Páginas

martes, 23 de diciembre de 2014

PRÁCTICA DEL TIEMPO DE NAVIDAD




Dom Prósper Guéranger – "El año litúrgico"



IMITAR A LA IGLESIA, — Ha llegado el momento en que el alma fiel va a recoger el fruto de los esfuerzos realizados en la carrera penosa del Adviento, para preparar una morada al Hijo de Dios, que quiere nacer en ella. Ha llegado el día de las bodas del Cordero, y la Esposa está preparada'. Ahora bien, esta Esposa es la Santa Iglesia; toda alma fiel es esposa. Dios infinito se da enteramente y con una especial ternura a todo el rebaño y a cada una de sus ovejas. ¿Cuál será nuestro ornato para salir al encuentro del Esposo? ¿Cuáles las perlas y joyas con que decoraremos nuestras almas para tan afortunada entrevista? La Santa Iglesia nos da instrucciones sobre este punto en su  Liturgia; y sin duda, lo mejor que podemos hacer es imitarla en todo, ya que ella es siempre bien atendida y, por ser nuestra Madre, debemos siempre escucharla.

Pero antes de hablar de la venida mística del Verbo a las almas, antes de publicar los secretos de esta sublime intimidad entre el Criador y su criatura, señalemos primeramente con la Iglesia los deberes que la naturaleza humana y cada una de nuestras almas tienen que cumplir con el divino Infante, que nos han otorgado por fin los cielos como un benéfico rocío. Durante el Adviento, nos hemos unido a los santos del Antiguo Testamento para implorar la venida del Mesías Redentor; ahora que ya ha nacido, consideremos los honores que debemos tributarle.

ADORACIÓN. — Pues bien, en este santo tiempo, la Iglesia ofrece al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones, los transportes de sus inefables alegrías, el homenaje de su agradecimiento infinito, la ternura de su amor incomparable. Estos sentimientos, adoración, alegría, agradecimiento, amor, expresan el conjunto de actos que toda alma fiel debe también tributar al Emmanuel en su cuna. Las oraciones de la Liturgia la prestarán su voz pura y perfecta; mas penetremos en la naturaleza de esos sentimientos para sentirlos mejor y hacer totalmente nuestra la forma con la que los expresa la Santa Iglesia.

Nuestro primer deber ante la cuna del Salvador es la adoración. La adoración es el primero de los actos de religión; pero se puede decir que, en el misterio de Navidad, todo parece contribuir a hacer ese deber más sagrado todavía.

En el cielo, los Ángeles se cubren el rostro y se postran ante el trono de Dios; los veinticuatro ancianos deponen continuamente sus diademas ante la Majestad del Cordero; ¿qué hemos de hacer nosotros, pecadores, miembros indignos del pueblo redimido, cuando el mismo Dios se humilla y anonada por nosotros; cuando, por el más sublime de los cambios, los deberes de la criatura para con su Creador son por El mismo realizados, cuando Dios eterno no sólo se inclina ante la Majestad Infinita, sino ante el hombre pecador?

Es, pues, justo que, a la vista de un espectáculo semejante, procuremos con nuestras profundas adoraciones devolver al Dios que se humilla por nosotros una partecita de lo que le sustrae su inmenso amor al hombre y su fidelidad a los mandatos de su Padre. Debemos, en cuanto nos sea posible, imitar en la tierra los sentimientos de los Ángeles del cielo, y no acercarnos nunca al divino Niño sin ofrecerle el incienso de una sincera adoración, las protestas de nuestro vasallaje y la pleitesía del acatamiento debido a su Infinita Majestad, tanto más digna de nuestro respeto cuanto más se rebaja por nosotros. ¡Ay de nosotros si, demasiado familiarizados con la aparente flaqueza del divino Infante, y con sus tiernas caricias, creyéramos poder prescindir de esa primera obligación y olvidarnos de lo que El es y lo que somos nosotros! El ejemplo de la Purísima Virgen María nos ayudará mucho a conservar en nosotros esa humildad.

María era humilde delante de Dios antes de ser Madre; después de serlo, es más humilde todavía ante su Dios y su Hijo. Pues nosotros, despreciables criaturas, pecadores mil veces perdonados, adoremos con todas nuestras potencias a Aquel que desde tan elevadas alturas baja hasta nuestra miseria, y tratemos de compensar con nuestros actos de humildad, ese eclipse de su gloria que se realiza en la cueva y en los pañales.

Mas en vano intentaríamos colocarnos al nivel de su humildad; sería preciso ser Dios para llegar a las humillaciones de un Dios.

