MONS. LUIS MARÍA MARTINEZ
En
la vida espiritual no es raro que las almas que tratan generosamente de
adelantar en la virtud, a fuerza de querer ser delicadas de conciencia y de
evitar todo pecado venial deliberado, vengan a caer en el extremo de la
inquietud y de la turbación, a embarazarse en mil perplejidades y escrúpulos, y
a resfriarse, en fin, en la confianza a Nuestro Señor, que es la muerte de la
devoción.
A
evitar ese escollo de tanta trascendencia vienen estas breves reflexiones. Y
así, a toda alma generosa no me cansaré de repetir: sé tan delicada cuanto
puedas con Nuestro Señor; vigila exquisitamente tu conducta para evitar todo
pecado venial deliberado; pero, por amor de Dios, que esto sea sin perder la
confianza y la paz.
Y
a tal grado encarezco esta recomendación, que, si para tener esa exquisita
delicadeza fuera necesario perder esos dos bienes, la confianza y la paz, es
preferible que por ahora no trabajemos tanto en ella, porque la paz del corazón
y la confianza en Dios son bienes mucho más necesarios, y, por consiguiente,
deben ser preferidos.
Y
deben preferirse, no sólo por lo que mira a nosotros, por ahorrarnos penas,
pues un alma generosa no debe rehuir ningún sacrificio, sino por los intereses
mismos de Nuestro Señor. Porque con el fin muy santo y muy debido de evitarle a
Nuestro Señor la herida leve que le causa un pecado venial, se le priva de la
gran satisfacción y consuelo que experimenta en los progresos de un alma en su
santificación cuando confía y vive en paz.
Pongamos
un ejemplo para explicarnos mejor. Un alma fervorosa tiene la desgracia de
cometer un pecado venial, lo cual no es raro dada nuestra persistente
fragilidad. Una vez que lo ha cometido, se acuerda de todo lo que ha leído y
meditado sobre el pecado venial, y empieza a inquietarse, llenándose de congoja,
y de pena; la confianza en Nuestro Señor se enfría, se aleja de El, deja la
oración o la hace mal, y todos sus ejercicios de piedad no andan en orden.
Al
cabo de muchas horas de turbación, llega, a costa de no pocos esfuerzos y
consultas, a recobrar la paz. ¿No es verdad que con todas esas horas de
inquietud Nuestro Señor ha perdido más bien que ganado, porque el alma le privó
del consuelo que podía haberle dado en su oración y en sus adoraciones, porque
le negó la confianza, cosa que tanto lastima a su Corazón divino; porque perdió
el tiempo, deteniendo el progreso en su santificación?
No
lo hagamos así; antes bien, démonos cuenta de cómo se puede conciliar
perfectamente el dolor de nuestros pecados con la confianza en Dios y la paz
del alma.
Santa
Teresa del Niño Jesús expresa muy bien esta conciliación cuando dice: "Yo
lo sé muy bien: aun cuando tuviera en mi conciencia todos los crímenes que se
pueden cometer, no perdería nada de mi confianza; antes iría con el corazón
hecho pedazos por el arrepentimiento a arrojarme en los brazos de mi Salvador.
Sé
cuánto amó al hijo pródigo, he escuchado sus palabras a María Magdalena, a la
mujer adúltera, a la Samaritana. No; nadie puede atemorizarme, porque yo sé a
qué atenerme respecto de su amor y de su misericordia. Sé que toda esa multitud
de ofensas se abismarían en un abrir y cerrar de ojos, como una gota de agua
arrojada en un horno ardiente.
Notémoslo
bien: el corazón hecho pedazos por el arrepentimiento y la confianza intacta.
De manera que, cargando todos los crímenes del mundo, ella se hubiera arrojado
en los brazos de Jesús con una confianza plena.
No
faltará quien diga: ¿Cómo es posible que se sienta ese dolor tan vivo por la
ofensa de Dios, y, sin embargo, se tenga la confianza necesaria para arrojarse
sin temor de ninguna especie, sin reserva alguna, en los brazos de Nuestro
Señor?
Voy
a intentar explicarlo.
La
base de nuestra confianza no está en nosotros, está en Dios.
