FALSOS PROFETAS:
"A los falsos profetas, dice Jesús se les
conoce por sus frutos (Mat. 7,16), que consisten, según S. Agustín, en la adhesión de las gentes a ellos mismos y no a Jesucristo".
(Coment. a Jn 15, 16)
FARISEOS:
Para entender perfectamente
el Evangelio, es preciso que en primer término conozcamos el ambiente histórico
que rodea a la persona del Salvador, ante todo, las tendencias religiosas y
políticas que agitaban aquella época. Había entonces entre los judíos, además
de algunas sectas de menor importancia, dos partidos, en los que se
concretaban, como en dos polos, tanto las energías nacionales del pueblo judío
como su mentalidad religiosa: los fariseos y los saduceos.
Prescindamos de los
saduceos que más tarde nos han de ocupar, así como vamos a pasar en silencio la
clase de los escribas, mencionados a menudo juntamente con los fariseos, no
constituyendo un partido político, sino un grupo profesional, los escribas eran
los que sabían escribir y leer y explicaban la Ley de Moisés, como lo expresa
su nombre y más aún su título de “rabí”. Lo que no excluye que la mayoría de
ellos políticamente se declaraban a favor de los fariseos.
Ya el nombre de “fariseos”
que significa los segregados, marca el rumbo del partido. Segregándose de la
masa que vivía en ignorancia religiosa y política, los fariseos aspiraban a la
realización de la Ley de Moisés y de las “tradiciones de los mayores”, las
cuales desgraciadamente a veces no eran más que una deformación de la Ley.
Por primera vez ocurre el
nombre de los fariseos a mediados del segundo siglo en la época del Macabeo
Jonatán (160-143). Es el famoso historiador judío Flavius Josefus el que los
reduce a ese tiempo (Ant. XIII 5, 9), siendo probablemente los predecesores de
ellos los llamados “asideos” (piadosos), que eran hombres de los más valientes
de Israel y celosos todos de la Ley (I Mac. II, 42), pero que fueron
perseguidos por Alcimo (I Mac. VII, 16).
Ya bajo el gobierno de Juan
Hircano (135-104) los fariseos lograron subir al poder, pero sin alcanzar a
mantenerse; al contrario, el tirano Hircano, después de someter a los idumeos y
derrocar el templo de los samaritanos en el monte Garicim, renegó enteramente
de las costumbres de sus padres, adoptando una conducta contraria a la Ley; lo
que provocó la resistencia encarnizada de los mismos fariseos que antes fueron
sus más valientes compañeros de armas.
El segundo
sucesor de Juan Hircano, Alejandro Janeo intentó vencer definitivamente la
resistencia de los rebeldes, desencadenando una persecución terrible contra los
fariseos, los cuales no sólo sucumbieron sino acabaron por ser objeto de las
torturas más exquisitas ya que ochocientos de ellos fueron crucificados en el
momento en que el rey celebraba la fiesta triunfal. Pero las víctimas se
vengaron, no dando tregua al triunfador, ni de día ni de noche, de modo que el
rey atormentado de remordimientos antes de su muerte aconsejó a su mujer
Alejandra reconciliarse con sus adversarios para no perder el trono. La viuda
Alejandra (76-67) accediendo al deseo del moribundo, llamó a los fariseos al
gobierno, entregando a la vez, la dignidad de sumo sacerdote a su propio hijo
Hircano II. Este Hircano es el primer sumo sacerdote que dependía del partido
de los fariseos.
Deben, pues, los fariseos
la subida al poder a su incontestable heroísmo; a su valentía en las batallas;
a su tenacidad y fanatismo. No es menester acentuar que la aureola de héroes
les valió un prestigio extraordinario a los ojos del pueblo judío. Por tanto no
es extraño si algunos a los fariseos les llaman los nacionalistas,
tradicionalistas, conservadores, patrióticos, celosos, mientras que los
saduceos más o menos corresponden a los liberales y masones de nuestra época.
