imitar a su Apóstol, con las
armas que les impone la imperiosa necesidad del momento crítico en que nos
encontramos.
Las armas jacobeas de hoy son
cuatro: enseñanza catequística; prensa, sobre todo diaria y periódica; cátedra,
sobre todo la oficial; y organización obrera.
Los modernos «caballeros de
Santiago», deben adiestrarse y ejercitarse en el manejo de estas armas, sin
descuidar, por supuesto, los demás medios de santificación y defensa que son
eternos, y no necesitan cambios, sino reparaciones.
Súplica
de Dom Guéranguer por España
El sabio escritor francés a quien
acabamos de citar, conocía y penetraba, mejor que muchos españoles, el sentido
de la Historia de España y su misión providencial en el mundo.
España ha sido destinada por Dios
para proseguir la misión del Hijo del Trueno, proclamando y defendiendo, en
gran estilo, como lo hizo en Nicea, en Toledo y en Trento, las verdades
católicas fundamentales; y su mayor desgracia sería la de inutilizarse para esa
misión, por el debilitamiento, o como dice gráficamente el mismo escritor, por
el achicamiento de esas grandes verdades en su espíritu público.
Por eso dirige él a Santiago esta
súplica, que gustosos reproducimos y repetimos:
«¡Oh Patrón de las Españas! No os olvidéis del
ilustre pueblo que os debe a Vos su nobleza espiritual y su prosperidad
temporal. Protegedle contra el achicamiento de las verdades que hicieron de él,
en sus días de gloria, la sal de la tierra. Haced que piense en la terrible
sentencia de Jesucristo, en que se advierte que ‘si la sal se vuelve insípida,
no vale ya para nada sino para ser arrojada y pisada por las gentes’.» (San
Mateo, V, 13.)
¡No! ¡El espíritu de España no ha
de tolerar mucho tiempo este achicamiento!
¡El espíritu de España se erguirá
caballeresco y altivo contra el masonismo, laicismo y judaísmo que lo pisotea!
¡El espíritu de España defenderá el
tesoro de Santiago contra los moros modernos que han invadido su herencia
sagrada!
Porque Santiago y España tienen que
cumplir todavía dos misiones a cual más gloriosas:
Santiago y España tienen que
defender un día a la Iglesia de San Pedro, combatiendo y derrotando al
Anticristo y a su corte de judíos;
Santiago y España tienen que cantar
un día el Credo de Nicea en la mezquita de Santa Sofía, después de haber
rasgado en su pórtico, entre los aplausos de la Morisma bautizada, los falsos
mandamientos de Mahoma.
Así sea.