Dom Prosper Guéranger – El año
litúrgico
El
gran día que consuma la obra divina en el género humano ha brillado por fin
sobre el mundo. “El día de Pentecostés—como dice San Lucas—se ha
cumplido". Desde Pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día
que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo,
consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la Resurrección de Cristo;
le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud
de Dios”
PENTECOSTÉS JUDÍA. —
En el reino de las figuras, el Señor marcó ya la gloria del quincuagésimo
día. Israel había tenido, bajo los auspicios del Cordero Pascual, su paso a
través de las aguas del mar Rojo. Siete semanas se pasaron en ese desierto que
debía conducir a la tierra de Promisión, y el día que sigue a las siete semanas
fue aquel en que quedó sellada la alianza entre Dios y su pueblo. Pentecostés
(día cincuenta) fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la
ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de
tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también Pentecostés era profético:
debía haber un segundo Pentecostés para todos los pueblos, como hubo una
segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios,
vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu
Santo Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en
adelante bajo la ley.
PENTECOSTÉS CRISTIANA. —
Pero ¡qué diferencia entre las dos fiestas de Pentecostés! La primera, sobre
los riscos salvajes de Arabia, entre truenos y relámpagos, intimando una ley
grabada en dos tablas de piedra; la segunda en Jerusalén, sobre la cual no ha
caído aún la maldición, porque hasta ahora contiene las primicias del pueblo
nuevo sobre el que debe ejercer su imperio el Espíritu de amor. En este segundo
Pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos;
los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda
del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias.
Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra
entera. Jesús había dicho: "He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué
quiero sino que se encienda!”. Ha llegado la hora, y el que en Dios es Amor, la
llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa
del Emmanuel.
En
este momento en que el recogimiento reina en el Cenáculo. Jerusalén está llena
de peregrinos, llegados de todas las regiones de la gentilidad, y algo extraño
agita a estos hombres hasta el fondo de su corazón. Son judíos venidos para la
fiesta de Pascua y de Pentecostés, de todos los lugares donde Israel ha ido a
establecer sus sinagogas. Asia, África, Roma incluso, suministran todo este
contingente. Mezclados con los judíos de pura raza, se ve a paganos a quienes
cierto movimiento de piedad ha llevado a abrazar la ley de Moisés y sus
prácticas; se les llama Prosélitos. Este pueblo móvil que ha de dispersarse
dentro de pocos días, y a quienes ha traído a Jerusalén sólo el deseo de
cumplir la ley, representa, por la diversidad de idiomas, la confusión de
Babel; pero los que le componen están menos influenciados de orgullo y de
prejuicios que los habitantes de Judea. Advenedizos de ayer, no han conocido ni
rechazado como estos últimos al Mesías, ni han blasfemado de sus obras, que
daban testimonio de él. Si han gritado ante Pilatos con los otros Judíos para
pedir que el Justo sea crucificado, fue porque fueron arrastrados por el
ascendiente de los sacerdotes y magistrados de esta Jerusalén, hacia la cual
les había conducido su piedad y docilidad a la ley.
EL
SOPLO DEL ESPÍRITU SANTO. — Pero ha llegado la hora, la hora de Tercia, la hora
predestinada por toda la eternidad, y el designio de las tres divinas personas,
concebido y determinado antes de todos los tiempos, se declara y se cumple. Del
mismo modo que el Padre envió a este mundo, a la hora de medianoche, para
encarnarse en el seno de María a su propio Hijo, a quien engendra eternamente: así
el Padre y el Hijo envían a esta hora de Tercia sobre la Tierra el Espíritu
Santo que procede de los dos, para cumplir en ella, hasta el fin de los
tiempos, la misión de formar a la Iglesia esposa y dominio de Cristo, de
asistirla y mantenerla y de salvar y santificar las almas.