De manera que confiamos en Nuestro Señor, y nos acercamos a El, tranquilos y seguros,
no por lo que nosotros somos, sino por lo que El es. Nosotros podemos ser unos
ingratos, unos pérfidos, unos criminales...; ni la ingratitud, ni la perfidia,
ni los crímenes nuestros vienen a disminuir una tilde la confianza que debemos
tener en Nuestro Señor, por la razón sencillísima, de que no se funda nuestra
confianza en nosotros, sino en El, y Jesús es el mismo de siempre, tan bueno,
tan amante, tan misericordioso... Yo fui el que cambié, pero esos cambios en
nada afectan a mi confianza, porque mi confianza tiene su fundamento en Dios,
no en mí.
Pongamos
un ejemplo. Imaginemos que tú, lector amado, tienes depositada en un Banco una
gran cantidad de dinero a tu disposición. Un día enfermas de una enfermedad
seria, grave. Y vienen a pedirte que firmes un cheque por una cantidad menor de
la que tienes depositada.
Pero
tú objetas: "Cómo es posible que firme el cheque, si estoy enfermo"
Pero tu enfermedad en nada afecta a tu crédito en el Banco; tu enfermedad
afecta a tu salud, no a tu dinero, que está intacto. "Es verdad, pero
estoy muy enfermo." No viene al caso tu enfermedad; si ya no tuvieras
dinero en el Banco, podrías girar sobre él; pero teniendo tu depósito intacto,
puedes girar aun cuando estés enfermo...
Con
la misma, falta de razón discurre un alma que cae y pierde la confianza:
"¿Cómo puedo acercarme a Dios llena de confianza si soy una ingrata, si
estoy cargada de pecados?" "Está bien; pero ¿tienes depósitos en el
Banco?" Sí; ahí está la bondad de Dios, que es infinita; ahí está su amor,
que no ha sufrido menoscabo; ahí está su misericordia, que no tiene límites.
Entonces, ¿qué importa que seas lo que fueres, si Dios, a pesar de tus
miserias, sigue siendo lo que es?...
Se
me objetará que no es exacta la comparación, porque la enfermedad no tiene nada
que ver con los depósitos bancarios, mientras que nuestros pecados e
ingratitudes, ¿cómo no han de tener que ver con la confianza en Dios?
Y,
sin embargo, yo vuelvo a afirmar que no tienen que ver. ¿Acaso confiamos en
Dios por nuestras virtudes? ¿O porque no tenemos pecado? Si así fuera, sin duda
que no podríamos confiar en Dios cuando hubiéramos cometido una falta.
Pero
ésa no es la verdad. Confiamos en Dios por su bondad, su misericordia y su
amor. Y ¿deja Dios de ser bueno y misericordioso porque yo sea frágil,
inconstante y miserable? ¡Imposible!
Lo
que sucede es que queremos juzgar a Dios a lo humano, queremos medir su Corazón
divino con la medida de nuestro mezquino corazón. Y no es ésa la medida de
Dios. Nosotros sí somos con una persona según la persona aquella lo merece;
buenos con las que nos tratan bien, indiferentes con los extraños, y sólo la
virtud puede hacer que no seamos hostiles con los enemigos.
De
todas maneras, nuestro corazón, para amar, tiene que tener en cuenta lo que hay
en los demás, porque nuestro amor tiene su base y su fundamento en las cosas
que ama, en la bondad que tienen o parecen tener.
No
sucede así en Dios; la medida y la razón de su amor no está en las cosas, no
está en nosotros; está en El y sólo en El.
Dicen
los teólogos que el ser de Dios es a se, es decir, por Sí mismo, no como
nosotros que recibimos el ser de otro. La razón de ser de las criaturas no está
en ellas mismas, sino fuera, en las causas que las produjeron, y últimamente en
la causa primera, que es Dios.
La
razón de ser de Dios, al contrario, no está fuera, sino en Él mismo. Y como es
su ser, es su amor. Dios ama porque es el amor, y el amor a se, un amor que no
depende de nadie.
Por
consiguiente el que yo sea más bueno o más malo, más ingrato o más agradecido,
no tiene absolutamente nada que ver con la base de mi confianza.
¡Líbrenos
Dios de confiar en nosotros mismos! ¡Líbrenos Dios de desconfiar en Él por
nuestra propia deficiencia! Si somos deficientes, si somos ingratos, si somos
pecadores, desconfiaremos de nosotros mismos y haremos muy bien; pero ¿por qué
vamos a desconfiar de Dios? ¿Qué tienen que ver nuestros pecados y nuestras
ingratitudes con la bondad, la misericordia y el amor de Dios?
Todos
los atributos de Dios son infinitos y absolutamente independientes de la
criatura.
