La
primera palabra de libertad que haya sido pronunciada por una boca mortal, el
primer acto de libertad amplia que el género humano haya visto cumplirse fue
cuando esos dos pobres judíos, Pedro y Juan, proclamaron el deber de obedecer
antes a Dios que a los hombres, difundiendo después esa enseñanza que el error
y la persecución, bajo las máscaras de justicia y de prudencia, querían
suprimir (Hech., 4, 19-20). Quien sigue este ejemplo es libre, libre de los
falsos jueces, libre de los falsos terrores,
se sustrae al imperio de la muerte, y pone a cubierto de la esclavitud a todos
aquellos a quienes puede persuadir.
Pero
es menester observar dos cosas.
En
primer lugar, este acto de libertad que hacen los apóstoles para con los
poderosos de la tierra es al mismo tiempo un gran homenaje de sumisión que
ellos hacen a Dios, y son tan fuertes contra el mundo sólo porque obedecen a
Él.
En
un discurso pronunciado en el congreso de Malinas, discurso elocuente, muy
celebrado entre los católicos liberales, se hace remontar la libertad de
conciencia a ese primero y famoso non
possumus, y se dice que allí fue creada y promulgada. Todo lo contrario,
pues ese día, según la observación de un publicista inglés, por ese non possumus la conciencia humana
conoció y aceptó el freno de una ley inmutable. No era un principio de libertad
liberal lo que San Pedro evocaba: él proclamaba el deber imperecedero,
irrevocable, impuesto por Dios, que lo obligaba a predicar la Revelación. Él no
anunciaba, pues, al mundo la emancipación liberal de la conciencia. Por el
contrario, cargaba a la conciencia con el glorioso peso de dar testimonio de la
verdad; y la emancipaba de los hombres, no de Dios. San Pedro podía pedir a los
paganos, por parte de Dios, la libertad para los cristianos; pero no daba ni
pensaba siquiera dar a éstos la licencia de elevar el error al mismo nivel de
la verdad a tal punto que ambos debiesen tratar algún día de igual a igual, y
que la verdad considerase al error como soberano de derecho divino en
determinado lugar, con tal de que ella misma fuese soberana o tolerada en otro.
¿Qué respuestas entonces podría dar esta verdad humillada y disminuida a los
sofismas innúmeros del error?
En
segundo lugar, esta verdad liberadora, esta verdad única, sólo la Iglesia tiene
la virtud de enseñarla, y no persuade de ella más que a las almas llenas de
Jesucristo.
Ahí
donde Cristo no es conocido, el hombre obedece al hombre y le obedece de manera
absoluta. Ahí donde el conocimiento de Cristo se borra, la verdad desciende, la
libertad sufre un eclipse, la vieja tiranía retoma y extiende sus antiguas
fronteras. Cuando la Iglesia no pueda ya enseñar a Jesucristo todo entero,
cuando los pueblos no comprendan que es preciso obedecer más a Dios que a los hombres,
cuando ya no se eleve ni una sola voz para confesar la verdad sin tapujos y sin
atenuantes, entonces la libertad habrá abandonado la tierra y la historia
humana acabará.
Empero,
mientras quede un solo hombre de fe perfecta, éste se verá libre del yugo
universal, y tendrá en sus manos su propio porvenir y el del mundo. El mundo no
existirá más que para la santificación de este último. Y si este último también
apostatase, si dijese al Anticristo, no que tiene razón en perseguir a Dios,
sino solamente que le está permitido no emplear su fuerza en hacer reinar a
Dios, entonces habría pronunciado su sentencia de muerte y la del mundo. Dios
retiraría de la tierra su sol, al no dar ya ésta a la verdad divina la
confesión y la adoración debidas. Privado del contrapeso de la obediencia y de
la oración, el blasfemo no subiría al cielo sino que perecería de inmediato.
Caería por sí mismo a lo más profundo.
Mas
la última palabra de la Iglesia militante no será una palabra de apostasía. Y
me imagino al último cristiano frente al Anticristo, al final de esos días
terribles, cuando la insolencia del hombre se regocije estúpidamente al ver a
las estrellas caer de los cielos; me lo imagino atado, conducido a través de la
gritería de ese fango de Caín y Judas que se llamará todavía entonces la
especie humana. Y será, en efecto, la especie humana, la especie humana llegada
a la cúspide de la ciencia, descendida al último grado de la abyección.
Los
ángeles saludan al astro que no ha caído, el Anticristo contempla al único
viviente que se rehúsa a adorar la mentira y a decir que el Mal es el Bien.
Todavía espera seducirlo, y pregunta a ese cristiano cómo quiere ser tratado.
¿Qué pensaremos que el cristiano responde? ¿Qué puede responder, sino que se lo
trate como a rey? Último fiel, último sacerdote, él es el Rey. Conserva él toda
la herencia de Abraham, todo el linaje de Cristo. En sus manos encadenadas
posee las llaves que abren la vida eterna; puede dar el bautismo, puede dar el
perdón, puede dar la Eucaristía; el otro no puede dar más que la muerte, ¡Él es
Rey! Y yo desafío al Anticristo, con todo su poder, a que no lo trate como a
tal, puesto que al fin y al cabo, el calabozo es también un imperio y el
cadalso un trono.
Al
que hiciese a los católicos la misma pregunta, deberían éstos contestarle con
la misma respuesta. El liberalismo moderno quiere que los hijos de la Iglesia
lo consagren, y para eso les habla como el rey sarraceno hablaba a Luis de
Francia: “Si quieres vivir, hazme caballero”.
El
santo cautivo le replicó: “Hazte cristiano”.
La ilusión liberal.
Editorial Nuevo Orden, Bs. As., 1965.