De
repente se oye un viento violento que venía del cielo; rugió fuera y llenó el
Cenáculo con su soplo poderoso. Fuera congrega alrededor del edificio que está
puesto en la montaña de Sión una turba de habitantes de Jerusalén y
extranjeros; dentro, lo conmueve todo, agita a los ciento veinte discípulos del
Salvador y muestra que nada le puede resistir. Jesús había dicho de él: “Es un
viento que sopla donde quiere y vosotros escuchéis resonar su voz”; poder
invisible que conmueve hasta los abismos, en las profundidades del mar, y lanza
las olas hasta las nubes. En adelante este viento recorrerá la tierra en todos
los sentidos, y nada puede sustraerse a su dominio.
LAS
LENGUAS DE FUEGO. — Sin embargo, la santa asamblea que estaba completamente
absorta en el éxtasis de la espera conservó la misma actitud. Pasiva al esfuerzo
del divino enviado, se abandona a él. Pero el soplo no ha sido más que una
preparación para los que están dentro del Cenáculo, y a la vez una llamada para
los de fuera. De pronto una lluvia silenciosa se extiende por el interior del
edificio, lluvia de fuego, dice la Santa Iglesia, “que arde sin quemar, que
luce sin consumir"; unas llamas en forma de lenguas de fuego se colocan
sobre la cabeza de cada uno de los ciento veinte discípulos. Es el Espíritu
divino que toma posesión de la asamblea en cada uno de sus miembros. La Iglesia
ya no está sólo en María; está también en los ciento veinte discípulos. Todos
ahora son del Espíritu Santo que ha descendido sobre ellos; se ha comenzado su
reino, se ha proclamado y se preparan nuevas conquistas.
Pero
admiremos el símbolo con que se obra esta revolución. El que no ha mucho se
mostró en el Jordán en la hermosa forma de una paloma aparece ahora en la de
fuego. En la esencia divina él es amor; pero el amor no consiste sólo en la
dulzura y la ternura, sino que es ardiente como el fuego. Ahora, pues, que el
mundo está entregado al Espíritu Santo es necesario que arda, y este incendio
no se apagará nunca. ¿Y por qué la forma de lenguas, sino porque la palabra
será el medio de propaganda de este incendio divino? Estos ciento veinte
discípulos hablarán del Hijo de Dios, hecho hombre y Redentor de todos, del
Espíritu Santo que remueve las almas y del Padre celestial que las ama y las
adopta; y su palabra será acogida por un gran número. Todos los que la reciban
estarán unidos en una misma fe, y la reunión que formen se llamará Iglesia
católica, universal, difundida por todos los tiempos y por todos los lugares.
Jesús había dicho: ‘Id, enseñad a todas las naciones.” El Espíritu trae del
cielo a la tierra la lengua que hará resonar esta palabra y el amor de Dios y
de los hombres que la ha de inspirar. Esta lengua y este amor se han difundido
en los hombres, y con la ayuda del Espíritu, estos mismos hombres la
transmitirán a otros hasta el fin de los siglos.
DON
DE LENGUAS. —- Sin embargo de eso, parece que un obstáculo sale al paso a esta
misión. Desde Babel el lenguaje humano se ha dividido y la palabra de un pueblo
no se entiende en el otro. ¿Cómo, pues, la palabra puede ser instrumento de
conquista de tantas naciones y cómo puede reunir en una familia tantas razas
que se desconocen? No temáis: el Espíritu omnipotente ya lo ha previsto. En esa
embriaguez sagrada que inspira a los ciento veinte discípulos les ha conferido
el don de entender toda lengua y de hacerse entender ellos mismos. En este
mismo instante, en un transporte sublime, tratan de hablar todos los idiomas de
la tierra, y la lengua, como su oído, no sólo se prestan sin esfuerzo, sino con
deleite a esta plenitud de la palabra que va a establecer de nuevo la comunión
de los hombres entre sí. El Espíritu de amor hizo cesar en un momento la
separación de Babel, y la fraternidad primitiva reaparece con la unidad de
idioma.