El ideal de los fariseos era reconstruir y conservar la nación sobre el
fundamento de las tradiciones y costumbres de los padres. De aquí su lucha
contra los extranjeros, los Romanos, que desde el año 63 dominaban en
Palestina. De aquí también su trágica enemistad a Jesús, el verdadero Salvador
de su gente. No cabe duda que Jesús habría podido ganar a los fariseos, si se
hubiese adherido a las aspiraciones nacionales de ellos. Pero ¿cómo entonces se
habría realizado el reino de Jesucristo? En lugar del Mesías del género humano,
habría resultado sólo un Mesías político de la nación judía. Precisamente por
sus falsas ideas políticas, nacionalistas y racistas chocaron los fariseos con
el Mesías, pues esperaban con todas las fibras del corazón, y aún siguen
esperando hoy día la reunión de los dispersos restos del pueblo judío.
Además de cultivar un
extremo nacionalismo, los fariseos se enredaban en un tradicionalismo religioso
no menos extremo, que tarde o temprano tenía que provocar un conflicto con el
Señor. Las tradiciones fomentadas por los fariseos, por varios conceptos no
estaban de acuerdo con la Ley de Moisés ni con los demás profetas; al
contrario, muchas de ellas pugnaban con la religión legítima de Israel.
¡Cuántas veces Jesucristo intentaba persuadir a sus enemigos cegados de que las
tradiciones a las cuales se aferraban, estaban en pugna con la religión que no
consiste en mil preceptos sutiles sino en “espíritu y vida” (Juan VI, 63). Aquí
se manifiesta la vinculación funesta con los escribas que no se cansaban de
inventar nuevos preceptos, nuevas fórmulas, nuevas cargas para los hombros de
la pobre gente, sin que ellos mismos las tocasen con la punta del dedo (Luc.
XI, 46).
Nótese bien: No era la
escasez o falta de fe en lo que consistía el pecado de los fariseos, sino antes
la ampliación y exageración de la fe mediante las tradiciones. Contrariamente a
los saduceos creían en la inmortalidad del alma, en la vida eterna, en la
existencia de los ángeles, en la libertad de la voluntad humana; lo que los
caracteriza como la crema del pueblo judío. ¡Qué tragedia de la suerte!
¡Considerándose a sí mismos como los hijos legítimos de la fe de Abrahán,
desfiguraban la fe a expensas del espíritu hasta tal punto que no comprendieron
más la doctrina de la vida interior que Jesús predicaba.
Es el Evangelista Marcos el
que en el séptimo capítulo de su Evangelio destaca de manera clarísima el uso
supersticioso que hacen las fariseos de las tradiciones, y al revés el descuido
de la observancia de los mandamientos de Dios que cometían sin pestañar:
“Porque los fariseos, como todos los judíos, nunca comerán sin lavarse a menudo
las manos, siguiendo la tradición de los mayores. Y si habían estado en la
plaza, no se ponían a comer sin lavarse primero; y observan otras muchas
ceremonias que habían recibido por tradición, como las purificaciones de los
vasos, de las jarras, de los utensilios de metal y de los lechos” (Marc. VII,
3-4).
¡Cómo, por ejemplo, los
fariseos degeneraban el sábado! Cuando, un día sábado, los discípulos, teniendo
hambre, empezaron a coger espigas y comer los granos; o cuando el Señor curó en
el día de sábado a un hombre que tenía seca la mano, consideraban tal hecho
como obra servil y pecado mortal. En verdad, quien cree que el hombre se hizo
para el sábado, y no el sábado para el hombre; quien en día de sábado, saca
fuera una oveja de la fosa, y no un hombre, ignorando que un hombre vale más
que una oveja; quien no se deja enseñar ni siquiera por “argumenta ad hominem”,
tal hombre no se puede convertir.
