Dom
Prósper Guéranger – "El año litúrgico"
IMITAR
A LA IGLESIA, — Ha llegado el momento en que el alma fiel va a recoger el fruto
de los esfuerzos realizados en la carrera penosa del Adviento, para preparar
una morada al Hijo de Dios, que quiere nacer en ella. Ha llegado el día de
las bodas del Cordero, y la Esposa está preparada'. Ahora bien, esta Esposa
es la Santa Iglesia; toda alma fiel es esposa. Dios infinito se da enteramente
y con una especial ternura a todo el rebaño y a cada una de sus ovejas. ¿Cuál
será nuestro ornato para salir al encuentro del Esposo? ¿Cuáles las perlas y
joyas con que decoraremos nuestras almas para tan afortunada entrevista?
La Santa Iglesia nos da instrucciones sobre este punto en su Liturgia; y sin duda, lo mejor que podemos
hacer es imitarla en todo, ya que ella es siempre bien atendida y, por ser
nuestra Madre, debemos siempre escucharla.
Pero
antes de hablar de la venida mística del Verbo a las almas, antes de publicar
los secretos de esta sublime intimidad entre el Criador y su criatura,
señalemos primeramente con la Iglesia los deberes que la naturaleza humana y
cada una de nuestras almas tienen que cumplir con el divino Infante, que nos
han otorgado por fin los cielos como un benéfico rocío. Durante el Adviento,
nos hemos unido a los santos del Antiguo Testamento para implorar la venida del
Mesías Redentor; ahora que ya ha nacido, consideremos los honores que debemos
tributarle.
ADORACIÓN.
— Pues bien, en este santo tiempo, la Iglesia ofrece al Niño Dios el tributo de
sus profundas adoraciones, los transportes de sus inefables alegrías, el
homenaje de su agradecimiento infinito, la ternura de su amor incomparable. Estos
sentimientos, adoración, alegría, agradecimiento, amor, expresan el
conjunto de actos que toda alma fiel debe también tributar al Emmanuel en su
cuna. Las oraciones de la Liturgia la prestarán su voz pura y perfecta; mas
penetremos en la naturaleza de esos sentimientos para sentirlos mejor y hacer
totalmente nuestra la forma con la que los expresa la Santa Iglesia.
Nuestro
primer deber ante la cuna del Salvador es la adoración. La adoración es
el primero de los actos de religión; pero se puede decir que, en el misterio de
Navidad, todo parece contribuir a hacer ese deber más sagrado todavía.
En
el cielo, los Ángeles se cubren el rostro y se postran ante el trono de Dios;
los veinticuatro ancianos deponen continuamente sus diademas ante la Majestad
del Cordero; ¿qué hemos de hacer nosotros, pecadores, miembros indignos
del pueblo redimido, cuando el mismo Dios se humilla y anonada por nosotros;
cuando, por el más sublime de los cambios, los deberes de la criatura para con
su Creador son por El mismo realizados, cuando Dios eterno no sólo se inclina
ante la Majestad Infinita, sino ante el hombre pecador?
Es,
pues, justo que, a la vista de un espectáculo semejante, procuremos con
nuestras profundas adoraciones devolver al Dios que se humilla por nosotros una
partecita de lo que le sustrae su inmenso amor al hombre y su fidelidad a los
mandatos de su Padre. Debemos, en cuanto nos sea posible, imitar en la tierra
los sentimientos de los Ángeles del cielo, y no acercarnos nunca al divino Niño
sin ofrecerle el incienso de una sincera adoración, las protestas de nuestro
vasallaje y la pleitesía del acatamiento debido a su Infinita Majestad, tanto
más digna de nuestro respeto cuanto más se rebaja por nosotros. ¡Ay de nosotros
si, demasiado familiarizados con la aparente flaqueza del divino Infante, y con
sus tiernas caricias, creyéramos poder prescindir de esa primera obligación y
olvidarnos de lo que El es y lo que somos nosotros! El ejemplo de la Purísima
Virgen María nos ayudará mucho a conservar en nosotros esa humildad.
María
era humilde delante de Dios antes de ser Madre; después de serlo, es más
humilde todavía ante su Dios y su Hijo. Pues nosotros, despreciables criaturas,
pecadores mil veces perdonados, adoremos con todas nuestras potencias a Aquel
que desde tan elevadas alturas baja hasta nuestra miseria, y tratemos de compensar
con nuestros actos de humildad, ese eclipse de su gloria que se realiza en la
cueva y en los pañales.
Mas
en vano intentaríamos colocarnos al nivel de su humildad; sería preciso ser
Dios para llegar a las humillaciones de un Dios.
ALEGRÍA.