¡Cuán
hermosa apareces, Iglesia de Dios, al hacerte sensible por la acción divina del
Espíritu Santo que obra en ti ilimitadamente! Tú nos recuerdas el magnífico
espectáculo que ofrecía la tierra cuando el linaje humano no hablaba más que
una sola lengua. Pero esta maravilla no se limitará al día de Pentecostés, ni
se reducirá a la vida de aquellos en quienes aparece en este momento. Después
de la predicación de los Apóstoles se irá extinguiendo, por no ser necesaria,
la forma primera del prodigio; pero tú no cesarás de hablar todas las lenguas
hasta el fin de los siglos, porque no te verás limitada a los confines de una
sola nación, sino que habitarás todo el mundo. En todas partes se oirá confesar
una misma fe en las diversas lenguas de cada nación, y de este modo el milagro
de Pentecostés, renovado y transformado, te acompañará hasta el fin de los siglos
y será una de tus características principales. Por esto, San Agustín, hablando
a los fieles, dice estas admirables palabras: "La Iglesia, extendida por
todos los pueblos, habla todas las lenguas. ¿Qué es la Iglesia sino el cuerpo
de Jesucristo? En este cuerpo cada uno de vosotros es un miembro. Si, pues,
formáis parte de un miembro que habla todas las lenguas, vosotros también
podéis consideraros como participantes en este don”. Durante los siglos de fe,
la Iglesia, única fuente del verdadero progreso de la humanidad, hizo aún más:
llegó a reunir en una sola lengua los pueblos que había conquistado. La lengua
latina fue durante largo tiempo el lazo de unión del mundo civilizado. A pesar
de las distancias, se la podían confiar todas las relaciones existentes entre
los diversos pueblos, las comunicaciones de la ciencia y aun los negocios de
los particulares: nadie de los que hablaban esta lengua se consideraba
extranjero en todo el Occidente. La herejía del siglo xvi emancipó a las
naciones de este bien como de tantos otros. Europa, dividida durante largo
tiempo, busca, sin encontrarlo, este centro común que únicamente la Iglesia y
su lengua podían ofrecerle. Pero volvamos al Cenáculo, cuyas puertas aún no se
han abierto, y contemplemos de nuevo las maravillas que en
él hace el Espíritu de Dios.
MARÍA EN EL CENÁCULO. — Nuestra mirada se dirige
instintivamente hacia María, ahora más que nunca, "la llena de gracia”.
Podría parecer que después de los dones inmensos prodigados en su concepción
inmaculada, después de los tesoros de santidad que derramó en ella la presencia
del Verbo encarnado durante los nueve meses que le llevó en su seno, después de
los socorros especiales que recibió para obrar y sufrir unida a su Hijo en la
obra de la Redención, después de los favores con que Jesús la enriqueció,
después de la gloria de la Resurrección, el cielo había agotado la medida de
los dones con que podía enriquecer a una simple creatura, por elevada que
estuviese en los planes eternos de Dios.
Todo lo contrario. Una nueva misión comienza ahora
para María: en este momento nace de ella la Iglesia; María acaba de dar a luz a
la Esposa de su Hijo y nuevas obligaciones la reclaman. Jesús solo ha partido
para el cielo; la ha dejado sobre la tierra para que inunde con sus cuidados
maternales este su tierno fruto. ¡Qué emocionante y qué gloriosa es la infancia
de nuestra amada Iglesia, recibida en los brazos de María, alimentada por ella,
sostenida por ella desde los primeros pasos de su carrera en este mundo!
Necesita, pues, la nueva Eva la verdadera “Madre de los vivientes”, un nuevo
aumento de gracias para responder a esta misión; por eso es el objeto primarlo
de los favores del Espíritu Santo.
Él fue quien la fecundó en otro tiempo para que fuese
la madre del Hijo de Dios; en este momento la hace Madre de los cristianos. “El
río de la gracia, como dice David, inunda con sus aguas a esta Ciudad de Dios
que la recibe con regocijo”; el Espíritu de amor cumple hoy el Oráculo de
Cristo al morir sobre la Cruz. Había dicho señalando al hombre: “Mujer, he ahí
a tu Hijo”; ha llegado el tiempo y María ha recibido con una plenitud
maravillosa esta gracia maternal que comienza a ejercer desde hoy y que la
acompañará aún sobre su trono de reina hasta que la Iglesia se haya desarrollado
suficientemente y ella pueda abandonar esta tierra, subir al cielo y ceñir la
diadema esperada.
