DEMONIOS:
El
que por primera vez se entera del descubrimiento de Pasteur sobre los gérmenes
infecciosos que pululan por todas partes, siente como una reacción que lo hace
ponerse a la defensiva, movido por el instinto de conservación. San Pablo, que
ya nos enseñó cómo las cosas de la naturaleza son imágenes de las
sobrenaturales (Rom. 1,20), nos revela aquí, en el orden del espíritu lo mismo
que Pasteur en el orden físico, para que podamos vivir a la defensiva de
nuestra salud contra esos enemigos infernales, que a la manera de los
microbios, no por invisibles son menos reales, y que como ellos nos rondan sin
cesar buscando nuestra muerte. Véase I Pedr. 5,8. Nótese que estos demonios son
llamados príncipes y potestades.
Jesús los llama ángeles del diablo. (Mt. 25,41). Véase 2,2 y nota; Juan 12,31;
14,30; Col. 1,13. ¿No es cierto que pensamos pocas veces en la realidad de este
mundo de los malos espíritus, donde están nuestros más peligrosos enemigos?
Véase I Pedr. 5,8; II Cor. 2,11. La Sagrada Escritura nos enseña que Satanás
será juzgado definitivamente al fin de los tiempos (Apoc. 20,9).
(Coment.
a Ef. 6,12).
DESEOS:
El
Ángel Gabriel, de parte de Dios, elogia por dos veces al profeta Daniel
llamándole “varón de deseos”. Los que desean,
pues, los ambiciosos, los que agradan a Dios brindándole ocasión de
favorecerlos, y no lo ofenden mirando sus dones con indiferencia, ésos son los
privilegiados en recibir, y María lo expresa de un modo lapidario al final del Magníficat:
“A los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los dejó sin nada” (Luc.
1,53)
(Job, un libro
de consuelo. Ed. Guadalupe. Bs. As., 1945)
DESESPERACIÓN:
En
la parábola de los dos hermanos (Mat. XXI, 28 ss) vemos que el primero promete
y no cumple; y el otro, que se niega, se arrepiente luego y cumple. Jesús
muestra aquí que lo que vale no es el acto primero, la reacción del momento;
pues ésta puede ser un impulso irreflexivo de nuestro temperamento. Lo que vale
es lo que hace uno después, cuando está solo, frente a su conciencia. Y ¡oh
misterio! el que dijo que no obedecería, obedeció, y el que dijo que sí,
desobedeció, como Pedro cuando prometió dar la vida por Jesús, y a las pocas
horas negó conocerlo.
Todos
tenemos en nuestro interior dos hombres distintos y contradictorios: carne y
espíritu. Lo importante no es el extravío del momento, del que luego nos
compungimos en nuestro aposento (Sal. IV, 5). Lo grave es tomar en aquellos
momentos de extravío, resoluciones definitivas que coarten nuestra libertad
ulterior, forzándonos a permanecer en el error. Lo grave es "el estado de
pecado", que nos aleja de Dios de un modo permanente. De ahí que en estos
momentos de meditación serena y lúcida, no turbada por "la fascinación de
la bagatela” (Sab. IV, 12) es cuando hemos de resolver lo que afecta a nuestra conducta
futura, y, si es necesario, "quemar las naves", como hizo Hernán
Cortés, para que no fuesen ellas una ocasión de volver atrás.
En
esto se conoce la recta intención del corazón, y sobre ello estriba el
ejercicio de meditación que San Ignacio de Loyola llama de los "tres
binarios". Es lo que en la Biblia se llama "preparar el corazón para
poder obedecer al Señor" (véase I Rey, VII, 3; Esdr. VII, 10).
Por
eso la primera palabra que Jesús decía siempre a todos, sin distinguir entre
buenos y malos, era para prepararles el corazón, diciendo: "La paz sea con
vosotros"; "no se turbe vuestro corazón". Porque sabía que ésta
es la condición previa para todo lo demás, ya que la gran arma del Maligno es
llevarnos o a la soberbia, o a la desesperación, a fin de apartarnos para
siempre de nuestro Padre.
El
primero que cayó en la trampa de la desesperación fue Caín, quien "se
apartó del Señor", aunque El le dijo que nadie le haría daño. Nosotros debemos saber mucho más que Caín: que nuestro
Padre divino "es bueno con los desagradecidos y malos" (Luc. VI, 53).