— Pero la Santa Iglesia no ofrece solamente al Niño Dios el tributo de sus
profundas adoraciones; el misterio del Emmanuel, del Dios con
nosotros, es también para ella fuente de inefable alegría. El
respeto debido a Dios se conjuga de un modo admirable, en sus cánticos sublimes,
con la alegría que los Ángeles la recomendaron. Tiene a gala imitar el regocijo
de los pastores, que a toda prisa y rebosantes de contento acudieron a Belén y también
la alegría de los Magos, cuando a su salida de Jerusalén volvieron a ver la estrella. Es el motivo de que toda la
cristiandad consciente celebre el divino Natalicio con cantos alegres y populares,
conocidos con el nombre de Villancicos.
Unámonos, oh cristianos, a esa jubilosa alegría; no
es tiempo de lágrimas ni suspiros: Un Niño nos ha nacido. Ha llegado el
que esperábamos y ha llegado para morar con nosotros. Como ha sido larga
la espera, deberá ser embriagador el gozo de poseerle. Día llegará, y muy
pronto, en que este niño que hoy nace, hecho ya hombre, será el varón de
dolores. Entonces nos lamentaremos con El; ahora debemos alegrarnos de su
venida y cantar con los Ángeles junto a su cuna. Estos cuarenta días pasarán veloces;
recibamos con el corazón dilatado la dicha que nos viene de arriba como un don
celestial. La Sabiduría divina nos enseña que el corazón del justo es una
continua fiesta, porque en él reside la paz: ahora bien, estos días ha
venido la Paz a la tierra, la Paz a los hombres de buena voluntad.
AGRADECIMIENTO. — A esta mística y deliciosa alegría
viene como por sí mismo a unirse el sentimiento de gratitud para con Aquel que, sin detenerse ante nuestra
indignidad ni ante las consideraciones debidas a su infinita Majestad, quiso
escoger una Madre entre las hijas de los hombres, y una cuna en un establo: tan
empeñado estaba en la obra de nuestra salvación, en apartar de sí todo lo que
pudiera inspirarnos miedo o timidez y en animarnos con su divino ejemplo a
seguir el camino de la humildad, por donde debemos marchar para llegar al
cielo, perdido por nuestro orgullo. Recibamos, pues, con el corazón emocionado el
precioso regalo de un Niño libertador. Es el Hijo único del Padre, de ese Padre
que amó al mundo hasta el extremo de entregarle su propio Hijo; y es el
mismo Hijo único quien confirma plenamente la voluntad de su Padre, viniendo a
ofrecerse por nosotros porque El lo quiso.
En verdad, al entregárnosle el Padre ¿no nos lo ha dado todo con El, como
dice el Apóstol? ¡Oh inestimable dádiva! ¿Podríamos ofrecer un agradecimiento
equivalente al regalo, cuando, en el fondo de nuestra miseria, somos incapaces
de estimar su valor? En este misterio, sólo Dios y el divino Infante, que
guarda el secreto en el fondo de su cuna, saben perfectamente lo que nos dan.
AMOR. —Pero, si la gratitud no puede ser proporcionada
a la dádiva ¿quién habrá de pagar la deuda? Sólo el amor será capaz de
hacerlo, porque, por muy limitado que sea, no tiene medida, y siempre puede ir
en aumento. Por eso la santa Iglesia se siente invadida de una inefable ternura
en la cueva, después de haber adorado, bendecido y dado gracias, y exclama:¡Cuán
hermoso eres, oh amado mío! ¡Oh divino Sol de justicia, cuán suave es a mi
vista, tu despertar! ¡Cuán vivificantes tus rayos para mi corazón! ¡Cómo se
afianza tu triunfo en mi alma cuando la vences con las armas de la pobreza, de
la humildad y de la infancia! Y todas sus palabras son palabras de amor; la adoración,
la alabanza, la acción de gracias no son en sus Cánticos más
que expresión variada e íntima del amor que transforma todos sus sentimientos. Sigamos
también nosotros, oh cristianos, a nuestra Madre la Iglesia y llevemos nuestros
corazones al Emmanuel. Los Pastores le ofrendan su sencillez, los Magos le
llevan ricos presentes; unos y otros nos enseñan que nadie debe presentarse
ante el divino Infante sin ofrecerle un donativo digno. Ahora bien, es preciso que
lo sepamos: ningún tesoro estima tanto como el que ha venido a buscar. El amor
le hizo bajar del cielo; ¡compadezcamos al corazón que no le entrega su amor! Estos
son los deberes que nuestras almas deben tributar a Jesucristo en la primera
venida, que hizo en carne y flaqueza, como dice San Bernardo, no para
juzgar al mundo sino para salvarle. Sobre el Advenimiento del último día
envuelto en gloria y terrible majestad, ya hemos meditado bastante en las
semanas del Adviento. El temor de la futura ira ha debido despertar de su
somnolencia a nuestros corazones, disponiéndolos a recibir humildemente la
visita del Salvador en esta venida intermedia, que se realiza secretamente en
el fondo de las almas, y cuyo inefable misterio vamos a tratar de esclarecer