Contemplemos la nueva belleza que aparece en el rostro
de quien el Señor ha dotado de una segunda maternidad: esta belleza es la obra
maestra que realiza en este día el Espíritu Santo. Un fuego celeste abrasa a
María y un nuevo amor se enciende en su corazón: se halla por entero ocupada en
la misión para la cual ha quedado sobre la tierra. La gracia apostólica ha
descendido sobre ella. La lengua de fuego que ha recibido no hablará en
predicaciones públicas; pero hablará a los apóstoles, les guiará y les
consolará en sus fatigas. Se expresará con tanta dulzura como fuerza al oído de
los fieles que sentirán una atracción irresistible hacia aquella a quien el
Señor ha colmado de sus gracias. Como una leche generosa, dará a los primeros
fieles de la Iglesia la fortaleza que les hará triunfar en los asaltos del
enemigo, y arrancándose de su lado, irá Esteban a abrir la noble carrera de los
mártires.
LOS APÓSTOLES. — Consideremos ahora al colegio
apostólico. ¿Qué ha sucedido después de la venida del Espíritu Santo a estos
hombres a quienes encontrábamos ya tan diferentes de sí mismos después de las
relaciones tenidas durante cuarenta días con su Maestro? ¿No sentís que han
sido transformados, que un ardor divino les arrebata y que dentro de breves
instantes se lanzarán a la conquista del mundo? Ya se ha cumplido en ellos todo
lo que les había anunciado su Maestro; realmente, ha descendido sobre ellos el
poder del Altísimo a armarlos para el combate. ¿Dónde están los que temblaban
ante los enemigos de Jesús, los que dudaban en su resurrección? La verdad que
les ha predicado su maestro aparece clara a su inteligencia; ven todo,
comprenden todo. El Espíritu Santo les ha infundido la fe en el grado más
sublime y arden en deseos de derramar esta fe por el mundo entero. Lejos de
temer, en adelante están dispuestos a afrontar todos los peligros predicando a
todas las naciones el nombre y la gloria de Cristo, como él se lo había
mandado.
LOS DISCÍPULOS. — En segundo plano aparecen los
discípulos, menos favorecidos en esta visita que los doce príncipes del colegio
apostólico, pero inflamados como ellos del mismo fuego: también ellos se
lanzarán a conquistar el mundo y fundarán numerosas cristiandades. El grupo de
las santas mujeres también ha sentido la venida de Dios manifestada bajo la
forma de fuego. El amor que las detuvo al pie de la cruz de Jesús y que las
condujo las primeras al sepulcro la mañana de Pascua, ha aumentado con nuevo
fervor. La lengua de fuego que se ha posado sobre ellas las hará elocuentes
para hablar de su Maestro a los judíos y gentiles.
LOS JUDÍOS. — La turba de los Judíos que oyó el ruido
que anunciaba la venida del Espíritu Santo se reunió ante el Cenáculo. El mismo
Espíritu que obra en lo íntimo de la conciencia tan maravillosamente les obliga
a rodear esta casa que contiene en sus muros a la Iglesia que acaba de nacer.
Resuenan sus clamores y pronto el celo de los apóstoles no puede contenerse en
tan estrechos límites. En un momento el colegio apostólico se lanza a la puerta
del Cenáculo para poderse comunicar con una multitud ansiosa por conocer el
nuevo prodigio que acaba de hacer el Dios de Israel. Pero he aquí que esa
multitud compuesta de gente de todas las nacionalidades que espera oír hablar a
galileos se queda estupefacta. No han hecho más que expresarse en palabras inarticuladas
y confusas y cada uno les oye hablar en su propio idioma. El símbolo de la
unidad aparece ahora en toda su magnificencia. La Iglesia cristiana se ha
manifestado a todas las naciones representadas en esta multitud. Esta Iglesia
será una; porque Dios ha roto las barreras que en otro tiempo puso, en su
Justicia., para separar a las naciones. He aquí los mensajeros de Cristo; están
dispuestos para ir a predicar el evangelio por todo el mundo.
