Respuesta de monseñor
Carlo Maria Viganò al P. Raymond J. de Souza en el debate en torno al
Concilio
Hace algunos días,
poco después de otro artículo de contenido análogo publicado por el P. Thomas
Weinandy (aquí), el P. Raymond J.
de Souza escribió un comentario titulado ¿Promueve el cisma el rechazo
del Concilio por parte de monseñor Viganò? El autor expone a
continuación lo que piensa: «En su último testimonio, el
exnuncio manifiesta una postura contraria a la fe católica en cuanto a la
autoridad de los concilios ecuménicos».
Puedo comprender que
en ciertos aspectos mis intervenciones resulten bastante molestas a quienes
apoyan el Concilio, y que poner su ídolo en tela de juicio
suponga un motivo suficiente para incurrir en las más severas sanciones
canónicas tras haber dado la alarma alertando de cisma. A la molestia de esos
va unido cierto enojo por ver -pese a mi decisión de no hacer apariciones
públicas- que mis intervenciones despiertan interés y fomentan un saludable debate
sobre el Concilio, y más en general sobre la crisis de la jerarquía
eclesiástica. No me atribuyo el mérito de haberlo iniciado; antes de mí,
eminentes prelados e intelectuales de alto nivel ya habían puesto en evidencia
que hace falta una solución. Otros han puesto de relieve la relación de
causa-efecto entre el Concilio Vaticano II y la apostasía actual. Ante tan
numerosas y argumentadas denuncias, nadie ha propuesto jamás soluciones válidas
o aceptables; por el contrario, para defender el tótem conciliar se ha
recurrido a desacreditar al interlocutor, a condenarlo al ostracismo y a la
acusación genérica de querer atentar contra la unidad de la Iglesia. Esta
última acusación resulta tanto más grotesca cuando más patente es el estrabismo
de los acusadores que desenfundan el martillo de herejes contra quienes
defienden la ortodoxia católica mientras se desloman haciendo reverencias a los
eclesiásticos, religiosos y teólogos que atentan a diario contra la integridad
del Depósito de la Fe. Las dolorosas experiencias de tantos prelados, entre los
que destaca sin duda monseñor Marcel Lefebvre, confirman que también en
ausencia de acusaciones concretas hay quienes consiguen valerse de las normas
canónicas para perseguir a los buenos, guárdandose al mismo tiempo de
utilizarlas contra los verdaderos cismáticos y herejes.
Es inevitable
recordar a este respecto a aquellos teólogos que habían sido
suspendidos por sus enseñanzas, apartados de los seminarios o sancionados con
censuras por el Santo Oficio, y que precisamente por esos méritos suyos
fueron convocados al Concilio como asesores y peritos. Entre ellos se
encuentran los rebeldes de la teología de la liberación que fueron amonestados
durante el reinado de Juan Pablo II y rehabilitados por Bergoglio, por no
mencionar a continuación a los protagonistas del Sínodo para la Amazonía
y los obispos del camino sinodal que promueven una iglesia
nacional alemana herética y cismática. Sin olvidar a los obispos de la secta
patriótica china, plenamente reconocidos y promovidos por el acuerdo entre el
Vaticano y la dictadura comunista de Pekín.
El padre De Souza y
el padre Weinandy, sin entrar a valorar los argumentos que expuse y que ambos
califican desdeñosamente de intrínsecamente cismáticos, deberían
tener la buena educación de leer mis intervenciones antes de
censurar mi pensamiento. En ellas encontrarían el dolor y el trabajo que
en los últimos años me llevó por fin a entender que había sido llamado a engaño
por aquellos a quienes, constituidos de autoridad, jamás se les habría ocurrido
replicar a esta farsa y haber denunciado este engaño: laicos, eclesiásticos y
prelados se encuentran en la dolorosa situación de tener que reconocer un
fraude astutamente tramado, fraude que a mi juicio consistió en servirse de un
concilio para dar visos de autoridad a las iniciativas de los novadores y
granjearse la obediencia del clero y del pueblo de Dios. Esa obediencia ha sido
fingida por los pastores, sin la menor excepción, para derribar desde dentro la
Iglesia de Cristo.