De
suerte que lo único que podía conmover nuestra confianza sería que llegáramos a
saber que Dios ya no era tan bueno y tan misericordioso como antes; pero
mientras esto no suceda - y no sucederá jamás -, debemos confiar plenamente en
Dios.
Y
todavía me atrevo a decir que si tenemos esta noticia por una revelación
privada, no debemos creerla. Si un ángel del Cielo viene a decirnos: "Dios
no te ama ya; no debes confiar en Él", no le creamos. Antes podemos
decirle: «"Tú no eres un mensajero de Dios, sino un enviado del
demonio"» porque un mensajero de Dios no dice eso.
Precisamente,
tratándose de la esperanza, dice algo muy semejante Santo Tomás de Aquino;
después de haber expuesto que la virtud de la esperanza nos la da la santa
seguridad de nuestra salvación, se propone a sí mismo esta objeción; si alguno
tiene una revelación de que se va a condenar, ¿qué debe hacer? Sencillamente,
no creerla, responde el santo doctor, porque esa revelación es contraria a la
virtud de la esperanza, y, por consiguiente, no puede venir de Dios.
De la misma manera yo afirmo que si un ángel viene a decir a alguno de nosotros: «Dios ya no te ama, no confíes en El, no hay que creerle, porque sobre esa pretendida revelación está la palabra de Jesús, y "los cielos y la tierra pasarán, pero su palabra no pasará.»
Y
Jesús nos trajo un mensaje del Cielo, vino a decirnos que Dios nos ama con un
amor infinito, con un amor eterno, que nos ama hasta el extremo de habernos
dado a su propio Hijo y de haberlo entregado a la muerte por nuestro amor...
Todavía
se me replicará: pero, qué, ¿no hay algún momento, en que Dios deje de amarnos?
Sólo hay uno: si tenemos la desgracia de morir impenitentes nos dejará de amar
en el último momento de nuestra vida. Sólo la impenitencia final, consumando nuestra
desgracia, es capaz de apartar de nosotros el amor de Dios.
Antes
de ese minuto, el último de la vida, el amor de Dios no se acaba. A pesar de
todo, Él nos ama siempre. Y mientras no llegue ese momento - y esperamos que no
llegará nunca debemos creer en el amor, en la bondad y en la misericordia de
Dios para nuestra alma, y en ese fundamento solidísimo apoyar nuestra
confianza.
Ahora
bien: si el fundamento de nuestra confianza no se conmueve porque hayamos
tenido la desgracia de cometer todos los crímenes del mundo, ¿cómo va a
conmoverse porque cometimos un pecado venial?
Esta
confianza en Dios no quita que nos duela el pecado; porque todo pecado grave o
leve, grande o pequeño, lastima su Corazón divino, y como le amamos, es natural
que experimentemos un gran dolor de haberle contristado.
De
manera que, por una parte, nos queda el dolor, y por otra nos queda la
confianza: con el corazón hecho pedazos por la contrición, debemos arrojarnos
en los brazos de nuestro Salvador, como dice Santa Teresa del Niño Jesús.
No
es, pues, incompatible la confianza con la contrición; antes al contrario,
ambas brotan de la misma fuente, el amor; siento pena de haber ofendido a Dios,
porque le amo; confío en El, porque me ama, porque, como dice la santa de
Lisieux: «Sé a qué atenerme respecto del amor y de la misericordia de Jesús.»
Pero
las objeciones no acaban, y todavía se puede insistir: cuando acabo de lastimar
a Nuestro Señor, cuando acabo de herir su Corazón, ¿me ama lo mismo que antes?
Indudablemente, y aún me atrevo a decir, usando nuestro lenguaje de la tierra,
que nos ama más que antes, porque Nuestro Señor es generosísimo.
Cuando
un niño comete una falta a su madre, sin duda alguna que la madre lo siente y
se apena; pero ¿deja por eso la madre de amar a su hijo?
Y
no se necesita ser una madre heroica y excepcional para seguir amando al hijo
que la ha afligido, cualquiera madre lo sabe hacer; y no sólo, sino que en la
ternura maternal cabe perfectamente que la pena causada por la ingratitud de su
hijo en cierta manera excite su ternura y su amor, y si no puede decirse que le
ame más, al menos sí puede, asegurarse que se esfuerza más en manifestarle su
amor para atraerle a su regazo maternal y lograr su corrección y su enmienda.
¿Y
será más generosa una madre que Nuestro Señor?