Entre los de la turba hay algunos que, insensibles al
prodigio, se escandalizan de la embriaguez divina que ven en los Apóstoles: “Estos
hombres, dicen, se han saturado de vino”. Tal es el lenguaje del racionalismo
que todo lo quiere explicar a las luces de la razón humana. Con todo eso los
pretendidos embriagados de hoy verán postrados a sus pies a todos los pueblos
del mundo, y con su embriaguez comunicarán a todas las razas del linaje humano
el Espíritu que ellos poseen. Los Apóstoles creen llegado el momento; hay que
proclamar el nuevo Pentecostés en el día aniversario del primero. ¿Pero quién
será el Moisés que proclame la ley de la misericordia y del amor que reemplaza
la ley de la justicia y del temor? El divino Emmanuel ya antes de subir al
cielo le había designado: será Pedro, el fundamento de la Iglesia. Ya es hora
de que toda esa multitud le vea y le escuche; va a formarse el rebaño, pero es
necesario que se muestre el pastor. Escuchemos al Espíritu Santo, que va a
expresarse por su principal instrumento, en presencia de esta multitud
asombrada y silenciosa; todas las palabras que profiere el Apóstol, aunque
habla solamente una lengua, la escuchan sus oyentes de cualquier idioma o país
que sean. Solamente este discurso es una prueba inequívoca de la verdad y
divinidad de la nueva ley.
El DISCURSO DE PEDRO. — “Varones judíos, exclamó, y
habitantes todos de Jerusalén, oíd y prestad atención a mis palabras. No están
éstos borrachos, como vosotros suponéis, pues es la hora de Tercia, y esto es
lo que predijo el profeta Joél: “Y sucederá en los últimos días, dice el Señor,
que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y
vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán
sueños; y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu y
profetizarán”. Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret,
varón probado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que
Dios hizo por El en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis, a éste,
entregado según los designios de la presciencia de Dios, le alzasteis en la
cruz y le disteis muerte por mano de infieles. Pero Dios, rotas las ataduras de
la muerte, le resucitó, por cuanto no era posible que fuese dominado por ella,
pues David dice de El: "Mi carne reposará en la esperanza, porque no
permitirás que tu Santo experimente la corrupción del sepulcro”. David no
hablaba de sí propio, puesto que murió y su sepulcro permanece aún entre
nosotros; anunciaba la resurrección de Cristo, el cual no ha quedado en el
sepulcro ni su carne ha conocido la corrupción. A este Jesús le resucitó Dios,
de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado a la diestra de Dios y
recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo derramó sobre toda la
tierra, como vosotros mismos veis y oís. Tened, pues, por cierto hijos de
Israel que Dios le ha hecho Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis
crucificado”.
Así concluyó la promulgación de la nueva ley por boca
del nuevo Moisés. ¿No habrían de recibir las gentes el don inestimable de este
segundo Pentecostés, que disipaba las sombras del antiguo y que realizaba en
este gran día las divinas realidades? Dios se revelaba y, como siempre, lo hacía
con un milagro. Pedro recuerda los prodigios con que Jesús daba testimonio de sí
mismo, de los cuales no hizo caso la Sinagoga. Anuncia la venida del Espíritu
Santo, y como prueba alega el prodigio Inaudito que sus oyentes tienen ante sus
ojos, en el don de lenguas concedido a todos los habitantes del Cenáculo.