Medítese la parábola del Hijo Pródigo (Luc. cap. XV) y se verá con asombro cómo
el Padre perdona generosamente al pecador, le da un traje nuevo y le ofrece un
banquete. Y aún hace que el más perdonado sea el que más le ame (Luc. VII, 47).
Recordemos ante todo que es la muerte redentora de Cristo y los méritos de Él,
y no los nuestros, lo que borra nuestras culpas. "La Sangre de Jesús nos
limpia de todo pecado" (I Juan I, 7; Efes. I, 7, etc.). Sólo necesitamos
apartar nuestro pensamiento de la desesperación, sabiendo que es Dios quien nos
da este suavísimo consejo: "No agites tu espíritu en tiempo de la
oscuridad" (Ecli. II, 2).
(Espiritualidad Bíblica, 1949).
DISCERNIMIENTO DE ESPÍRITUS:
Si bien reflexionamos, veremos que todos tenemos esa
natural tendencia a creer que estamos en la verdad, simplemente porque nos la
enseñó así nuestra madre inolvidable o nuestro querido padre o nuestro sabio
párroco, etc. Pero Dios nos enseña, por boca de San Pedro, que hemos de estar
dispuestos para dar en todo momento razón de la esperanza que hay en nosotros
(I Pedro III, 15), es decir de la fe que profesamos; pues la esperanza se funda
en la fe, en las cosas que no se ven (Rom. VIII, 24). Es, pues, como si dijera:
Examinad el espíritu que tenéis, si es bueno o malo, si merece fe o
desconfianza.
Con lo cual vemos que no es recta delante de Dios esa
posición antes recordada que tiene un móvil puramente sentimental o humano, y
que no significa certeza en el orden sobrenatural. Pues nuestra madre, por
ejemplo, puede haber sido muy querida pero muy ignorante, y por lo demás, los
hijos de una mahometana o de una japonesa shintoísta, etc., piensan sin duda
con igual honradez que sus padres y sus maestros no pudieron engañarlos. Y como
la fe no es tampoco una argumentación filosófica, sino el asentimiento prestado
a la Palabra de Dios revelante, ¿qué haremos para examinar los espíritus, sino
buscar todo el tiempo la confirmación de lo que creemos o esperamos o su
rectificación en caso necesario para sanear verdaderamente nuestra fe de
cualquier deformación proveniente de creencia popular o supersticiosa?
Más de una persona que quiere ser piadosa, se dedica a
una piedad sentimental, y está convencida de que no será oída por Dios, sino
recitando tal fórmula determinada, y esto delante de tal imagen determinada y
no de otra, y en tal día y no en otro, y cree esto con tanta firmeza como si lo
hubiese leído en el Evangelio, mientras ignora casi por completo las Palabras
de vida que allí nos dejó nuestro divino Salvador.
A tal persona no le falta lo que se llama devoción es
tal vez la más piadosa de la parroquia, pero sí, la recta espiritualidad. No
sabe distinguir entre lo esencial y lo secundario, y así se trastorna en ella
el orden de los valores, de modo que los de poco valor le parecen más
importantes que los de primera categoría. Es porque esa alma se deja llevar,
sin darse cuenta, de un espíritu pseudo-religioso, que es precisamente la mejor
arma del diablo para corromper las almas piadosas.
Peor es el caso de los que tienen una religiosidad
enfermiza, como aquella que San Pablo estigmatiza en II Tim. IV, 5-4, diciendo
que habrá hombres, que "no soportarán más la sana doctrina, antes bien con
prurito de oír se amontonarán maestros con arreglo a sus concupiscencias.
Apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas". El Papa
Benedicto XV cita este pasaje en la Encíclica “Humani Generis", donde
exhorta a los predicadores a no ambicionar el aplauso de los oyentes, y agrega:
"A éstos les llama San Pablo halagadores de oídos. De ahí esos gestos nada
reposados y descensos de la voz unas veces, y otras esos trágicos esfuerzos; de
ahí esa terminología propia únicamente de los periódicos; de ahí esa multitud
de sentencias sacadas de los escritos de los impíos, y no de la Sagrada
Escritura, ni de los Santos Padres". Agradecemos al Sumo Pontífice la
franqueza con que azota aquí las faltas que algunos hacen en la predicación,
con lo cual da a entender que las aberraciones espirituales de los fieles
tienen su paralelo en las desviaciones de los predicadores.
