MISERICORDIOSO Y BENIGNO ES EL SEÑOR
(Sal. 102, 8).
I
Alguien
que, por una rápida infección en la cara se halló a un paso de la muerte sin
perder el conocimiento, ha narrado las angustias de ese momento para el que
quiere prepararse al juicio de Dios. Sentía necesidad de dormir, pero luchaba
por no abandonarse al sueño, porque tenía la sensación de que éste era ya la
muerte y que en cuanto se durmiese despertaría en el fuego del purgatorio si no
ya en el infierno. Aunque había hecho confesión general y recibido los
sacramentos le faltaba todo consuelo, y la certeza de la futura pena se le
imponía como una necesidad de justicia, pues tenía, claro está, conciencia de
haber pecado muchas veces, pero no la tenía de haberse justificado
suficientemente ante Dios.
Una
religiosa enfermera, a quien le confió esa tremenda angustia espiritual, no
hizo sino confirmarle esos temores, como si debiera estar aún muy satisfecho si
ese fuego no fuese el del infierno.
Salvado
casi milagrosamente de aquel trance —agrega—, consulté con un sacerdote, que me
aconsejó leer y estudiar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo,
y allí encontré lo que asegura la paz del alma, pues al comprender que
"nadie es bueno sino uno, Dios" (Luc. XVIII, 19), comprendí
que sólo por la misericordia podemos salvarnos y que en eso precisamente
consiste nuestro consuelo, en que podemos salvarnos por los méritos de
Jesucristo, pues para eso se entregó El en manos de los pecadores.
Maravillosa
e insuperable verdad, que nos llena más que ninguna otra de admiración,
gratitud y amor hacia Jesús y hacia el Padre que nos lo dió.
Ella quedará grabada para siempre en el alma que haya meditado este misterio de
la misericordia divina.
II
Es
notable la consecuencia que de esta verdad saca el salmista, que conoce tan
admirablemente los pliegues del corazón del Padre eterno. Siendo Dios
infinitamente misericordioso y nosotros tan necesitados de su continua ayuda,
¿cómo podría ser posible que El nos juzgue fríamente como un juez cualquiera? De
allí que le pida: "Hazme sentir al punto tu misericordia"
(Sal. CXLII, 8); "escúchame pronto" (ibid. v. 7);
"Dios mío, no tardes" (Sal. XXXIX, 18). Y ante
todo: “No entres en juicio con tu siervo, porque ningún viviente es justo
delante de Ti" (Sal. CXLII, 2).
He
aquí, mil años antes de Cristo, la enseñanza fundamental del cristianismo, de
que nadie puede salvarse por sus propios recursos, o sea, que todos hemos de
aceptar la limosna que sin merecerla, nos ofrece Cristo de los méritos suyos,
únicos que pueden limpiarnos y abrirnos la casa del Padre. "Si Tu, Señor,
recordaras las iniquidades, ¿quién, oh Señor, quedaría en pie?" (Sal.
CXXIX, 3). Pero Tú borras las iniquidades según la grandeza de tus bondades, en
la medida de tu misericordia (Sal. L, 3). ¿No es excesiva tanta
audacia en boca de David? De ninguna manera. En el mercado de Dios
se compra "sin dinero" y sin ninguna otra permuta (Is. LV, 1);
pues el Padre no vende sus compasiones, sino que perdona por pura bondad al
arrepentido.
Por
eso el salmista no se empeña en encubrir sus pecados, como si fuese un hombre
justo y bueno. Expone, al contrario, la humana miseria, que Dios
conoce desde los días de Adán, pues esto es lo que le mueve a la misericordia.
El elogio más repetido en toda la Biblia es el de la misericordia divina:
"porque su misericordia es eterna" (cf. Sal. CXXXV y notas), por
donde vemos que ninguna otra alabanza es más grata a Dios que ésta que se
refiere a su corazón de Padre.
El
himno a la bondad del Padre misericordioso que entonó David,
inspirado por el Espíritu Santo, se convirtió en maravillosa realidad
"cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los
hombres” (Tito III, 4), es decir, cuando Dios movido por su infinita
misericordia nos hizo el regalo de su Hijo.
III
Todo
esto es cuestión de creer, y más aún, cuestión de confianza. El
proceso milagroso que Dios obra en la salvación de cada uno de nosotros a costa
de la sangre preciosísima de su Hijo, sólo exige de nuestra parte esa
disposición inicial que después se deja llevar por los caminos de la divina
gracia.
Y
aun resulta que ese buen espíritu nos lo da Él mismo y lo promete a todo el que
se lo pida. "Si vosotros, aunque malos, sabéis dar buenas cosas a vuestros
hijos, ¿cuánto más el Padre dará desde el cielo el Espíritu Santo (Vulgata:
espíritu bueno) a quienes se lo pidan” (Luc. XI, 13; cf. Sant. I, 5). Por lo
cual sólo carece de ese buen espíritu el que no quiere aceptar ese don de Dios,
o el que le opone el único obstáculo que lo impide: la desconfianza, la duda
sobre esa suavidad del Padre, que viene de su bondad y del amor infinito con
que nos ama. Faltar a esa confianza es fallar en la fe, pues entonces, ya no
creemos en el misterio de la Redención, según el cual Dios, el Padre, por puro
amor, nos dió su Hijo único (Juan III, 16).
Dudar
de la misericordia de Dios es el pecado de Caín y de Judas.
"Mi pecado es demasiado grande para que consiga perdón”, gritó el primero
hacia las peñas del desierto (Gén. IV, 13), y siguió errando como
vagabundo por el orbe desconocido, temiendo que alguien le diera muerte. El
segundo devolvió las treinta monedas a los Sumos Sacerdotes y se ahorcó (Mat.
XXVII, 3-4), porque su pecado le parecía imperdonable. Los dos desgraciados
no sabían o no querían saber que dudar de la misericordia es impedirla, pues el
Padre celestial la concede en la medida en que confiamos en ella.
Cristo confirma
la extrema bondad del Padre misericordioso en la parábola del hijo
pródigo. Estando el hijo todavía lejos, lo vió el padre, y se le
enternecieron las entrañas de tal manera, que corriendo a su encuentro, le cayó
sobre el cuello y lo cubrió de besos (Luc. XV, 20). Jesús revela en esta
parábola, más real que cualquier historia, los más íntimos sentimientos de su
divino Padre, que lejos de entregarnos al verdugo, sólo piensa en salvarnos.
Perder
la fe y la confianza en la misericordia de Dios es propio de los que no quieren
salvarse. Su postrer estado será peor que el primero (II
Pedro II, 20), porque rechazan la mano del que los ayuda y salva.
No
menos peligroso es el estado de quienes miran la misericordia del Padre como
una pequeñez. "El alma fiel sabe bien que el Señor perdona; mas lejos de
hallar en esa misericordia divina un motivo para dejarse llevar más libremente
al pecado, comprende que si el Señor la da a conocer es para estimular o despertar
la piedad sincera” (Desnoyers). ¡Ay de aquel que
desprecia la bondad de Dios o abusa de ella! ¡Dichosos todos los que confían en
ella con corazón sincero y recto! Porque "misericordioso y benigno es el
Señor, tardo en airarse y lleno de clemencia” (Sal. CII, 8).