LAS PRIMERAS CONVERSIONES. — El Espíritu Santo que se
cernía sobre la multitud continúa su obra, fecundando con su acción divina el
corazón de aquellos predestinados. La fe nace y se desarrolla en un momento en
estos discípulos del Sinaí que se habían reunido de todos los rincones del
mundo para una Pascua y un Pentecostés que en adelante serán estériles. Llenos
de miedo y de dolor por haber pedido la muerte del Justo, cuya resurrección y
ascensión acaban de confesar, estos judíos de todo el mundo exclaman ante Pedro
y sus compañeros: "Hermanos, ¿qué debemos hacer?” ¡Admirable disposición
para recibir la fe!: el deseo de creer y la resolución firme de conformar sus
obras con lo que crean. Pedro continúa su discurso: “Haced penitencia, les
dice, y bautizaos todos en el nombre de Jesucristo, y también vosotros participaréis
de los dones del Espíritu Santo. A vosotros se os hizo la promesa y también a
los gentiles; en una palabra: a todos aquellos a quienes llama el Señor.”
Con cada una de las palabras del nuevo Moisés se va
borrando el antiguo Pentecostés, y el Pentecostés cristiano brilla cada vez con
una luz más espléndida. El reino del Espíritu Santo se ha inaugurado en
Jerusalén ante el templo que está condenado a derrumbarse sobre sí mismo. Pedro
habló más; pero el libro de los Hechos no recoge más que estas palabras que
resonaron como el último llamamiento a la salvación: “Salvaos, hijos de Israel,
salvaos de esta generación perversa.”
En efecto, tenían que romper con los suyos, merecer
por el sacrificio la gracia del nuevo Pentecostés, pasar de la Sinagoga a la
Iglesia. Más de una lucha tuvieron que soportar en sus corazones; pero el
triunfo del Espíritu Santo fue completo en este primer día. Tres mil personas
se declararon discípulos de Jesús y fueron marcados con el sello de la divina
adopción. ¡Oh Iglesia del Dios vivo, qué hermosos son tus progresos con el
soplo del Espíritu divino! En primer lugar has residido en la inmaculada Virgen
María, la llena de gracia y Madre de Dios; tu segundo paso te dota de ciento
veinte discípulos, y he aquí que en el tercero son tres mil los elegidos,
nuestros padres en la fe, abandonarán pronto Jerusalén, que, cuando vayan a sus
países, serán las primicias del nuevo pueblo. Mañana hablará Pedro en el mismo
templo y a su voz se proclamarán discípulos de Jesús más de cinco mil personas.
Salve, oh Iglesia de Cristo, la noble última y creación del Espíritu Santo, que
militas aquí en la tierra, al mismo tiempo que triunfas en el cielo.
¡Oh Pentecostés, día sagrado de nuestro nacimiento, tú
abres con gloria la serie de siglos que recorrerá la Esposa de Cristo! Tú nos
comunicas el Espíritu de Dios que viene a escribir la ley que regirá a los
discípulos de Jesús, no sobre la piedra, sino sobre los corazones. ¡Oh
Pentecostés promulgado en Jerusalén!, pero qué pronto extenderás tus beneficios
a los pueblos de la gentilidad, tú vienes a cumplir las esperanzas que despertó
en nosotros el misterio de Epifanía. Los magos venían de Oriente y nosotros les
seguimos a la cuna del Niño Jesús, pero sabíamos que también llegaría nuestro día.
Tu gracia, Espíritu Santo, los había empujado hacia Belén; pero en este
Pentecostés que proclama tu imperio con tanta energía, tú nos llamas a todos;
la estrella se ha transformado en lenguas de fuego y la faz de la tierra se
renovará. Haz que nuestro corazón conserve los dones que nos has traído, estos
dones que nos han destinado el Padre y el Hijo que te enviaron.
El MISTERIO DE PENTECOSTÉS. — No es extraño que la
Iglesia haya dado tanta importancia al misterio de Pentecostés como al de
Pascua, dada la importancia de que goza en la economía del cristianismo. La
Pascua es el rescate del hombre por la victoria de Cristo: en Pentecostés el Espíritu
Santo toma posesión del hombre rescatado; la Ascensión es el misterio
intermediario. Por una parte, consuma ésta el misterio de Pascua, constituyendo
al Hombre-Dios vencedor de la muerte y cabeza de sus fieles, a la diestra de Dios
Padre; por otra, determina el envío del Espíritu Santo sobre la tierra.