La religiosidad de esta clase de cristianos es un
problema. "Tendrán, como dice San Pablo, ciertamente apariencia de piedad,
mas niegan su fuerza" (II Tim. III, 5), o sea, su espíritu. A la gran masa
le gusta tal deformación de la religión, porque exige poco: solamente algunas
"apariencias" piadosas, las más baratas posibles: en lo demás,
libertad para vivir la vida, pues esos hombres son "amadores de los
placeres más que de Dios" (II Tim. III, 4). ¡Con qué claridad San Pablo ha
visto nuestro tiempo! Y le dio también el nombre que le corresponde: tiempo de
apostasía, apostasía práctica, por supuesto, ya que las "apariencias"
de piedad impiden la apostasía formal. La apostasía disfrazada es para el
Apóstol de los Gentiles "el misterio de la iniquidad", del cual habla
en II Tes. II, 7 ss., para abrirnos los ojos sobre los espíritus que nos
engañan bajo forma de piedad y aparatosa religiosidad, incluso apariciones.
¿Cómo podemos reconocer los falsos espíritus? ¿Cómo
descubrir "los poderes de engaño" (II Tes. II, 11), que "con
toda seducción de iniquidad" (ibíd. v. 10) y vestidos de "ángel de
luz" (II Cor. XI, 14) corrompen la grey de Cristo, no exteriormente, sino
interiormente, como lo describe el Apóstol en el segundo capítulo de la II
Carta a los Tesalonicenses, y Jesucristo en la parábola de la cizaña (Mat.
XIII, 24 ss.)?
El mismo Dios nos brinda en la Sagrada Escritura las
armas defensivas contra los espíritus que falsifican la piedad, diciéndonos que
hay que examinarlo todo para ver si es de Dios o de los espíritus malos.
“Examinadlo todo y quedaos con lo bueno" (I Tes. V, 21). “No queráis creer
a todo espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios” (I Juan IV, 1).
Lejos de tener esa llamada fe del carbonero, que
acepta ciegamente cuanto escucha (cómodo pretexto para no estudiar las cosas de
Dios), debemos imitar a los primeros cristianos, que escuchaban a San Pablo en
Berea, y siendo "de mejor índole que los de Tesalónica, recibieron la
palabra con gran ansia y ardor, examinando atentamente todo el día las
Escrituras, para ver si era cierto lo que se les decía" (Hech. XVII, 11).
A los judíos que no le reconocían como Mesías, dice
Jesús: "Escudriñad las Escrituras. . . ellas son las que dan testimonio de
Mí" (Juan V, 39). Lo mismo diría El hoy a los que no conocen su fisonomía
auténtica de Dios-Hombre o le destronan de su única posición de Mediador entre
Dios y los hombres (I Tim. II, 5).
Escudriñad las Escrituras, leed los Evangelios, las
Cartas de San Pablo, estudiad rasgo por rasgo la personalidad de Cristo, rumiad
cada una de sus palabras, que son luz y vida, imbuíos de su espíritu, y os
inmunizaréis contra todo intento de desfigurarlo o sustituirlo por apariencias.
El atento lector del Evangelio está prevenido contra los falsos apóstoles y las
apariencias de piedad y sabe que Cristo es el centro de toda la religión
cristiana, y cuanto más una devoción se acerca al centro tanto más es
cristiana. Enfocando todas las cosas con la luz del Evangelio descubre él lo
que es verdad y lo que es apariencia. Demos gracias a Dios que nos ha dado la
antorcha de su palabra para orientarnos.
San Juan nos da un método muy sencillo para conocer y
discernir los espíritus. Dice el Apóstol predilecto: "Todo espíritu que
confiesa que Cristo ha venido en carne, es de Dios, y todo espíritu que no
confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que es el espíritu del Anticristo"
(1 Juan IV, 2-3). Es decir, todo lo que redunda en honor de Jesucristo y contribuye
a la glorificación de su obra redentora, viene del buen espíritu: y todo lo que
disminuye la eficacia de la obra de Cristo o lo desplaza de su lugar céntrico,
procede del espíritu maligno, aunque se presente disfrazado como ángel de luz y
obre señales y prodigios, (Mat. XXIV, 24; II Tes. II, 9). Pues todo falso
profeta tiene dos cuernos como el Cordero (Apoc. XIII, 11), es decir, la
apariencia exterior de Cristo, y sólo pueden descubrirlo los que son capaces de
apreciar espiritualmente lo que es o no es palabra de Cristo.
