LAS CLASES EN LAS CALLES
A
poco de empezada la enajenante cuarentena, hicimos una serie de referencias a
la descarada incoherencia del discurso de las izquierdas. Pongamos apenas un
ejemplo: se pasaron la vida despotricando contra el Estado policíaco,
militarizado u opresor; exteriorizando una inacabable muestra de epítetos
anticastrenses, pro libertarios y derechohumanistas. ¡Qué no dijeron en pro de
la sacra libertad, vuelta además, inter nos, un destemplado y tríptico
sonsonete hímnico! Y ahora resulta que aplauden, incentivan y adhieren a un
Alberto enajenado y esclavista que no cesa de amenzar con botones rojos,
índices en ristre, fiscalizaciones casa por casa, aduanas infranqueables,
detenciones carcelarias a los disidentes, apropiaciones estatales de los
cuerpos, pensamiento epidemiológico único y hasta con el fatídico lema <por
la razón o por la fuerza>, de reminiscencias no precisamente progresistas.
Recientemente,
estos mismos personajetes de la izquierda nativa han coronado su esquizofrenia
con una nueva cuanto penosa prueba. Resulta que ahora, sería cuasi un crimen de
lesa educacionabilidad, el querer dar clases al aire libre –en las calles, las
plazas o los espacios abiertos- propuesta rechazada de cuajo por Eduardo López,
verbigracia, Secretario General de la UTE (Unión de Trabajadores de la
Educación). Según el “utero”, tamaña medida sería “hacer marketing
anticuarentena y no la vamos a acompañar”. Así oraculizó desde su módica
esfinge gremial el pasado 16 de septiembre.
Nosotros
creíamos ingenuamente que la cuarentena era, en el mejor de los casos, un mal
necesario. Algo así como la inmovilidad física en un posoperatorio o la
convalecencia en cama tras un episodio traumático. En cualquier consideración,
algo que cuanto antes se superara airosamente, mejor. Pero resulta que no. Que
la cuarentena es un logro de marcado signo ideológico revolucionario, una causa
militante más; y que su antítesis es la reacción derechista misma o el
ultramontanismo atroz. Así se pruebe con documentación abultada y hechos evidentes
que las más portentosas usinas capitalistas trabajan para los cuarenteneros
profesionales, que han sabido y saben sacar sus buenos dividendos del encierro
obligatorio y compulsivo. El aislamiento hasta reventar de hambre o angustia,
es de avanzada, ¡vamos! Cuarentena sine die para <todes>, braman día a
día. Querer recuperar la normalidad y la presencialidad será fascismo y
rechinar de dientes. El confinamiento y la muerte en un camastro solitario es
un logro democrático, claro. La intemperie tiene una marcada nostalgia a Múnich
en 1933. Estos tipos son capaces de ideologizar hasta las estaciones del año o
los eclipses de sol.
Pero
¿por qué los acusamos de incoherentes y de esquizofrénicos en esta conducta
cerril de negarse a dar clases en la calle?
Porque
tal vez el gran público no lo sepa, ni tenga porqué saberlo. Pero desde los
años sesenta del siglo XX que las izquierdas vienen agitando una corriente
pedagógica que, bajo el lema común del “aula sin muros”, propone explícitamente
“sacar la escuela a la calle y meter la calle en la escuela”. En esta tesitura
se han expedido hasta el hartazgo autores como Everett Reimer, Ivan Illich,
John Holt, Paul Goodman, Mc Luhan, Paulo Freire y De Olivera Lima. Y para
justificar tamaño desafuero no dejaron desatino o cretinismo por predicar ni
contranatura pedagógica por llevar a cabo. Se nos eximirá que analicemos ahora
el despropósito de marras, pero abundamos en su momento, cuando en el año 1985
publicamos “Educación y Determinismo”; y no es esta la circunstancia de
pormenorizar refutaciones académicas.
Sólo
nos importa subrayar la hipocresía desenfrenada, el cinismo aborrecible y la
incomparecencia cruel que acompaña fatalmente todo el andamiaje argumentativo
del progresismo. Y como nunca faltará un desubicado ante el cual tengamos que
mostrar nuestras credenciales existenciales, reste decir que nada nos une al
señor Rodríguez Larreta, a no ser un anhelo manifiesto de que tanto a él
como al resto de la clase política se los trague el averno, inexorablemente.
Pero es de sentido común deducir, que si se pueden peatonalizar calles para la
gastronomía u otros usos comerciales, bien podría hacerse algo análogo ante una
presunta emergencia escolar.
Si
bien se miran las cosas, lo mejor sería regresar al modelo socrático y
aristotélico. Salir como Sócrates –mitad guerrero, mitad sabio- al gran espacio
público de la ciudad, a forjar discípulos en el combate vigoroso contra
los sofistas, que buena falta hace. Peripatear como el Estagirita, por las correderas
y los callejones de la polis, enhebrando la Verdad, el Bien y la Belleza. Pues
en la concepción clásica de estos grandes pensadores, no es la escuela la que
sale a la calle, en el sentido mundano y mundanizante. Es el maestro, esté
donde estuviere, a cuyo alrededor contemplan agradecidos y absortos la
sabiduría aquellos que lo siguen. Después vendrían los montes elegidos por
Nuestro Señor como Cátedras de Amor Vivo, izadas en la mitad de la Civitas.
Pero no; por supuesto. No es la calle la que educa ni los muros tutelares los
que han de derrumbarse para que se confundan con el estrépito de las urbes. Es
el maestro quien guía. Donde él está, está la cabecera, se le oirá decir a Don
Quijote. Le toque ayer en un aula salmantina, en un ágora ateniense u hoy en
una recóndita senda de la ciudad trinitaria.
Parece
que, a pesar de los docentes amontonados en la siniestra, todavía quedan
padres, hogares y simples cuanto nobles profesores, que reclaman para sus hijos
y alumnos la cuota de limpia normalidad que el poder político les viene negando
con un talante crapulosamente homicida. Pero si algunos, a quienes estos
meses de estar como galeotes privados de la luz, les resultara temeroso aceptar
el desafío del peripateo y del clamor socrático al aire libre, que sepan las
instituciones escolares lúcidas, que pueden contar desinteresadamente con los
reservistas. “Tengo más de ochenta años –decía San José de
Calasanz- y aún voy muchas veces a ayudar en una u otra escuela”.
Sí;
en efecto; pueden contar con aquellos que llevamos el magisterio en el alma; y
que sabemos, con el Padre Castellani, que una escuela se construye con el
contento como piso, la alegría y los goces como paredes laterales, y el júbilo
cual techumbre. Este edificio no necesita ningún permiso gubernamental para
construirse. Sólo que haya dos o más congregados en torno a Su Divino Nombre
(Mt.18,20).
“Tu
poder radica en mi miedo”, le habría dicho Séneca a Cicerón. Para acotar de
corrido: “yo no te tengo miedo, luego, tú ya no tienes ningún poder”. Tomemos
la decisión de una vez. Sin temores a la tiranía imperante. La infancia y la
juventud son categorías demasiado valiosas para dejarlas en manos de estos
déspotas indoctos.
Antonio Caponnetto