Hemos
dejado pasar unos días, deliberadamente, para no incurrir en lo que suele
llamarse un juicio temerario. Pero los días han pasado y no encontramos
explicaciones ni respuestas oficiales a lo que vamos a plantear.
La
noticia tomó estado público –desde los grandes medios y las redes sociales-
entre el 5 y el 6 de este mes de junio. Un grupo de aproximadamente cien
rabinos ingresó al país para auditar la faena de carne kosher. Arribaron todos
en un vuelo de Al Israel Airlines, en el Aeropuerto Internacional
de Ezeiza, con sus shojtim o especialistas del proceso de
faenamiento de dicho producto alimenticio.
El
mismísimo Canciller Solá impartió las órdenes pertinentes para que se
exceptuara el rígido cerco que pesa sobre espacio aéreo nacional y se
habilitaran todos los mecanismos que, de ordinario, están cerrados y prohibidos
desde el inicio de la cuarentena. En conferencia online dada
por la plataforma de la American Chamber de Argentina,
el susodicho Solá ofreció sin rubores los detalles de maniobra tan excepcional,
en una circunstancia en la que el Gobierno ha hecho del confinamiento, de la
prisión domiciliaria y del encierro una política de Estado.
Las
autoridades económicas, a su turno, no se privaron de justificar la medida
porque semejante actividad frigorífica significa una ganancia de 170 millones
de dólares anuales; y hasta Fernández, El Mínimo, violando el Mandamiento
Undécimo que reza “Quedate en casa”, viajó a La Pampa con su comitiva
y visitó el Frigorífico. Carnes Pampeanas, de CRESUD, del
empresario Eduardo Elsztain. "No podíamos producir carne
kosher porque no teníamos posibilidad de contar con la supervisión rabínica
indispensable para obtener la certificación", dijo un directivo de Cresud,
aliviado tras el ingreso y la libérrima capacidad de desplazamiento de la
cárnea delegación hebrea.
Quienes
quieran completar la información sobre lo que estamos relatando, pueden
acompañar la noticia con la visualización de las fotos de los ilustres
matarifes. Pues quisiéramos sacarnos las dudas acerca de si se observa a cada
quien portando el sacro barbijo, o la sofisticada máscara transparente;
guardando la distancia social, signo de nuestro vasallaje fernandino, y
cumpliendo con todos y cada uno de los formulismos higiénicos obligatorios que
rigen para el resto de los mortales. Los charcuteros de Sión, al parecer,
gozaron de libertades irrestrictas y amplias para cuidar los vientres de su
feligresía y las alcancías de sus entidades bancarias.
No
sabemos si se ajustaron para ellos los rígidos protocolos y seguimientos
sanitarios que se aplican en el común de los casos. A nadie le importó saber de
sus pasos presuntamente contaminantes o contaminables, ni exigir rendición de
cuentas sobre los libérrimos desplazamientos de los que disfrutaron, ni ejercer
sobre ellos los resguardos supuestamente habituales y coercitivos para
asegurarse de que no sean víctimas o victimarios del tremebundo corona virus.
Decimos esto, porque ya hay antecedentes del favoritismo con que se aprovecharon
de la cuarentena. Verbigracia cuando quisieron festejar casorios o celebrar
ceremonias tradicionales.
Lo
sucedido prueba claramente un par de cosas, que convendrá subrayar en prietas
líneas. Por lo pronto, que esta cuarentena no es una medida sanitaria. Es un
delito, y se llama privación ilegítima de la libertad. No es una estrategia
médica. Es otro delito, y se llama persuasión coercitiva, lavado de cerebro y
sometimiento a servidumbre. Tienen la palabra los juristas. Nosotros, pobres
legos, sólo atinamos a decir que un gobierno de delincuentes es más probable
que produzca fechorías que actos de sanación.
En
segundo lugar, habrá que decir que el suceso comentado deja al descubierto la
mentira, según la cual –en un súbito ataque de angelismo- el gobierno
privilegia antes la sanidad social que la productividad económica. La supuesta
y filantrópica norma (que no es tal, puesto que el control pandémico
internacional responde a los planes predeterminados de la
Finanza Mundial), encontraría, eso sí, una sorprendente excepción cuando
del millonario negocio kosher se trata.
Los
llamados “Intelectuales K” –contradictio bufonesca, si la hay- acaban de dar a
conocer un manifiesto, en el cual, salir de la cuarentena, sostienen, sería una
prioridad del capitalismo neoliberal que prioriza la libertad de mercado sobre
la lozanía de nuestro pueblo. Van a tener que hallarle algún nombre, lo más
prontito que puedan, a lo que acaba de permitir el gobierno. Esto es, violar
ostensiblemente la cuarentena, para que se lleven sus milloncitos verdes los
matachines de Tel Aviv. O disimular un poco el servilismo, permitiendo que
aterrice una delegación gallega para fiscalizar la paella, u otra calabresa
para supervisar la pasta sciuta.
Pero no;
es nomás como dijera el Duque de la Victoria: Israel Manda. Por eso
también, en plena cuarentena, el pasado
8 de junio, el Boletín Oficial confirmó que el gobierno acaba de adoptar
oficialmente la definición de antisemitismo promovida por el IHRA (Alianza
Internacional para el recuerdo del holocausto), con el beneplácito expreso
de la DAIA. Según los dueños de la neosemántica, quedaría
comprendida entre las conductas antisemitas punibles por la ley, “las calumnias
como el asesinato de Jesús por los judíos”. Con lo cual, lo que se sigue
necesariamente, es la descalificación del Nuevo Testamento, y de la doctrina
bimilenaria que de él se sigue, reducido el conjunto todo, ahora, a la
condición de calumnia.
La
Iglesia, claro; no ha dicho ni dirá una sola palabra. Palabra verdadera, queremos
decir. Porque de las otras, de las serviles, falaces y funcionales al dominio
de Israel, ya hace tiempo que viene diciendo. Aún antes de la malhadada Nostra
Aetate.
El Señor
nos deje el Covid 19, pero que, por favor, se lleve estas verdaderas plagas y
pestes cuanto antes.
Antonio Caponnetto