Pienso
que toda desconfianza nuestra respecto de Dios sería para Él una verdadera
injuria, algo que le heriría demasiado, si no fuera más bien fruto de nuestra
ignorancia. Es decir, nos perdona Nuestro Señor la ofensa que le hacemos al
desconfiar de El, por la misma razón por la que pedía perdón para sus verdugos,
"porque no saben lo que hacen".
Pero
realmente esa desconfianza es algo muy injurioso para Nuestro Señor.
¿Desconfiar de Dios no es juzgar su Corazón como el nuestro, limitado y mezquino,
estrecho y ruin, susceptible y quisquilloso?
Muchísimas
almas, cuando han tenido la desgracia de cometer una falta, lo primero que
hacen es retirarse de Nuestro Señor.
¡Cosa
extraña! Se retiran de Nuestro Señor, y ¿cuándo piensan volver a Él? Tal vez cuando
se hayan confesado. Pero ¿cómo se pueden confesar sin acercarse a Jesús? Porque
¿quién las lava? ¿Quién las limpia?
Me
contestarán que, sin duda, Nuestro Señor, pero por medio de su ministro, y que
les da menos pena ir con éste. Como cuando una persona está resentida con otra,
si necesita un favor de ella no se atreve a pedírselo directamente y se vale de
un tercero. ¡Qué aberración! ¿Cómo es posible tener más confianza en el
sacerdote, por santo que sea, que en Jesús mismo?
Y
si Él es el único que nos puede purificar, el único que nos puede perdonar, ¿a
quién hemos de acudir sino a Él?
Por
consiguiente, cuando tengamos la desgracia de cometer una falta, sea cual
fuere, pecado venial o mortal, hasta un crimen o delito castigado con
excomunión, lo primero que debemos hacer es arrojarnos en los brazos de Nuestro
Señor, llenos de dolor, pero también llenos de confianza.
¡Cuánto
tiempo se pierde en esa actitud de alejamiento de las almas cuando han cometido
una falta! ¿Qué esperan? ¡Si el único que puede purificarlas es Jesús!...
Es
también juzgar a Nuestro Señor de una manera muy humana; porque cuando hemos
ofendido a un hombre, está muy justificada esa espera. Es muy natural que al
verse ofendido, la pasión se levante en él, y es necesario esperar a que la
pasión pase y su ánimo se calme.
Pero
Nuestro Señor está siempre calmado; ¿para qué entonces esperamos? Al fin y al
cabo, iremos a dar a sus brazos, porque en otros no hay esperanza, ni paz, ni
perdón, ni nada; entonces, cuanto antes mejor, que Él los tiene siempre
abiertos...
Y
lo que vengo diciendo no es una doctrina nueva, inventada por Santa Teresa del
Niño Jesús, ni menos una doctrina del siglo XX; es tan antigua como el
Evangelio. En él, Nuestro Señor nos la da a conocer de una manera insistente y
clarísima. Lo que sucede es que no acertamos a leer el Evangelio o no lo
tomamos en serio.
Tomemos,
por ejemplo, la parábola del hijo pródigo. Aquel joven no había cometido
pecados veniales, sino pecados muy graves; se había separado de la casa de su
padre, le había exigido su herencia para dilapidarla en una vida desordenada, y
si ahora volvía, no era tanto por amor a su padre cuanto porque la necesidad le
obligó. Hasta que se ve degradado, hambriento y sin esperanza, piensa volver a
su padre y pedirle perdón.
El
padre, todo el tiempo que su hijo vivió lejos de él, salía todos los días al
camino a ver si acaso le veía regresar. Y cuando un día le ve venir a lo lejos,
corre a su encuentro le abraza y ni siquiera le da tiempo de decirle la fórmula
que tenía preparada...
¿Quién
es el padre del hijo pródigo? ¿No es Jesús? ¿No nos revela en esa parábola su
propio Corazón? ¿No nos enseña que cuando nos alejamos de El sale a buscarnos,
nos está esperando, y cuando nos ve de lejos corre a nuestro encuentro, nos
abre los brazos, nos abre su mismo Corazón y nos hace fiesta?...
Y
en esa misma parábola está lo que me atreví a decir, que así como en una madre,
cuando su hijo la ha ofendido, se exalta y se aviva su ternura maternal, así,
nuestro Señor, cuando caemos y nos alejamos de Él, nos ama con más ternura.
Recordemos
que el hermano del hijo pródigo se llenó de sentimiento y con aparente razón.