He escrito y
declarado en varias ocasiones que precisamente a raíz de dicha falsificación
los fieles, respetuosos para con la autoridad de la Jerarquía, no se han
atrevido a desobedecer en masa la imposición de doctrinas heterodoxas y ritos
protestantizados. Por otra parte, esa revolución no se ha producido de golpe y
porrazo, sino siguiendo un proceso, por etapas, en que las novedades
introducidas a modo de experimento terminaban por volverse norma universal con
vueltas de tuerca cada vez más apretadas.
Asimismo, he
recalcado varias veces que si los errores y equívocos del Concilio ecuménico
formulados por un grupo de obispos alemanes y holandeses no se hubieran
presentado so capa de la autoridad de un concilio habrían merecido
probablemente la condena del Santo Oficio, y sus escritos incluidos en el
Índice. Tal vez por eso mismo quienes alteraron los esquemas preparatorios del
Concilio se encargaron, durante el pontificado de Pablo VI, de debilitar la
Suprema Congregación y suprimir el Índice de libros prohibidos, en
el cual en otros tiempos habrían terminado sus propios escritos.
De Souza y Weinandy
sostienen evidentemente que no es posible cambiar de opinión, y que es
preferible seguir en el error a desandar lo andado. Pero esa actitud es muy
extraña: multitudes de cardenales y obispos, de sacerdotes y laicos, de
frailes y monjas, de teólogos y moralistas y de laicos e intelectuales
católicos han considerado que en nombre de la obediencia a la Jerarquía se les
ha impuesto el deber de renunciar a la Misa Tridentina y que se la sustituyan
por rito calcado del Book of Commom Prayer de Cranmer*;
que se han abandonado tesoros de doctrina, de moral, de espiritualidad y un
patrimonio artístico y cultural de valor incalculable, borrando dos mil
años de Magisterio en nombre de un Concilio que además se ha querido pastoral
en vez de dogmático. Les han dicho que la Iglesia conciliar se
ha abierto por fin al mundo, que se ha liberado del odioso triunfalismo
postridentino, de incrustaciones dogmáticas medievales, de oropeles litúrgicos,
de la moral sexofóbica de San Alfonso, del nocionismo del Catecismo
de San Pío X y del clericalismo de la curia pacelliana. Se nos ha pedido
renunciar a todo en nombre del Concilio; transcurrido medio siglo, ¡observamos
que no se ha salvado nada de lo poco que al parecer había quedado vigente!
(*El Book of Common Prayer fue un libro devocional publicado
en el 1552 por el arzobispo anglicano Thomas Crammer a raíz de la reforma de
Enrique VIII con oraciones y lecturas para los protestantes ingleses. N. del
T.)
Y sin embargo, si
repudiar la Iglesia Católica preconciliar para abrazar la renovación
postconciliar ha sido recibido como un gesto de gran madurez, como un signo
profético, una manera de estar a tono con los tiempos y, en definitiva,
algo inevitable e incontestable, repudiar hoy un experimento fallido que
ha llevado a la Iglesia al colapso se considera señal de incoherencia o
insubordinación, según el lema de los novadores: ni un paso atrás. En aquel
entonces la revolución era saludable y obligada; ahora la restauración sería
dañina y fomentaría divisiones. Antes se podía y debía renegar del glorioso
pasado de la Iglesia en nombre del aggionarmento; hoy en día
se considera cismático poner en tela de juicio varias décadas de
desviaciones. Pero lo más grotesco es que los defensores del Concilio sean tan
inflexibles con quienes niegan el Magisterio preconciliar mientras estigmatizan
con la jesuítica y denigrante calificación de rígidos a los que por coherencia
con dicho Magisterio se niegan a aceptar el ecumenismo y el diálogo
interreligioso (que han desembocado en Asís y en Abu Dabi), la nueva
eclesiología y la reforma litúrgica nacidos del Concilio Vaticano II.