ALEGRÍA. — Pero la Santa Iglesia no ofrece solamente al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones; el misterio del Emmanuel, del Dios con nosotros, es también para ella fuente de inefable alegría. El respeto debido a Dios se conjuga de un modo admirable, en sus cánticos sublimes, con la alegría que los Ángeles la recomendaron. Tiene a gala imitar el regocijo de los pastores, que a toda prisa y rebosantes de contento acudieron a Belén y también la alegría de los Magos, cuando a su salida de Jerusalén volvieron a ver la estrella. Es el motivo de que toda la cristiandad consciente celebre el divino Natalicio con cantos alegres y populares, conocidos con el nombre de Villancicos.

Unámonos, oh cristianos, a esa jubilosa alegría; no es tiempo de lágrimas ni suspiros: Un Niño nos ha nacido. Ha llegado el que esperábamos y ha llegado para morar con nosotros. Como ha sido larga la espera, deberá ser embriagador el gozo de poseerle. Día llegará, y muy pronto, en que este niño que hoy nace, hecho ya hombre, será el varón de dolores. Entonces nos lamentaremos con El; ahora debemos alegrarnos de su venida y cantar con los Ángeles junto a su cuna. Estos cuarenta días pasarán veloces; recibamos con el corazón dilatado la dicha que nos viene de arriba como un don celestial. La Sabiduría divina nos enseña que el corazón del justo es una continua fiesta, porque en él reside la paz: ahora bien, estos días ha venido la Paz a la tierra, la Paz a los hombres de buena voluntad.

AGRADECIMIENTO. — A esta mística y deliciosa alegría viene como por sí mismo a unirse el sentimiento de gratitud para con Aquel que, sin detenerse ante nuestra indignidad ni ante las consideraciones debidas a su infinita Majestad, quiso escoger una Madre entre las hijas de los hombres, y una cuna en un establo: tan empeñado estaba en la obra de nuestra salvación, en apartar de sí todo lo que pudiera inspirarnos miedo o timidez y en animarnos con su divino ejemplo a seguir el camino de la humildad, por donde debemos marchar para llegar al cielo, perdido por nuestro orgullo. Recibamos, pues, con el corazón emocionado el precioso regalo de un Niño libertador. Es el Hijo único del Padre, de ese Padre que amó al mundo hasta el extremo de entregarle su propio Hijo; y es el mismo Hijo único quien confirma plenamente la voluntad de su Padre, viniendo a ofrecerse por nosotros porque El   lo quiso. En verdad, al entregárnosle el Padre ¿no nos lo ha dado todo con El, como dice el Apóstol? ¡Oh inestimable dádiva! ¿Podríamos ofrecer un agradecimiento equivalente al regalo, cuando, en el fondo de nuestra miseria, somos incapaces de estimar su valor? En este misterio, sólo Dios y el divino Infante, que guarda el secreto en el fondo de su cuna, saben perfectamente lo que nos dan.

AMOR. —Pero, si la gratitud no puede ser proporcionada a la dádiva ¿quién habrá de pagar la deuda? Sólo el amor será capaz de hacerlo, porque, por muy limitado que sea, no tiene medida, y siempre puede ir en aumento. Por eso la santa Iglesia se siente invadida de una inefable ternura en la cueva, después de haber adorado, bendecido y dado gracias, y exclama:¡Cuán hermoso eres, oh amado mío! ¡Oh divino Sol de justicia, cuán suave es a mi vista, tu despertar! ¡Cuán vivificantes tus rayos para mi corazón! ¡Cómo se afianza tu triunfo en mi alma cuando la vences con las armas de la pobreza, de la humildad y de la infancia! Y todas sus palabras son palabras de amor; la adoración, la alabanza, la acción de gracias no son en sus Cánticos más que expresión variada e íntima del amor que transforma todos sus sentimientos. Sigamos también nosotros, oh cristianos, a nuestra Madre la Iglesia y llevemos nuestros corazones al Emmanuel. Los Pastores le ofrendan su sencillez, los Magos le llevan ricos presentes; unos y otros nos enseñan que nadie debe presentarse ante el divino Infante sin ofrecerle un donativo digno. Ahora bien, es preciso que lo sepamos: ningún tesoro estima tanto como el que ha venido a buscar. El amor le hizo bajar del cielo; ¡compadezcamos al corazón que no le entrega su amor! Estos son los deberes que nuestras almas deben tributar a Jesucristo en la primera venida, que hizo en carne y flaqueza, como dice San Bernardo, no para juzgar al mundo sino para salvarle. Sobre el Advenimiento del último día envuelto en gloria y terrible majestad, ya hemos meditado bastante en las semanas del Adviento. El temor de la futura ira ha debido despertar de su somnolencia a nuestros corazones, disponiéndolos a recibir humildemente la visita del Salvador en esta venida intermedia, que se realiza secretamente en el fondo de las almas, y cuyo inefable misterio vamos a tratar de esclarecer