"Yo -decía- siempre he amado a mi padre, he estado siempre a su lado y
nunca le he dado nada en qué sentir: sin embargo, nunca me ha dado un cabrito
para comerlo con mis amigos. Y a éste, que dilapidó su herencia llevando una
vida desordenada, vuelve y le hacen fiesta."
Y
Nuestro Señor, para que no fuéramos a pensar que tenía otra explicación este
incidente, nos dice con toda claridad: "Habrá más regocijo en el Cielo por
un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que
perseveren." ¿No es esto indicarnos en alguna forma que Nuestro Señor
manifiesta especial ternura cuando un alma caída se arrepiente y vuelve a sus
brazos?
Ahí
está también la parábola del buen pastor que va a buscar la oveja perdida,
dejando a las noventa y nueve fieles. Por senderos abruptos y por espesos
breñales va el buen pastor buscándola incansablemente. Y cuando al fin la
encuentra, no la riñe, no la azota, la toma dulcemente en sus brazos, la coloca
en sus hombros y la vuelve al aprisco. Así es el Corazón de Jesús.
Y
no sólo en sus parábolas, sino en sus enseñanzas expresas y claras nos enseña
la misma verdad. Porque todavía podría objetarse que no entendemos bien las
parábolas. Pero no queda duda alguna, cuando el mismo Cristo Nuestro Señor nos
dice explícitamente: "Yo no vine a buscar a los justos, sino a los
pecadores. No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los
enfermos."
Por
otro camino podemos llegar a la misma conclusión.
Cuando
tenemos la desgracia de caer, ciertamente cometemos una ingratitud con quien
tanto nos ama; pero al mismo tiempo se pone al descubierto nuestra miseria, y
sentimos, juntamente con el dolor de haber pecado, la vergüenza de ver al
descubierto nuestra miseria y ruindad. Y esta miseria tiene el misterioso
privilegio de atraer a Nuestro Señor.
Es
difícil comprenderlo, pero es una verdad incontestable; lo que atrae a Nuestro
Señor es nuestra nada y nuestra miseria.
Necios
de nosotros, que andamos creyendo que lo que atrae a Nuestro Señor son nuestras
prendas naturales, nuestras buenas obras, nuestras virtudes; y por eso muchas
veces queremos como lucir todo eso cuando nos presentamos delante de Él.
Es
clarísima y luminosa la doctrina aquí expuesta por pluma tan autorizada, y está
muy lejos de necesitar explicación alguna. Sin embargo, como puede haber algún
espíritu estrecho que la entendiera mal, no está de más una aclaración.
Cometería
un grave error quien pretendiera sacar esta conclusión: si las buenas obras no atraen
a Nuestro Señor, ¿para qué preocuparse en practicar virtudes y hacer buenas
obras?
Si
se me perdona la palabra, yo diría que todo eso es una especie de cursilería
espiritual.
Así
como las pueblerinas piensan que la elegancia y la manera de atraer las miradas
en sociedad es ponerse muchos perifollos, así, las almas que padecen esta
cursilería espiritual y son legión quieren también llenar de perifollos el alma
y presentarse delante de Nuestro Señor muy ataviadas con sus pretendidas
virtudes y cualidades.
De
esta enfermedad padecía el fariseo del Evangelio cuando se presentó delante de
Nuestro Señor, y en pie comenzó a decir: "Yo ayuno dos veces por semana,
yo pago los diezmos, y no soy como los demás".
¡Cursilería
espiritual!
Y
ya vemos cómo se indignó Nuestro Señor con el fariseo y cómo lo que le atrajo
fue la miseria confesada y reconocida del pobre publicano: "Señor, ten
lástima de este pecador."
Esta
misma enseñanza nos la da la Santísima virgen cuando dice que Dios hizo en Ella
cosas grandes «porque vio la bajeza de su esclava." Tal vez pensamos que
esto lo dice la Santísima Virgen por humildad. Sin duda alguna, pero
precisamente porque es humilde, dice la verdad.
Y
la verdad es que aun en Ella Nuestro Señor no encontró, no pudo encontrar sino
lo que encuentra en todas las criaturas: bajeza y nada.
Desde
luego, e independientemente de todo, las virtudes y las buenas obras son algo
estrictamente obligatorio.