Este envío no podía realizarse antes de la
glorificación de Jesucristo, como nos dice San Juan y numerosas razones
alegadas por los Santos Padres nos ayudan a comprenderlo. El Hijo de quien, en
unión con el Padre, procede el Espíritu Santo en la esencia divina, debía
enviar personalmente también a este mismo Espíritu sobre la tierra. La misión
exterior de una de las divinas personas no es más que la consecuencia y
manifestación de la producción misteriosa y eterna que se efectúa en el seno de
la divinidad. Así, pues, al Padre no le envían ni el Hijo ni el Espíritu Santo,
porque no procede de ellos. Al Hijo le envía el Padre, porque éste le engendra
desde la eternidad. El Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo, porque éste
procede de ambos. Pero, para que la misión del Espíritu Santo sirviese para dar
mayor gloria al Hijo, no podía realizarse antes de la entronización del Verbo
encarnado en la diestra de Dios; además era en extremo glorioso para la
naturaleza humana que, en el momento de ejecutarse esta misión, estuviese
indisolublemente unido a la naturaleza divina en la persona del Hijo de Dios,
de modo que se pudiese decir con verdad que el Hombre-Dios envió al Espíritu
Santo sobre la tierra.
No se debía dar esta augusta misión al Espíritu Santo
hasta que no se hubiese ocultado a los ojos de los hombres la humanidad de
Jesús. Como hemos dicho, era necesario que los ojos y el corazón de los fieles
siguiesen al divino ausente con un amor más puro y totalmente espiritual. Ahora
bien, ¿a quién sino al Espíritu Santo correspondía traer a los hombres este
amor nuevo, puesto que es el lazo que une en un amor eterno al Padre y al Hijo?
Este Espíritu que abraza y une se llama en las Sagradas Escrituras “el don de
Dios”; éste es quien nos envían hoy el Padre y el Hijo. Recordemos lo que dijo
Jesús a la Samaritana junto al pozo de Sicar: “Si conocieses el don Dios”. Aún
no había bajado, hasta entonces no se había manifestado más que por algunos
dones parciales. A partir de este momento una inundación de fuego cubre toda la
tierra: el Espíritu Santo anima todo, obra en todos los lugares. Nosotros conocemos
el don de Dios; no tenemos más que aceptarle y abrirle las puertas de nuestro
corazón para que penetre como en el corazón de los tres mil que se han
convertido por el sermón de San Pedro.
Considerad en que época del año viene el Espíritu
Santo a tomar posesión de su reino. Hemos visto cómo el Sol de justicia se
levantaba tímidamente de entre las tinieblas del solsticio de invierno para
llegar lentamente a su cénit. En un sublime contraste, el Espíritu del Padre y
del Hijo busca otras armonías. Es fuego y fuego que consume; por eso aparece en
el mundo cuando el sol brilla con todo su esplendor, cuando este astro
contempla cubierta de flores y de frutos a la tierra que acaricia con sus
rayos.
Acojamos el calor vivificante del Espíritu de Dios y
pidámosle que su calor no se extinga en nosotros. En este momento del Año Litúrgico
estamos en plena posesión de la verdad por el Verbo encarnado: procuremos
conservar fielmente el amor que nos trae el Espíritu Santo.
LITURGIA DE PENTECOSTÉS. — Fundado sobre un pasado de
cuatro mil años de figuras, el Pentecostés cristiano, el verdadero Pentecostés,
es una de las fiestas que fundaron los mismos Apóstoles. Hemos visto cómo en la
antigüedad, al igual de la Pascua, tenía el honor de conducir los catecúmenos a
las fuentes bautismales. Su octava, como la de Pascua, no pasa del sábado por
la misma razón. El bautismo se administraba en la noche del sábado al domingo,
y para los neófitos comenzaba esta fiesta con la ceremonia del bautismo. Como
los que eran bautizados en Pascua vestían túnicas blancas y las deponían el
sábado siguiente, que se consideraba como el día octavo.
