“Ello sucedió allá por los años de 18**, cuando en cierta parte del mundo amenazaba a la Compañía una de esas crueles persecuciones que le dejó por herencia su santo Padre Ignacio; aquel varón insigne que si no hubiera subido a los altares por su santidad maravillosa, hubiese alcanzado la gloria de las estatuas por su exquisita prudencia. Comprendía bien el ilustre guipuzcoano que nada enerva tanto las fuerzas morales como la prosperidad; que para levantarse el hombre a toda su pujanza requiere ser sepultado a tiempo bajo los rigores de lo adverso, y que presto pierde el soldado sus hábitos guerreros, si la paz llega a enmohecer las arrinconadas armas.
Por eso corre entre los jesuitas
como tradición fidedigna, que un día encontró el Padre Ribadeneira a San
Ignacio entregado a inusitado gozo; manifestóle su extrañeza con sencilla
confianza, preguntándole el motivo de su particular contento.
—Regocijaos, conmigo, Pedro
—respondió el santo—, por hoy me ha prometido el Señor lo que con tantas
lágrimas le he pedido... Que la gracia de
la persecución jamás faltará a la Compañía”.
P. Luis Coloma, S.J., “Pinceladas del natural, “El
Mensajero del Corazón de Jesús”, Bilbao, 1920.