La Lucha Contra las
Tentaciones de la Tibieza
Por Antonio Caponnetto
Pero
si ha de concluirse en que la tibieza es el gran obstáculo para emprender el
combate, ha de saberse también que la misma no es insalvable. Casi valdría la
paradoja de afirmar que contra ella tiene que llevarse a cabo la primera
contienda para que todas las demás sean posibles.
Es
innegable que las dificultades arrecian. Por un lado, la gran tentación de un cristianismo sin Cruz. Un cristianismo
en contravención con la advertencia de Cristo y a través del cual se perderá la
vida por intentar salvarla. Las cruces que nos acosan son múltiples, pero
ninguna más sutil y terrible que la insinuación de despojarnos de ellas. De
comportarnos como si no existieran, amparados en la utilidad de la vida cómoda
y en las muchas ocupaciones laborales. Renunciar a la comodidad no es sólo ni
principalmente dejar de lado el confort superfluo. Es algo más difícil aún:
estar preparados para la incomodidad de saberse señalado y perseguido, de saber
que no podrá contarse con el éxito mundano ni con el reconocimiento de los
poderosos ni con el aplauso de las multitudes. Y en la soledad y la adversidad,
saberse al fin, fiel a uno mismo y continuar andando.
Por
otro lado, la gran tentación de bajar la guardia, de resignarse a un
cristianismo en paridad de condiciones con el error y convertido en una
religión más. Los católicos corrientes ya no creen ni afirman, ni sostienen ni
defienden que la suya sea la Religión Verdadera. Tampoco se oye esta esencial
declaración en boca de muchos pastores o autoridades eclesiales destacadas. La
Iglesia Católica, dicen en cambio, debe aspirar a un mero reconocimiento en el mosaico de iglesias y creencias. Y no faltan
algunos que, confundiendo las prerrogativas y los derechos de la Verdad con
privilegios o regalías particulares, rechazan incluso cualquier natural
prevalencia que pudieran conservar aún el catolicismo en las sociedades que él
ayudó como nadie a constituir. Este conformarse cada vez con menos en el orden
de los bienes espirituales, es típico del pecado de la tibieza. Nada tiene que
ver con la humildad, pero sí, y mucho, con la imperdonable cobardía de
permitir que el trigo sea nivelado con la cizaña y acabe asfixiado por ella.
Este igualitarismo fatal, que vuelve innecesaria e inútil la lucha pues no hay Bien que sostener ni Mal que refutar, sino medios bienes y males que componer sin remordimientos, se completa con una tercera tentación casi convertida en moda: la moderación. No la que brota de la templanza y como tal, hacedora de la mesura y de la sobriedad en la conducta, sino la que es poquedad y flojera, medianía y suavidad empalagosa, falta de vigor para exaltar la Verdad y proclamar su alabanza a los cuatro rumbos. El moderado es el cristiano módico. Pendiente de los respetos humanos, de la oportunidad, y del decir de los personajes encumbrados. Absolutamente incapaz de la confrontación y la pelea, y por lo mismo, hábil malabarista de opiniones y pensamientos. El gracejo hispano ha acuñado para tales sujetos el irreemplazable mote de pasteleros.
Alguien
—casi todo el mundo en rigor— le ha hecho creer al moderado que la civilización
se identifica con la capacidad de negociarlo todo, y que la lucha es rémora del
pasado y blasón de barbarie. Un cristiano "civilizado",
"aggiornado" y "al día", no riñe ni batalla ni polemiza ni
se deja sacudir de indignación: concilia, compone, arregla, conversa. A lo
sumo tendrá conflictos y ahogos que se le irán con un buen analista, el cual le
recomendará la panacea universal de la tolerancia, asumida conscientemente a
riesgo de convertirse en un fanático.
Pocos
como Chesterton han hecho la radiografía exacta del pacifista y de la sociedad
enferma de falsa moderación, que considera perturbadores y locos a los que
están dispuestos a combatir los únicos combates legítimos: los que se libran
por Dios y por la Patria, por los altares y los hogares, por la sagrada
tradición y los dogmas incontrovertibles, por los misterios que están más allá
de la razón y las realidades celestes que hacen inteligibles y dignas las
terrenas. Pero pocos también como este gran gladiador de la Fe, han dejado para
la historia de la mejor literatura cristiana, retratos vivos y aleccionadores
del combatiente de Cristo. Cruzados como Mac
Ian, hidalgos como Adam Wayne, caballeros
como Mr. Herne, u osados reaccionarios
como Dalroy y Pump de La Hostería
Volante, figuras todas representativas de la dase de hombres que requiere la
catolicidad: listos en todo momento a batirse contra herejes y herejías, a no
rehuir las controversias, a provocar y desafiar a los miserables profanadores
de la Verdad, a los blasfemos y a los sacrílegos. Listos —con todo el cuerpo y
el alma en pugna pidiendo restauración y reconquista— a dar la sangre y el aliento
por la custodia del Sagrario. Listos a preservar la tierra carnal y el paisaje
nativo donde fuimos bautizados y donde concebimos a nuestros hijos, a la sombra
de un Crucifijo. Listos a no tolerar profanaciones y agravios y a castigar a
los perjuros condignamente. Listos—eternamente listos—a cruzar espadas con
cualquiera que osara rozar la grandeza sin mancha de la gloriosa Cristiandad.
Hombres que el mundo consideró locos, extravagantes, raros y desaforados. Que
nunca fueron comprendidos por los moderados, que se acaloran por las tasas de
interés y se matan por las cotizaciones de la bolsa. Hombres que están a la
diestra del Padre, de guardia permanente, con sus aceros flamígeros, sus risas
francas y alegres, y la obstinada costumbre de no dar ni pedir tregua.
Pero
con la gracia de Dios es posible encontrar los antídotos para vencer a la
tibieza y a sus tentaciones. Los antídotos son necesariamente las virtudes y
los atributos morales que derivados de ellas hacen del hombre un ser combativo
y duro de rendir. Es preciso, por supuesto, cultivar todas las virtudes, y
tal vez, de un modo especial en estos tiempos, la fortaleza y la paciencia, la
perseverancia y la magnanimidad. Fortaleza para atacar, pero ante todo para resistir, que —llevado al grado
heroico— es la substancia misma del martirio. Paciencia para sobrellevar con
entereza los pesares sin poner límites subjetivos a las pruebas que se nos
envían ni caer tampoco en veleidades estoicas. La paciencia del Señor que
pidió se le apartara el cáliz de amargura, pero por sobre todo, pidió que se
cumpliera la voluntad del Padre. Perseverancia para persistir y prolongar la
contienda aunque ésta parezca no tener fin ni nos resulte favorable. Saber con
ella que uno es el tiempo de la siembra y otro el de la cosecha. Y magnanimidad
para apetecer lo egregio, lo superior, lo grande, y aborrecer las múltiples
formas que toma la medianía encandilando nuestros sentidos.
Antonio Caponnetto, “El deber cristiano de la lucha”,
Ediciones Scholastica, Buenos Aires, 1992.