sábado, 25 de julio de 2015

LA INMACULADA CONCEPCIÓN ESPERANZA DE LA CRISTIANDAD – P. ENRIQUE RAMIÈRE S.J.








Pío IX, Vicario de Jesucristo, con el aplauso unánime del mundo católico, rodeado del Episcopado que, como nunca, aparecía íntimamente unido y dócilmente sumiso a su Cabeza, otorgó este triunfo magnífico a María, que proyectó un brillo incomparable sobre las prerrogativas del Pontificado y sobre las perspectivas de la Iglesia.

Y entonces, en nombre de esta misma santa Iglesia de la que es a la vez intérprete y doctor, después de enseñarle con infalible autoridad lo que precisa creer con respecto a la Concepción de María, expresó con las siguientes consoladoras palabras lo que le es dado esperar como resultado del triunfo otorgado a su augusta Reina: Confiamos, con certísima esperanza y absoluta fe, que la bienaventurada Virgen quiera hacer que tú Santa Madre Iglesia, libre ya de dificultades y victoriosa de todo error, florezca en todas las naciones, para que las almas erradas vuelvan a la senda de la verdad, y se haga un solo rebaño y un solo Pastor.

Mas, ¿qué relación habrá entre la definición de un dogma que sólo interesa a la piedad de una selección, y el triunfo de la Iglesia por medio de la conversión del universo?

En primer lugar, podemos aducir el sentimiento unánime de esta multitud de almas sencillas y despreciables, según el mundo, que forman la parte principal y, sobre todo, la parte más selecta del cuerpo de la Iglesia.

Tenemos también la eficacia de la mediación de María. Se ha dicho que así como Jesucristo vino al mundo por la Santísima Virgen, también por Ella deberá reinar en el mismo. Efectivamente, Dios, que gusta de hacer el honor a sus criaturas de que colaboren con Él en todas sus obras, quiso que la Humanidad no permaneciera extraña a la más divina de todas y de la que le provendría su salvación; y fue María, pura por excepción entre nuestra raza culpable, la que proporcionó a Dios esta colaboración tan gloriosa para ella y para nosotros. Fue la humana mediadora en la concepción del divino Mediador. Tal es su misión y, al mismo tiempo, la explicación de sus incomparables prerrogativas.

Mas esta misión de su Madre, no se limitará al nacimiento del Verbo encarnado; proseguirá, no tan sólo durante la vida mortal del divino Salvador, sino también en todas las fases de esta segunda existencia por la que vive en la Iglesia y que empieza al terminar su vida mortal. Es más: aun antes de nacer, María se nos muestra como la mediadora por la que el Salvador debía revelarse y darse al mundo.

Recordemos la promesa que rehabilitó, después de su caída, a nuestro primer padre, y en virtud de la cual el mundo antiguo ha podido participar de los frutos de la Redención futura. Y al llegar al cumplimiento de la promesa, al realizarse en el tiempo la obra divina, siempre y en todas partes veremos a María preceder y abrir paso a Jesús. Entre sus brazos se mostró a los pastores, primicias de la Iglesia de los judíos, como a los magos, primicias de la de los gentiles. Apóstol dé los Apóstoles y Evangelista de los Evangelistas, ella reveló por su medio a la Iglesia entera las circunstancias de la Encarnación y Nacimiento del Hijo de Dios. Cuando este divino Salvador deberá, con su sangre, poner el último sello a su alianza, María estará allí para testimoniar tal alianza en nombre de la Humanidad, y recibirá esta sangre y agua salidas del Corazón entreabierto de Jesús, que, según los Santos Padres, han sido como las fuentes de vida de la Iglesia. Su seno será, pues, la tierra bendita que, luego de recibir el grano de trigo destruido por la muerte, lo hará renacer centuplicado; será, finalmente, el paraíso terrenal en donde será formada la esposa del nuevo Adán, sacada, como la primera Eva, del costado de su esposo, adormecido con misterioso sueño. Y cuando, más adelante, esta Iglesia, concebida en el Calvario, nazca en el Cenáculo y reciba el Espíritu de Vida en su plenitud, será también por las plegarias e intercesión de María que este Espíritu se derramará sobre ella.

¿No es todo ello suficiente para establecer los derechos al título de Corredentora que la Iglesia siempre le dispensó? ¿Va a extrañarnos que, después de recibir de esta misericordiosa Medianera a Jesucristo, autor de su vida, y al divino Espíritu que es de ella principio, la Iglesia haya siempre reconocido con tanta confianza su patronato?

La economía de la Providencia es siempre la misma: Jesús mostrándose al mundo en brazos de María.

Y en la actualidad, ¿qué queda por hacer? Completar la Redención por la realización de todos sus frutos, con la plena manifestación de Jesús al mundo, disipando todas las nubes que ocultan aún a la vista de los hombres la belleza de su divino rostro, y removiendo los obstáculos que se oponen al pleno advenimiento de su Reinado. Tan gran acontecimiento no puede producirse sin un preludio digno de él. Mas, ¿cómo hallar mejor preludio que la manifestación completa de todos los privilegios de María y, principalmente, de este privilegio incomparable que precedió a todos los demás, en el tiempo, y que ha sido como la piedra angular del edificio magnífico de Gracia que Dios ha levantado en el alma de tan gloriosa Virgen: su Inmaculada Concepción?

Finalmente, para acabar de comprender las relaciones que existen entre este dogma de la Inmaculada y las esperanzas que la Iglesia ha puesto en su solemne definición, consideremos este dogma en sí mismo y veremos que si su definición debe ser para la sociedad señal de gran renovación, será al mismo tiempo el remedio indicado para curar los males que la aquejan.

Por esta definición dogmática propone la divina Providencia a la sociedad moderna una conciliación. Nuestro siglo es, ante todo, orgulloso. Sus conquistas sobre la materia, sus descubrimientos, los prodigios de su industria, lo han infatuado hasta el delirio. No puede hablársele de caída ni de corrupción original, de inclinaciones a combatir ni de sacrificios a realizar; según él, el mal no existe en los individuos, sino sólo en la mala organización de la sociedad, y su redención consistirá en renovarla, encontrando una organización en que todas las pasiones hallen su entera satisfacción.

Pues bien, al obligar a este siglo a celebrar como un privilegio incomparable la Concepción Inmaculada de María, la misericordiosa Providencia le ha obligado al mismo tiempo a reconocer la reprobación que pesa sobre toda nuestra estirpe. Equivale, pues, por parte de la Iglesia, a una solemne condenación de los errores modernos, y, por parte de la sociedad, a una solemne retractación; y la Iglesia nos proporciona, al mismo tiempo, el medio de salir del infortunio y de lavar nuestras manchas, al mostrarnos el Corazón de esta Madre Inmaculada como una fuente de pureza que anhela regenerar al mundo.

P. Enrique Ramière, S.I.