martes, 12 de julio de 2016

EL DEBER CRISTIANO DE LA LUCHA






La Lucha Contra las Tentaciones de la Tibieza



Por Antonio Caponnetto

Pero si ha de concluirse en que la tibieza es el gran obs­táculo para emprender el combate, ha de saberse también que la misma no es insalvable. Casi valdría la paradoja de afirmar que contra ella tiene que llevarse a cabo la primera contienda para que todas las demás sean posibles.
Es innegable que las dificultades arrecian. Por un lado, la gran tentación de un cristianismo sin Cruz. Un cristianismo en contravención con la advertencia de Cristo y a través del cual se perderá la vida por intentar salvarla. Las cruces que nos acosan son múltiples, pero ninguna más sutil y terrible que la insinuación de despojarnos de ellas. De comportarnos como si no existie­ran, amparados en la utilidad de la vida cómoda y en las mu­chas ocupaciones laborales. Renunciar a la comodidad no es sólo ni principalmente dejar de lado el confort superfluo. Es algo más difícil aún: estar preparados para la incomodidad de saberse señalado y perseguido, de saber que no podrá contarse con el éxito mundano ni con el reconocimiento de los podero­sos ni con el aplauso de las multitudes. Y en la soledad y la ad­versidad, saberse al fin, fiel a uno mismo y continuar andando.
Por otro lado, la gran tentación de bajar la guardia, de resignarse a un cristianismo en paridad de condiciones con el error y convertido en una religión más. Los católicos corrien­tes ya no creen ni afirman, ni sostienen ni defienden que la suya sea la Religión Verdadera. Tampoco se oye esta esencial de­claración en boca de muchos pastores o autoridades eclesiales destacadas. La Iglesia Católica, dicen en cambio, debe as­pirar a un mero reconocimiento en el mosaico de iglesias y creencias. Y no faltan algunos que, confundiendo las prerro­gativas y los derechos de la Verdad con privilegios o regalías particulares, rechazan incluso cualquier natural prevalencia que pudieran conservar aún el catolicismo en las sociedades que él ayudó como nadie a constituir. Este conformarse cada vez con menos en el orden de los bienes espirituales, es típico del pecado de la tibieza. Nada tiene que ver con la humildad, pe­ro sí, y mucho, con la imperdonable cobardía de permitir que el trigo sea nivelado con la cizaña y acabe asfixiado por ella.



Este igualitarismo fatal, que vuelve innecesaria e inútil la lucha pues no hay Bien que sostener ni Mal que refutar, sino medios bienes y males que componer sin remordimientos, se completa con una tercera tentación casi convertida en moda: la moderación. No la que brota de la templanza y como tal, ha­cedora de la mesura y de la sobriedad en la conducta, sino la que es poquedad y flojera, medianía y suavidad empalagosa, falta de vigor para exaltar la Verdad y proclamar su alabanza a los cuatro rumbos. El moderado es el cristiano módico. Pendiente de los respetos humanos, de la oportunidad, y del decir de los personajes encumbrados. Absolutamente incapaz de la confrontación y la pelea, y por lo mismo, hábil malabarista de opiniones y pensamientos. El gracejo hispano ha acuñado para tales sujetos el irreemplazable mote de pasteleros.
Alguien —casi todo el mundo en rigor— le ha hecho creer al moderado que la civilización se identifica con la capacidad de negociarlo todo, y que la lucha es rémora del pasado y blasón de barbarie. Un cristiano "civilizado", "aggiornado" y "al día", no riñe ni batalla ni polemiza ni se deja sacudir de indigna­ción: concilia, compone, arregla, conversa. A lo sumo tendrá conflictos y ahogos que se le irán con un buen analista, el cual le recomendará la panacea universal de la tolerancia, asumi­da conscientemente a riesgo de convertirse en un fanático.
Pocos como Chesterton han hecho la radiografía exacta del pacifista y de la sociedad enferma de falsa moderación, que considera perturbadores y locos a los que están dispuestos a combatir los únicos combates legítimos: los que se libran por Dios y por la Patria, por los altares y los hogares, por la sagrada tradición y los dogmas incontrovertibles, por los misterios que están más allá de la razón y las realidades celestes que hacen inteligibles y dignas las terrenas. Pero pocos también como este gran gladiador de la Fe, han dejado para la historia de la me­jor literatura cristiana, retratos vivos y aleccionadores del combatiente de Cristo. Cruzados como Mac Ian, hidalgos co­mo Adam Wayne, caballeros como Mr. Herne, u osados reac­cionarios como Dalroy y Pump de La Hostería Volante, figuras todas representativas de la dase de hombres que requiere la catolicidad: listos en todo momento a batirse contra herejes y herejías, a no rehuir las controversias, a provocar y desafiar a los miserables profanadores de la Verdad, a los blasfemos y a los sacrílegos. Listos —con todo el cuerpo y el alma en pugna pidiendo restauración y reconquista— a dar la sangre y el aliento por la custodia del Sagrario. Listos a preservar la tierra carnal y el paisaje nativo donde fuimos bautizados y donde concebimos a nuestros hijos, a la sombra de un Crucifijo. Listos a no tolerar profanaciones y agravios y a castigar a los perjuros condignamente. Listos—eternamente listos—a cruzar espadas con cualquiera que osara rozar la grandeza sin mancha de la gloriosa Cristiandad. Hombres que el mundo consideró locos, extravagantes, raros y desaforados. Que nunca fueron comprendidos por los moderados, que se acaloran por las tasas de interés y se matan por las cotizaciones de la bolsa. Hombres que están a la diestra del Padre, de guardia permanente, con sus aceros flamígeros, sus risas francas y alegres, y la obstinada costumbre de no dar ni pedir tregua.
Pero con la gracia de Dios es posible encontrar los antí­dotos para vencer a la tibieza y a sus tentaciones. Los antído­tos son necesariamente las virtudes y los atributos morales que derivados de ellas hacen del hombre un ser combativo y du­ro de rendir. Es preciso, por supuesto, cultivar todas las vir­tudes, y tal vez, de un modo especial en estos tiempos, la for­taleza y la paciencia, la perseverancia y la magnanimidad. Fortale­za para atacar, pero ante todo para resistir, que —llevado al grado heroico— es la substancia misma del martirio. Paciencia para sobrellevar con entereza los pesares sin poner límites subjeti­vos a las pruebas que se nos envían ni caer tampoco en velei­dades estoicas. La paciencia del Señor que pidió se le aparta­ra el cáliz de amargura, pero por sobre todo, pidió que se cumpliera la voluntad del Padre. Perseverancia para persistir y prolongar la contienda aunque ésta parezca no tener fin ni nos resulte favorable. Saber con ella que uno es el tiempo de la siembra y otro el de la cosecha. Y magnanimidad para ape­tecer lo egregio, lo superior, lo grande, y aborrecer las múlti­ples formas que toma la medianía encandilando nuestros sentidos.


Antonio Caponnetto, “El deber cristiano de la lucha”, Ediciones Scholastica, Buenos Aires, 1992.