No
todo lo que hay en la Suma Teológica de Santo Tomás es sólo para teólogos. Una
de las perlas más accesibles y útiles, es su tratadito acerca de los bienes del
matrimonio (Suplemento, q. 49).
Comienza
diciendo: "Ningún hombre sabio debe
experimentar menoscabo, si este no va compensado por un bien igual o mayor".
Y, observa, el matrimonio trae aparejado consigo bienes y males. Quien se casa
acepta sufrir éstos por alcanzar aquéllos.
Hasta
esta frase todo el mundo está de acuerdo. Pero de aquí en más, y asusta
comprobarlo, entre lo que enseña Santo
Tomás, resumiendo toda la tradición y buen sentido cristianos, y el sentir común de hoy, no sólo hay
divergencia sino una exacta y total inversión. Los que para el Doctor de la
Iglesia son males ahora se los llama bienes, y a los que declara bienes, males.
Quede claro que hablamos de los que se consideran católicos y sinceramente
quieren serlo.
Aunque
debemos reconocer que tanto en los tiempos de mucha fe, como los de Santo
Tomás, cuanto en los de mucha incredulidad, como hoy, muchos renuncian al
matrimonio (claro que ayer renunciaban antes de casarse por entregarse a Dios,
y hoy renuncian después, por entregarse a... Dios sabe qué...). Sin embargo,
tanto antes como ahora, la gran mayoría se sigue casando. Y es curioso,
porque a pesar de esa exacta inversión de valores, el saldo sigue considerándose
positivo.
¿Cuáles
son, según Santo Tomás, los males que trae aparejado? Son dos. En primer
lugar, un detrimento en la actividad
espiritual del hombre, por la vehemencia de las pasiones propia del trato
conyugal. Y en segundo lugar, la "tribulación de la carne", es
decir, las preocupaciones y trabajos ocasionados por las necesidades
temporales.
Pero
estos males no pequeños, se ven largamente superados por tres grandes bienes:
la prole, la fidelidad y el sacramento.
Son los hijos, la prole, el primer y gran bien del matrimonio. Aquello en
vista de lo cual Dios lo instituyó. El segundo bien es la fidelidad, por el que
el hombre se une con una única mujer, y la mujer con un único hombre, teniendo
uno en el otro un apoyo en el que podrán confiar. Y el tercer bien, sello
sagrado de los demás, es el sacramento, por el que el matrimonio se ve
transformado por Dios en lazo indisoluble y fuente de santidad para toda la
familia.
¿Y
qué mueve hoy, en cambio, a muchos católicos a casarse? Pues principalmente los sentimientos y la pasión, que para
un cristiano pueden satisfacerse legítimamente sólo dentro del matrimonio. Y
en segundo lugar, las conveniencias
prácticas: que haya quien le barra el piso y le tenga lista la comida,
quien le dé un techo y con qué hacer de comer. Y por estas razones, como
hombres sabios, aceptan la pesada carga
de los pocos hijos que escapan a sus cuidados; el resignarse un poco sólo exteriormente
al único cónyuge; y someterse como un condenado, a la cadena perpetua de la
indisolubilidad.
Dijimos
que comprobábamos con susto esta total inversión de lo que es el matrimonio.
¡Con terror!, habría que decir. Porque no se trata solamente de la pérdida de
verdades de fe, lo que ya es gravísimo; sino de la corrupción misma de la razón
natural, lo que es aún peor. Porque un incrédulo se puede convertir a Dios,
¡pero un insensato no!
Evidentemente,
para creer es necesario no estar loco. Pero para la fe no basta el uso de
razón, se hace necesario el uso correcto de la razón natural. Hay una estrecha
y mutua relación entre la fe y el buen sentido de las cosas naturales: nuestra
mente se eleva al conocimiento de los misterios divinos apoyada en comparaciones
con las realidades naturales. Y la luz de esos misterios hace que comprendamos
de un modo nuevo, mucho más profundo, las verdades de las que partimos. Esta
es la explicación teológica del gran sentido común de un buen cristiano, y de
la dificultad de ser cristiano al que le falta sentido común.
No
hacía falta la Revelación para saber que los hijos son la gran recompensa del
matrimonio, que la fidelidad es un gran bien y la indisolubilidad es, al
menos, necesaria. Pero sólo la luz divina del misterio de Cristo podía
descubrir a los ojos del fiel la grandeza inmensa de esos bienes. "Grande es este sacramento" exclama
San Pablo hablando del matrimonio, "mas
yo lo digo en Cristo y la Iglesia" (Efesios 5,32). Solamente al dirigir
la mirada al misterio de amor y de unión entre Cristo y su esposa la Iglesia,
se puede sospechar la grandeza del matrimonio cristiano, ya que éste es como un
reflejo o imagen de aquel otro Gran
Misterio de fecundidad, de fidelidad y de santificación.
Misterio de fecundidad:
Cristo dio toda su Sangre para hacer fecunda a la Iglesia, y la Iglesia ardió
en deseos de darle hijos. En todos los pueblos los engendró, generosa, porque
es Católica; y puesto que es Apostólica los dio a luz, incansable, en todos
los tiempos. ¿Qué padres verdaderamente cristianos harán regateos aún con el
último de sus hijos, cuando hasta tal punto los quiso Cristo?
Misterio de fidelidad:
porque fue toda su Sangre la que Cristo dio, y nada guardó sin dárselo, no
hubo otra Iglesia que pudiera ser objeto de su amor. Por eso la Iglesia es Una,
y con ojos para un único Señor. Es contemplando este amor único, exclusivo
porque es total, que los esposos cristianos aprenden a amarse: "maridos, amad a vuestras mujeres como
Cristo amó a su Iglesia", "y
como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo"
(Efesios 5,25- 24).
Misterio de
santificación: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla"
(ibid.). Es por su unión indisoluble a Cristo en la Cruz que la Iglesia es
Santa, y fuente inagotable de santidad. Así el matrimonio cristiano, elevado a
la dignidad de sacramento, es una de las siete fuentes que derraman entre los
hombres la santidad que viene de la Cruz. Fuente de santidad en la medida en
que es informado por la caridad y por el espíritu de sacrificio.
Esposos católicos,
en estos tiempos de confusión tan profunda y universal, deben dirigir sus
miradas a la Cruz, contemplar allí el misterio de la unión entre Cristo y la
Iglesia, para redescubrir la grandeza del matrimonio cristiano. El día de
mañana sus hijos, teniendo en ustedes la fiel imagen de ese misterio de fecundidad,
de fidelidad y de santificación, fácilmente comprenderán porqué la Iglesia es
Católica, Apostólica, Una y Santa.
Qué
difícil le es comprender a ese par de sobrevivientes del egoísmo de sus
padres, que la Iglesia se desangre en las misiones. Qué difícil, cuando han
visto separarse a los que fueron sus padres y echarse en brazos de extraños,
entender que Cristo no puede repartir su amor a pedazos entre una multitud de
sectas y religiones; y, por lo mismo, qué difícil descubrir que el ecumenismo
conciliar es una mentira. Qué difícil creer que sólo en la Iglesia se pueda
nacer y crecer, que sea el único hogar de la vida de la gracia, cuando nunca
sintieron, pobrecitos, el calor de una familia.
P. Álvaro Calderón – Iesus Christus N° 21, Junio-Julio de
1992.