¿Es de extrañar, pues, que
los fariseos pagasen diezmos hasta de la hierbabuena, y del eneldo, y del
comino (Mat. XXIII, 23), y que llevasen las Palabras de la Ley de Moisés en
filacterias o trocitos de pergamino, en las cuales estaban escritas sentencias
de la Ley mosaica (Mat. XXIII, 5)?
Los pergaminos
cuidadosamente plegados y colocados en cajitas de cuero se ataban a la frente y
al brazo izquierdo, en cumplimiento de las malinterpretadas palabras: “Y será
como una señal de tu mano, y como un recuerdo ante tus ojos, a fin de que la
Ley del Señor esté siempre en tu boca” (Éx. XIII, 9), así como las franjas que
llevaban los fariseos en las cuatro extremidades del manto, traen su origen de
Num. XV, 38-39: “Habla con los hijos de Israel, y les dirás que se hagan unas
franjas en los remates de sus mantos, poniendo en ellos listones de jacinto,
para que viéndolas se acuerden de todos los mandamientos del Señor, y no vayan
en pos de sus pensamientos, ni pongan sus ojos en objetos que corrompan su
corazón”.
De tal formalismo no
tendríamos que hablar, si no hubiese sido acompañado de una vanidad más que
arrogante. Los fariseos son los “ciertos hombres que presumían de justos y
despreciaban a los demás” (Luc. XVIII, 9); son “los hipócritas, que de
propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las
calles, para ser vistos de los hombres” (Mat. VI, 5), y “que desfiguran sus
rostros, para mostrar a los hombres que ayunan” (Mat. VI, 16) y “todas sus
obras las hacen con el fin de ser vistos de los hombres” (Mat. XXIII, 5).
Todavía hoy vibra en
nuestros oídos el ay lastimero con que Jesús anatematizó al farisaísmo: “¡Ay de
vosotros escribas y fariseos hipócritas! que devoráis las casas de las viudas
con el pretexto de hacer largas oraciones: por eso recibiréis sentencia más
rigurosa. ¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! porque andáis girando
por mar y tierra, a trueque de convertir un gentil, y después de convertido, le
hacéis digno del infierno dos veces más que vosotros. ¡Ay de vosotros guías
ciegos! que decís: El jurar uno por el templo no es nada, más quien jura por el
oro del templo, está obligado” (Mat. XXIII, 14-16).
¡Basta con esto! De veras;
nunca había entre hombres más antagonismo que el que separaba a Jesús de los
fariseos; jamás las divergencias de opiniones eran tan inconciliables como
entonces en Palestina. El choque fue inevitable; pero la Divina Providencia
dejó el primer triunfo a los fariseos, para reservar el triunfo final a la
causa de Jesucristo. Y no se olvide jamás: el que abrió camino más ancho a la
verdad cristiana, fue fariseo: San Pablo.
Los fariseos han muerto.
Con la caída de Jerusalén, en el año 70, decayó por siempre el sueño dorado de
los fariseos de Palestina. Miles y miles de los que asesinaron a Jesucristo,
murieron clavados en las cruces, con que el vencedor romano había rodeado la
ciudad santa; el resto se vendió en el mercado de esclavos en Hebrón. Pero no
murió el fariseísmo. Vive todavía el formalismo de los fariseos en el Talmud y
otros libros judíos; vive su materialismo religioso, su odio a Jesucristo y su
fanatismo. El “Sionismo” que está llevando a los judíos a Palestina, no es más
que el último resabio del farisaísmo.
¿Y el fariseísmo entre los
cristianos? No hablemos de este triste capítulo. Sin duda: donde domina un
formalismo o materialismo religioso, allá florece el fariseísmo. Y así como los
fariseos se consideraban como la flor del judaísmo, los fariseos de hoy se
tienen por buenos cristianos.
(Revista Bíblica n° 1, págs.
15 ss.)