Es evidente que nada
de esto tiene fundamento filosófico, no digamos teológico. El superdogma del
Concilio se impone por encima de todo. Todo lo anula, todo lo deroga, pero no
tolera que se lo trate de la misma manera. Pero eso mismo confirma que el Concilio, aun
siendo un concilio ecuménico legítimo –como ya he afirmado en otras
ocasiones– no es como los demás, porque si lo fuera, los
concilios y el Magisterio anterior deberían ser vinculantes (no sólo de
palabra), lo cual habría impedido que se formularan los errores contenidos o
implicados en los textos conciliares. Una ciudad dividida contra sí misma…
De Souza y Weinandy
no quieren reconocer que la estratagema adoptada por los novadores fue de
lo más astuta: conseguir que se apruebe la revolución bajo un aparente respeto
a las normas por parte de cuantos pensaban que se trataba de un concilio
católico como el Vaticano I; afirmar que se trataba de un concilio meramente
pastoral y no dogmático; hacer creer a los padres conciliares que los puntos
delicados se organizarían y se aclararían los equívocos, que toda reforma
se reconsideraría en el sentido más moderado… Y mientras los enemigos lo habían
organizado todo, hasta los más mínimos detalles, al menos veinte años antes de
la convocatoria del Concilio, había quienes creían ingenuamente que Dios
impediría el golpe de los modernistas, como si el Espíritu Santo pudiera actuar
contra la voluntad subversiva de los novadores. Ingenuidad en la que yo mismo
caí junto a la mayoría de mis compañeros en el episcopado, formados y criados
en la convicción de que a los pastores –y en primer lugar y por encima de todos
al Sumo Pontífice– se les debía obediencia incondicional. De ese modo los
buenos, con su concepto distorsionado de obediencia absoluta, obedeciendo
incondicionalmente a los pastores fueron inducidos a desobedecer a Cristo,
precisamente por quienes tenían muy claros sus objetivos. En este caso también
salta a la vista que la aceptación del magisterio conciliar no ha impedido el
disenso con el Magisterio perenne de la Iglesia, sino que más bien lo ha
exigido como lógica e inevitable consecuencia.
Al cabo de más de
cincuenta años todavía no quieren darse cuenta de algo innegable: que se quiso
emplear un método subversivo hasta entonces aplicado en los ámbitos político y
civil, aplicándolo sin comentarios a la esfera religiosa y eclesial. Este
método, típico de quienes tienen un concepto como mínimo materialista del
mundo, sorprendió desprevenidos a los padres conciliares, que creyeron
sinceramente ver en ello la acción del Paráclito mientras los enemigos supieron
hacer trampa en las votaciones, debilitar a la oposición, derogar
procedimientos establecidos y presentar normas en apariencia inocuas que luego
tendrían un efecto rompedor de sentido contrario. Que aquel concilio tuviera
lugar en la basílica del Vaticano, con los padres en mitra, capa pluvial y
hábito coral, y Juan XXIII con tiara y manto, era plenamente coherente con
una puesta en escena pensada a propósito para engatusar a los participantes
para que no se preocuparan y creyeran que al final el Espíritu Santo
remediaría los embrollos del subsistit in o los
despropósitos sobre la libertad religiosa.
A este respecto, me
permito citar un artículo publicado hace unos días en Settimo
Cielo, titulado Historicizar el Concilio Vaticano II: así
influyó sobre la Iglesia el mundo de esos años (aquí). En él, Sandro
Magister nos da a conocer un estudio del profesor Roberto Pertici sobre el
Concilio, el cual recomiendo leer en su totalidad pero se puede sintetizar en
estos dos párrafos:
La disputa que está
encendiendo a la Iglesia sobre cómo juzgar el Vaticano II, no debe ser solo
teológica porque, ante todo, lo que hay que analizar es el contexto histórico
de ese evento, especialmente de un Concilio que, desde un punto de vista
programático, declaró querer abrirse al mundo.
Soy consciente de que
la Iglesia -como confirmaba Pablo VI en Ecclesiam suam- está
en el mundo pero no es del mundo: tiene valores, comportamientos,
procedimientos específicos que no pueden ser juzgados ni enmarcados con
criterios totalmente histórico-políticos, mundanos. Por otra parte, hay que
añadir, tampoco es un cuerpo separado. En los años sesenta –y los documentos
conciliares están llenos de referencias en este sentido– el mundo se dirigía
hacia la que hoy llamamos globalización, estaba ya muy condicionado por los nuevos
medios de comunicación de masa, se difundían a gran velocidad ideas y actitudes
inéditas, emergían formas de mimetismo generacional. Es impensable que un
evento de la amplitud y relevancia del Concilio se desarrollara dentro de la
basílica de San Pedro sin confrontarse con lo que estaba sucediendo fuera de
ella.
A mi entender, esta
es una clave interesante para interpretar el Concilio, pues confirma la
influencia que tuvo en él el pensamiento democrático. La gran
coartada del Concilio fue presentar como decisiones colegiadas y casi como un
plebiscito la introducción de novedades que de otro modo serían inaceptables.