(Espiritualidad Bíblica, Bs. As. 1949)
DOGMA TRINITARIO:
El
Espíritu Santo procede del Padre y también del Hijo. Nuestra salvación fue
objeto del envío del Hijo por el Padre, que nos lo dio; ahora anuncia Jesús que
nuestra santificación va a ser objeto de la misión de otra Persona divina: el
Espíritu Santo, que El enviará desde el trono del Padre. Dará testimonio de Mí, p. ej. en la Sagrada Escritura, que es por
lo tanto un “tesoro celestial” (Conc. Trid.). Del testimonio del Espíritu Santo
será inseparable la predicación y el testimonio de los Apóstoles porque por su
inspiración hablarán.
(Coment.
a Jn. 15,26).
DOLOR:
No
nos inquietaremos por un poco de dolor –que nunca nos tienta más allá de
nuestras fuerzas (I Cor. 10,13)- si de veras creemos y esperamos una gloria sin
fin igual a la de Aquel que, por conquistarla para su Humanidad santísima y
para nosotros, no obstante ser el Unigénito de Dios, sufrió en la cruz más que
todos los hombres.
(Coment.
a Rom. 8,18).
El
bien por excelencia que el dolor nos trae, reside indudablemente en la
saludable humillación que nos vuelve a la realidad. "En la aflicción, oh
Señor, te buscaron; y la tribulación en que gimen es para ellos instrucción
tuya" (Is. 26, 16).Porque ordinariamente vivimos —al menos el mundo vive
así, y ¿quién no es más o menos del mundo?— vivimos en el mareo de una
semiinconsciencia, que nos hace olvidar nuestra nada y nos lleva a la
infatuación.
Vivimos,
como dice el Sabio, en la "fascinación de la bagatela" (Sab. 4, 12),
que oculta el verdadero bien. Entonces, tomando por realidades esas fugaces
apariencias de aquí abajo, nos sentimos rebosantes de vida y de poder, sin
darnos cuenta de que somos generales de cartón. Sin recordar que una teja caída
sobre la cabeza, y aun la simple picadura de un mosquito infeccioso, pueden en
un instante reducirnos a la impotencia. Para eso sirve de medicina precisamente
el dolor: para recordarnos la verdad y volvernos a la realidad suavemente, o
fuertemente, según los casos. Por lo general la prueba es progresiva, según
enseña el libro de la Sabiduría, de modo que se librará de pruebas mayores
quien sea pequeño y responda al primer llamado (Sab. 12, 1 ss.).De esto nos da
un hermoso ejemplo el Salmo 38. El hombre, encogido por el dolor, se hace
pequeño, diciendo al Señor: "A los recios golpes de tu mano desfallecía cuando
me corregías." Y entonces confiesa humildemente: "Por el pecado
castigas Tú al hombre"; y volviendo a la realidad termina: "Y haces
que su vida se consuma como la araña. En vano se agita el hombre" (S. 38,
12).E inmediatamente vemos el fruto de oración y humildad que este remedio
produce:
"Oye,
Señor, mi oración y mi súplica; atiende a mis lágrimas; no guardes silencio; pues
soy delante de Ti un advenedizo y peregrino, como todos mis padres. Afloja un poco
conmigo, y déjame respirar, antes que yo parta y deje de existir" (v.
13-14).
¿No
es cosa admirable el observar la técnica que el afligido sigue aquí con Dios, justamente
a la inversa de lo que se hace con el mundo? Porque aquí, para recomendarse el
hombre, en vez de alegar títulos, habla en tono humilde de sí y de su abolengo:
pobre advenedizo... ¿Cómo no tenernos compasión, al ver que así confesamos
nuestra impotencia y necesidad? Es ésta una de esas grandes e innumerables
lecciones de psicología espiritual que descubrimos cuando meditamos la Sagrada
Escritura.
¿Cuántos
hay—digamos al pasar— cuántos hay entre los cristianos de hoy, que gocen
habitualmente este sabor que derrochan las Escrituras para nuestro consuelo y
enseñanza?
(Job, un libro de consuelo. Editorial
Guadalupe. Bs. As., 1945)