La
educación farisaica es la doctrina de la suficiencia humana, que olvida la
necesidad de la gracia; no sólo es funesta para el soberbio que se cree bueno,
sino también para el tímido y aún para todo humilde que se sabe malo, pues éste
sentirá que para arrepentirse tiene que mover una montaña, y no comprenderá que
si al enemigo que huye se le da puente de plata, al enemigo que vuelve se le da
puente de oro. Si un padre ve que su hijo ausente empieza a pensar en volver,
¿querrá acaso presentarle la empresa como difícil o, al contrario, temblará de
miedo de que se desanime y no regrese al hogar? ¿No es esto último lo que
enseña Dios al mostrarse como el Padre que se anticipa al encuentro del hijo
pródigo? (Luc. XV, 20)
(Espiritualidad
Bíblica, Bs. As., 1949)
FE:
La
fe firme, que nunca vacila, es la que se apoya sobre las Palabras de Jesús como
sobre una roca que resiste a las tormentas. Otra vez afirma el Señor que no
basta oír su palabra, sino que es necesario conservarla en el corazón (véase
Salmo 118, 11 nota), comparando con una
casa sin cimientos a quienes sólo “escuchan” su doctrina; porque éstos
demuestran no haberla comprendido, según enseña El en la fundamental Parábola del
Sembrador. Véase Mat. 13,1 ss. y sus notas.
(Coment.
a Luc. 6,47).
Repetidas
veces Jesús inculca a sus discípulos la obligación de manifestar la fe e irradiarla en todas las oportunidades; de lo
contrario Dios nos quitará lo que poseemos, es decir, la misma fe. Vemos así
cuán ociosa es la pregunta sobre si es necesario hacer actos de fe, puesto que
ella ha de ser la vida del justo, según enseña San Pablo (Rom. 1,17; Gál. 3,11;
Hebr. 10,38). Cfr. Hab. 2,4.
(Coment.
a Luc. 8,16)
La
fe excede infinitamente todo poder humano. Y si el mundo no le da tanta
importancia es porque, como dice S. Ambrosio, “el corazón estrecho de los
impíos no puede contener la grandeza de la fe”. Véase Mat. 9,22; Marc. 5,34;
Luc. 7,50; 8,48; 17,19, 18,42, etc.
(Coment.
a Hech. 3,16)
No
es cosa fácil creer de veras que Dios es bueno y nos ama. Pero esa cosa es
precisamente lo único que se nos pide: cuando Pedro empezaba a dudar se hundía
(Mat. 14,30 s.; cf. Mat 6,30; 8,26; 16,8). De ahí que sea tan precioso el trato
continuo con las divinas Escrituras, pues con la Palabra de Dios se alimenta y
crece esa fe, según lo enseñan tantas veces S. Pedro y S. Pablo y según lo
vemos aquí mismo en los vv. 4,5,8,9,12 y 14.
(Coment.
a S. 24,3)
Procedimiento
infalible para llegar a tener la fe: Jesús promete la luz a todo aquel que busca la verdad para conformar a ella su
vida (I Juan I, 5-7). Está aquí, pues, toda la apologética de Jesús. El que con
rectitud escuche la Palabra divina, no podrá resistirle, porque “jamás hombre
alguno habló como Éste” (v. 46). El ánimo doble, en cambio, en vano intentará
buscar la verdad divina en otras fuentes, pues su falta de rectitud cierra la
entrada al Espíritu Santo, único que puede hacernos penetrar en el misterio de
Dios (I Cor. 2, 10 ss.). De ahí que, como lo enseña San Pablo y lo declaró Pío
X en el juramento antimodernista, basta la observación de la naturaleza para
conocer la existencia del Creador eterno, su omnipotencia y su divinidad (Rom.
1,20); pero la fe no es ese conocimiento natural de Dios, sino el conocimiento
sobrenatural que viene de la adhesión prestada a la Verdad de la palabra
revelada “a causa de la autoridad de Dios sumamente veraz” (Denz.21-45). Véase
5, 31-39 y notas.
(Coment.
a Jn. 7, 17).