No fue ciertamente el contenido concreto de las actas ni su futuro alcance a la
luz del espíritu del Concilio lo que abrió la puerta a doctrinas
heterodoxas que ya se introducían sigilosamente en ambientes eclesiásticos del
norte de Europa, sino el carisma de la democracia, asumido de
modo casi inconsciente por los obispos del mundo entero en aras de una sumisión
ideológica que desde hacía tiempo veía como muchos miembros de la Jerarquía
poco menos que se sometían a la mentalidad secular. El ídolo del
parlamentarismo surgido de la Revolución Francesa –que tan eficaz resultó para
subvertir el orden social en su totalidad– debió de significar para algunos
prelados una etapa inevitable de la modernización de la Iglesia que había que
aceptar a cambio de una especie de tolerancia por parte del mundo contemporáneo
hacia todo lo que ella se empeñaba en ofrecer de lo era antiguo y estaba
superado. ¡Craso error! Este sentimiento de inferioridad por parte de la
Jerarquía, esta sensación de atraso e insuficiencia ante las exigencias del
progreso y de las ideologías traicionaron una visión sobrenatural muy
deficiente y un ejercicio aún más deficiente de las virtudes teologales. ¡Es la
Iglesia la que debe atraer a sí al mundo, y no al revés! El mundo debe
convertirse a Cristo y al Evangelio, sin que se presente a Nuestro Señor como a
un revolucionario por el estilo del Che Guevara y a la Iglesia como una organización
filantrópica más preocupada por la ecología que por la salvación eterna de las
almas.
Afirma De Souza, al
contrario de cuanto he escrito, que yo he calificado al Concilio de «concilio
del Diablo». Me gustaría saber de dónde sacó esas supuestas palabras mías.
Supongo que sea una interpretación errónea y atrevida que hizo de la palabra
italiana conciliabolo [conciliábulo], según la etimología
latina, que no corresponde al significado actual en italiano.
Deduce de esta
errónea traducción suya que tengo «una postura contraria a la fe católica en lo
que se refiere a la autoridad de los concilios ecuménicos». De haberse tomado
la molestia de leer mis declaraciones al respecto, habría entendido que
precisamente porque profeso la mayor veneración por los concilios ecuménicos y
por todo el Magisterio en general, no me es posible conciliar las clarísimas
enseñanzas ortodoxas de todos los concilios hasta el Vaticano II con las
equívocas y a veces heterodoxas de este último. Y no creo que sea el único. El
mismo P Weinandy no es capaz de conciliar el papel del Vicario de Cristo con
Jorge Mario Bergoglio, que es al mismo tiempo ocupante y demoledor del cargo.
Pero para De Souza y Wenandy, contra toda lógica, es posible criticar al
Vicario de Cristo pero no al Concilio; a ese concilio, y no a otro. La verdad
es que nunca he visto tanta solicitud en recalcar los cánones del Concilio
Vaticano I cuando algunos teólogos hablan de redimensionamiento del
Papado o de sentido sinodal. Tampoco he visto tantos
defensores de la autoridad del de Trento mientras se niega la esencia misma del
sacerdocio católico.
Cree De Souza que con
mi carta al P. Weinandy yo buscaba en él un aliado. Aunque fuese cierto, no
creo que tuviera nada de de malo en tanto que dicha alianza tuviera por objeto
la defensa de la Verdad en el vínculo de la Caridad. En realidad, mi intención
fue lo que vengo declarando desde el principio: establecer una comparación que
permita entender mejor la crisis actual y sus causas para que la autoridad de
la Iglesia pueda pronunciarse a su debido tiempo. Jamás me he permitido imponer
una solución definitiva ni resolver cuestiones que quedan fuera de mis
competencias como arzobispo y caen directamente bajo la jurisdicción de la Sede
Apostólica. No es, por tanto, lo que afirma el P. De Souza, y tampoco lo que
incomprensiblemente me atribuye el P. Weinandy, que haya caído «en el pecado
imperdonable contra el Espíritu Santo». Tal vez podría creer en la buena fe de
ambos si tuvieran la misma severidad al juzgar a nuestros adversarios comunes y
a ellos mismos, pero desgraciadamente no me parece que sea así.
Dice el P. De Souza:
«Cisma. Herejía. Obra del Diablo. Pecado imperdonable. ¿Cómo pueden aplicarse
ahora estas palabras al arzobispo Viganò por voces respetadas y escuchadas?»