En la Edad Media se dio a la fiesta de Pentecostés el
nombre de Pascua de las rosas; ya hemos visto cómo se puso el nombre de Domingo
de las rosas a la dominica infraoctava de la Ascensión.
El color rojo de la rosa y su perfume recordaban a
nuestros padres las lenguas de fuego que descendieron en el Cenáculo sobre los
ciento veinte discípulos, como los pétalos deshojados de la rosa divina que
derramaba el amor y la plenitud de la gracia sobre la Iglesia naciente.
Esto es lo que nos recuerda la Liturgia al escoger el
color rojo durante toda su octava. Durando de Mende, en su Racional tan precioso
para conocer los usos litúrgicos de aquel tiempo, nos dice que durante el siglo
XIII en nuestras iglesias se soltaban algunas palomas durante la misa, las
cuales revoloteaban sobre los fieles en recuerdo de la primera manifestación
del Espíritu Santo en el Jordán, y además se arrojaban desde la bóveda estopa
encendida y rosas en recuerdo de su segunda manifestación en el Cenáculo.
En Roma, la estación tenía lugar en la Basílica de San
Pedro. Justo era que la Iglesia honrase al príncipe de los apóstoles, cuya
elocuencia trajo a la Iglesia tres mil discípulos.
TERCIA
La Iglesia celebra hoy Tercia con solemnidad especial,
con el fin de ponernos en comunicación más íntima con los dichosos habitantes
del Cenáculo. Incluso escogió esta hora para celebrar durante ella el santo
sacrificio, al cual preside el Espíritu Santo con todo el poder de su
operación. Esta hora, que corresponde a las nueve de la mañana según nuestro
modo de contar, se caracteriza, además, por una invocación al Espíritu Santo
formulada en el Himno de San Ambrosio ; pero hoy no es el Himno ordinario el
que dirige la Iglesia al Paráclito. Es el cántico Veni Creator que nos ha legado
el siglo IX y que compuso, según la tradición, el mismo Carlomagno.
El pensamiento de enriquecer el oficio de Tercia en el
día de Pentecostés pertenece a San Hugo, abad de Cluny, que vivió en el siglo XI;
práctica que incluso la Iglesia romana la ha aceptado en su Liturgia. De aquí
viene que, aun en las iglesias en las cuales no se celebra el oficio canónico,
se canta al menos el Veni Creator antes de la misa de Pentecostés.
En esta hora tan solemne se recoge el pueblo fiel
entre los acordes inspirados de este himno tan tierno al mismo tiempo que
impresionante; adora y clama al Espíritu de Dios. En este momento, se cierne
sobre todos los templos cristianos y desciende sobre el corazón de aquellos que
le esperan con fervor. Digámosle que necesitamos de su presencia, y pidámosle
que permanezca en nuestro corazón para no alejarse jamás de él. Mostrémosle
nuestra alma sellada con su carácter indeleble en el Bautismo y Confirmación;
roguémosle que cuide de su obra. Somos suyos. Dígnese El hacer en nosotros lo
que le pedimos, pero que nuestros labios lo digan con sinceridad, y acordémonos
que para recibir y conservar el Espíritu de Dios hay que renunciar al mundo,
porque Jesús ha dicho: “No podéis servir a dos señores"
MISA
Ha llegado el momento de celebrar el santo Sacrificio.
La Iglesia, llena del Espíritu Santo, va a pagar el tributo de su
agradecimiento, ofreciendo la víctima que nos ha merecido tal don por su
inmolación. El introito resuena con un esplendor y una melodía sin par. Raras
veces se eleva el canto gregoriano a tal entusiasmo. Las palabras contienen un
oráculo del libro de la Sabiduría que se cumple hoy en nosotros. Es el Espíritu
que se derrama sobre la tierra y que da a los Apóstoles el don de lenguas como
prenda inequívoca de su presencia.