La
fe viene del poder de la palabra evangélica (Rom. 10,17), la cual nos mueve a
obrar por amor (Gál. 5,6). La oración omnipotente de Jesús se pone aquí a
disposición de los verdaderos predicadores de la palabra revelada, para darles
eficacia sobre los que la escuchan.
(Coment.
a Jn. 17,20)
La
fe es un tesoro que llevamos en vasijas de barro, por lo cual a cada rato
necesitamos cerciorarnos de que no la vamos perdiendo cada día, sin darnos
cuenta, por haberse roto la vasija al contacto del mundo y de su atrayente
espíritu, que es contrario al Evangelio y constantemente tiende a deformar la
fe, dejándonos sólo la apariencia de ella. De ahí que la fe necesita ser
probada como el oro en el crisol (I Pedr. 1,7; cfr. IV Esdr. 16,74), y Dios
enseña también bondadosamente por boca del mismo San Pablo, la suma conveniencia
de que seamos nosotros quienes nos preocupemos por mantener viva esa fe que tan
fácilmente se adormece (véase 13,5; I Cor. 11,31). De lo contrario El se vería
obligado a mandarnos pruebas de carácter doloroso, en tanto que nosotros
podemos hacerlo con insuperable dulzura por el contacto continuo de nuestro
pensamiento con la divina Palabra, la cual nos mantiene atentos a la verdadera
realidad, que es la sobrenatural, oculta a nuestros sentidos y tan ajena a las
habituales preocupaciones del hombre de hoy. Así es como la divina Palabra
libra de las pruebas, según enseñó Jesús. Cfr. Juan 15,2 s. y nota.
(Coment.
a II Cor. 4,7).
La
fe es, pues, más que una creencia; es un saber. En el lenguaje usual, que ha
depravado tantas cosas sagradas, “yo creo”, significa “opino, sospecho, me
parece”. En la vida religiosa y espiritual no se podría decir, por ejemplo: opino que el mundo fue creado por Dios,
y me parece que la Biblia dice la
verdad y que el Padre me envió su Hijo para que fuese mi salvación porque yo
estaba perdido, y supongo que Jesús
volverá un día, etc. Job (19,25) dice, con una fuerza inmensa: “Yo sé que vive
mi Redentor y me ha de resucitar de la tierra en el último día, y de nuevo he
de ser revestido de esta piel mía y en mi carne veré a mi Dios, a quien he de
ver yo mismo en persona y no otro”. Es decir, no sólo tengo la certeza de esto,
sino que lo afirmo exteriormente; lo sé con mayor firmeza que lo que me dicen
mis sentidos, pues éstos pueden engañarme pero la Palabra de Dios no. Y por eso,
el saberlo, significa confiarme en ello sin límites, apoyando y arriesgando
todo sobre esa verdad. Y el afirmarlo, significa sostenerlo, difundirlo y dar
testimonio hasta el fin de la vida y hasta dar la vida (Mat. 10,22; 24,13)
–mártir significa en griego testigo- puesto que el bien de saber y poseer lo
definitivo no puede compararse con ningún otro bien transitorio. Esta
certidumbre de la fe es la condición para llegarse a Dios, y bien se explica
que así sea, pues de lo contrario sería ofender a Dios negándole crédito o
dudando de su palabra. De ahí que nada sea más necesario que el examen de
conciencia sobre la sinceridad de nuestra fe…que es tal vez el único que nunca
hacemos suficientemente. Véase II Cor. 13,5 y nota; Hebr. 10,22; Ef. 3,12;
Sant. 1,6 s.; Mat. 17,20; Marc. 11,23, etc. Cristo habló y sabemos que es fiel
y podemos adherirnos sin peligro a todo cuanto El ha dicho (Tito 1,2).
(Coment. a II Tim. 1,12).
FIDELIDAD:
La
fidelidad del hombre a Dios, lejos de ser un favor que a El le hacemos, es un
favor, el más grande, que recibimos de El (Denz. 199).
(Coment. a I Cor. 7,25).