Por
otra parte, las buenas obras son fruto más de la gracia, es decir, de Dios, que
del alma. En las buenas obras no pone el alma más que dos cosas: primera, todo
lo que hay en ella de imperfecto y deficiente a causa de nuestro egoísmo, falta
de pureza, de intención, etc. Segunda, lo único bueno que en la práctica de la
virtud nos corresponde es la correspondencia a la gracia. Pero esta cooperación
es algo muy misterioso, porque también en ella tiene mucha parte la gracia: la
correspondencia a la gracia es también una gracia.
Por
ese poco bueno que hay de nosotros en la práctica de las virtudes y en las
buenas obras, Dios las acepta complacido y las premia, como un padre que da a
su hijo todo lo que éste tiene y, sin embargo, acepta complacido el obsequio
que de sus propios dones le hace su hijo.
Tal
vez creemos que lo que en la Santísima Virgen atrajo a Nuestro Señor fue su
pureza, fue su humildad. No; la pureza y la humildad y todas las gracias que
recibió la Santísima Virgen fueron posteriores al amor de Dios; primero se enamoró
Dios de Ella, y porque se enamoró de Ella, la enriqueció con tantas gracias.
De
manera que antes de todas esas virtudes, gracias y riquezas espirituales, lo
que vio en María es lo que ve en toda criatura que por sí misma no es más que
bajeza y nada.
Una
comparación nos hará comprender mejor esta doctrina. Supongamos que un rey se
enamora de una campesina, y porque se enamora de ella le regala ricos vestidos
y valiosas joyas, ¿Quién va a creer que lo que le atrajo al rey en la campesina
fueron los vestidos y las joyas? De ninguna manera, porque esas fueron
donaciones posteriores del rey; antes había algo en la campesina que le atrajo.
De
la misma manera, no pueden atraer a Nuestro Señor en nuestra alma las
vestiduras y joyas espirituales con que Él mismo nos ha ataviado, porque todo
eso es una donación de su amor. Antes, algo en nosotros le atrajo, y eso no
puede ser sino lo único que por nosotros mismos tenemos, nuestra miseria y
nuestra nada.
De
aquí que nuestra miseria y nuestra nada sean nuestros títulos para ser amados.
De manera que cuando nos presentemos delante de Dios, en lugar de hacer
ostentación de pretendidas virtudes, debemos reconocer y confesar nuestra
miseria y nuestra nada, porque eso es lo que atrae a Dios.
Por
eso no me canso de repetir que hay un medio infalible para atraer a Nuestro
Señor y- me atreveré a decirle para hacer de El lo que queramos: es nuestro
anonadamiento. Un alma que se anonada es poderosísima delante de Dios. Si lo
acabáramos de comprender ¡cómo se transformaría nuestra vida! Y, por añadidura
se acabaría esa cursilería espiritual, que es tan común en las almas.
Y
por eso cuando caemos, cuando sentimos más vivamente nuestra miseria y nuestra
nada, es cuando en cierto sentido Nuestro Señor nos manifiesta más ternura y
misericordia; porque la caída hizo que sacáramos a relucir nuestra nada, que
ostentáramos nuestra miseria, y entonces se siente Dios más atraído y parece
que nos ama más.
En
todo caso, esas buenas obras son posteriores al amor y a las gracias de Dios.
Porque Dios nos ama, nos ha dado su gracia para hacer el bien. Luego esas
buenas obras no han sido la causa de que Dios se haya bajado hasta nuestra
miseria, sino nuestra misma miseria y nada.
De
manera que si Nuestro Señor nos ama, a pesar de nuestras miserias y aun de
nuestros pecados, quiere decir que, aun cuando tengamos la desgracia de caer,
no debemos perder la confianza y la paz.
¿Tuve
la desgracia de pecar? Me arrepentiré cuanto antes, haré pedazos mi corazón de
dolor, pero no perderé mi paz, pues yo sé que Nuestro Señor me ama aun caído.
Borraré mi pecado con la contrición, lo expiaré con la penitencia; pero al
mismo tiempo me arrojaré en los brazos de Jesús y... ¡me quedaré en paz!
En
resumen y conclusión: seamos muy delicados con Nuestro Señor, y cuanto más
delicados, mejor; evitemos cuidadosamente no sólo las faltas graves, sino aun
cualquier pecado venial deliberado; pero nunca perdamos la confianza y la paz,
sino que con el corazón lleno de dolor, arrojémonos en los brazos y en el
Corazón amantísimo de Jesús.
Mons. Luis María Martínez, Arzobispo
Primado de México (1937-1956)
“Vida espiritual”.