Creo que la respuesta es ya bastante obvia: se ha roto un tabú y se ha iniciado
un debate a gran escala en torno al Concilio Vaticano II, debate que hasta
ahora estaba restringido a ámbitos muy reducidos del cuerpo eclesial. Lo que
más molesta a los partidarios del Concilio es constatar que esta controversia
no versa sobre si el Concilio es o no criticable, sino sobre qué se puede hacer
para remediar los errores y sus pasajes equívocos. Es un hecho
innegable sobre el que ya no cabe ninguna labor de deslegitimación. Lo
dice también Magister en Settimo Cielo, refiriéndose a «la
disputa que está encendiendo la Iglesia sobre cómo juzgar el Concilio» y a «las
controversias que periódicamente se reabren en los medios de comunicación
denominados católicos sobre el significado del Vaticano II y
el nexo que existiría entre dicho Concilio y la situación actual de la
Iglesia». Pretender que se crea que el Concilio está por encima de toda crítica
es falsificar la realidad, independientemente de las intenciones de quien
critica su carácter equívoco y su heterodoxia.
Sostiene además el
padre De Souza que el profesor John Paul Meenan habría demostrado en LifeSiteNews (aquí) «los puntos flacos de la
argumentación de monseñor Viganò y de sus errores teológicos». Dejo al profesor
Meenan el honor de refutar mis intervenciones sobre la base de lo que afirmo,
no de cuanto no digo y deliberadamente se quiere malinterpretar. También en
este caso, cuánta indulgencia con las actas del Concilio, y qué severidad más
implacable hacia quien pone en evidencia las lagunas, hasta el punto de
insinuar sospechas de donatismo.
Por lo que respecta a
la famosa hermenéutica de la continuidad, me parece evidente
que no deja de ser una tentativa -quizás inspirada en un concepto un tanto
kantiano de los asuntos de la Iglesia- de conciliar un
preconcilio y un postconcilio, cosa que nunca había sido necesario hacer hasta
entonces. Está claro que la hermenéutica de la continuidad es válida y tiene
que seguir dentro del discurso católico: en lenguaje teológico se llama analogía
fidei, y es uno de los elementos fundamentales a los que debe atenerse
el estudioso de las ciencias sagradas. Pero no tiene sentido aplicar ese
criterio a un caso aislado que precisamente por su carácter equívoco ha
conseguido expresar o dar a entender lo que por el contrario se debería
haber condenado abiertamente, porque supone como postulado que hay verdadera
coherencia entre el Magisterio de la Iglesia y el magisterio contrario
que actualmente se enseña en las academias, en las universidades pontificias,
en las cátedras episcopales y en los seminarios y se predica desde los
púlpitos. Pero mientras es ontológicamente necesario que totalidad de la Verdad
sea coherente consigo misma, no es posible al mismo tiempo faltar al principio
de no contradicción, según el cual dos proposiciones que se excluyen mutuamente
no pueden ser ciertas las dos. Así, no puede haber la menor hermenéutica de la
continuidad entre sostener la necesidad de la Iglesia Católica para la
salvación eterna y la declaración de Abu Dabi, que está en continuidad con las
enseñanzas conciliares. No es, por tanto, cierto que rechazo la hermenéutica de
la continuidad en sí; sólo cuando no se puede aplicar a un contexto claramente
heterogéneo. Pero si esta observación mía resulta infundada y se quieren dar a
conocer sus deficiencias, con mucho gusto las repudiaré yo mismo.
En la conclusión de
artículo, el P. De Souza pregunta provocativamente: «Sacerdote, curialista,
diplomático, nuncio, administrador, reformados, informador… ¿Podría ser que, al
final, a esta lista haya que añadir hereje y cismático?» No es mi intención
responder a los insultos y las palabras gravemente ofensivas del P. Raymond
K.M., que no son propias de un caballero. Me limito a preguntarle: ¿a cuántos
cardenales y obispos progres sería superfluo plantearles la misma cuestión,
sabiendo de antemano que la respuesta es lamentablemente positiva? Quizás,
antes de ver cismas y herejías donde no los hay, sería oportuno y más
provechoso combatir los errores y divisiones allí donde se instalan y propagan
desde hace décadas.
Sancte Pie X, ora pro
nobis!
3 de septiembre de
2020
Festividad de San Pío
X, papa y confesor